martes, 29 de enero de 2008

El neomarxismo


P. Ángel David MARTÍN

Se podría pensar que con la «Perestroika», la caída del Muro de Berlín y la apertura del Este, el comunismo ha sido superado. De hecho, los países satélites del Pacto de Varsovia han sido liberados de la dominación soviética y cuentan hoy con estructuras democráticas similares a las del occidente europeo; el muro de Berlín cayó y las dos Alemanias se han reunificado. El sistema económico del comunismo ha sido sustituido por sistemas orientados a la economía social de mercado occidental. Incluso en China se asiste a transformaciones económicas sustanciales por más que permanezca en pie el modelo político. Lo de Cuba parece cuestión de tiempo... En cambio, también podemos constatar el auge que está alcanzando, bajo el liderazgo de Hugo Chávez, el « socialismo del siglo XXI» así como el protagonismo de Lula, Evo Morales, Kirchner, Nicanor Duarte, Rafael Carrera, Daniel Ortega y Rodríguez Zapatero. Estos izquierdistas de comienzos del siglo XXI idolatran a Fidel Castro, uno de los déspotas más sanguinarios de la historia, y buscan eternizarse en el poder mediante el cambio de la constitución de sus países y la reelección ininterrumpida. El socialismo sigue avivando el populismo, inspirando despotismo e intolerancia, sembrando el odio, debilitando la libertad y el imperio de la ley y frenando el progreso de los pueblos.

La interpretación de este hecho puede ir en la siguiente dirección: el comunismo en cuanto aplicación de una filosofía, de una concepción de la vida, es un principio que puede ser realizado de distintos modos, conforme a las distintas características de los diversos períodos históricos. Aún más, su acción se adapta de modo necesario a las condiciones históricas. Por tanto, si bien el comunismo bolchevique se derrumbó, el comunismo mantiene una vigencia histórica, bajo formas calificadas como neomarxismo, neocomunismo o neosocialismo. Aunque también podríamos hablar de neoconservadurismo o neoliberalismo. Sería el magma en el que se mueven todos los que se desenvuelven en el ámbito democrático, una ideología común que va más allá de la aparente división entre derechas e izquierdas. Hoy más que nunca aparece recompuesta la unidad de los vencedores en la Segunda Guerra Mundial, rota temporal y aparentemente durante los años de la Guerra Fría.

Como consecuencia de esa adaptación a la realidad, el modelo de insurrección bolchevique fue descartado para definir y asumir un modelo distinto, más complejo y más profundo pues compromete orgánica e integralmente las conciencias de las personas. De hecho, la estrategia de acción política directa dio paso a una estrategia de acción cultural indirecta, fundada en un proceso de transformación de las mentalidades.

Fue el propio Carlos Marx quien estableció el principio materialista dialéctico según el cual la infraestructura (economía/materia) determina la superestructura (cultura/espíritu), razón por la cual la revolución debía ser realizada por el proletariado contra la burguesía, es decir, de abajo hacia arriba. Con el afán de realizar la revolución mundial y observando las dificultades que enfrentó el proceso revolucionario en Rusia, Antonio Gramsci, Secretario General del Partido Comunista italiano (1891-1937), profundizó el principio del materialismo dialéctico y adaptó el comunismo a la realidad de Occidente.

La estrategia gramsciana

Gramsci desarrolló entonces el concepto de hegemonía ideológica consignando que el movimiento entre infraestructura y superestructura es de carácter dialéctico. Es decir, que si la infraestructura material determina la superestructura ideológica, política, cultural y moral, esta superestructura a su vez puede tener vida propia y actuar sobre la infraestructura. Partiendo de tal premisa, estableció un modelo revolucionario según el cual la hegemonía cultural es la base de la revolución comunista, significando con ello que ésta depende de la capacidad que las fuerzas revolucionarias adquieran para controlar los medios que permiten dirigir la conciencia y conducta social. Una revolución así entendida consiste en modificar de manera imperceptible el modo de pensar y sentir de las personas para, por extensión, terminar modificando final y totalmente el sistema social y político.

La estrategia gramsciana estaba diseñada del siguiente modo:

1. Para imponer un cambio ideológico era necesario comenzar por lograr la modificación del modo de pensar de la sociedad civil a través de pequeños cambios realizados en el tiempo en el campo de la cultura. Había que construir un nuevo pensamiento, entendido como el modo común de pensar de la gente que históricamente prevalece entre los miembros de la sociedad. Para Gramsci, esto era más importante, y prioritario, que alcanzar el dominio de la sociedad política (conjunto de organismos que ejercen el poder desde los campos jurídico, político y militar).

2. Para lograr este objetivo era necesario adueñarse de los organismos e instituciones en donde se desarrollan los valores y parámetros culturales: medios de comunicación, universidad, escuela... Después de cumplido este proceso, la consecución del poder político caería por su propio peso, sin revoluciones armadas, sin resistencias ni contrarrevoluciones, sin necesidad de imponer el nuevo orden por la fuerza, ya que el mismo tendría consenso general.

Un modelo histórico de actuación de acuerdo con estos principios sería la mentalidad ilustrada preparando el terreno para lo que luego sería la Revolución Francesa y el liberalismo extendido por toda Europa y América gracias al cambio de pensamiento hegemónico promovido desde el siglo anterior.

3. Para tener éxito, habría que sortear dos obstáculos: la Iglesia Católica y la familia.

La Escuela de Frankfurt

La estrategia dispuesta por Gramsci fue proyectada por la llamada Escuela de Frankfurt, originalmente fundada en 1923 como Instituto para el Nuevo Marxismo y luego denominado Instituto para la Investigación Social para encubrir su objetivo sentido político. Por autores como Georges Lukács, Max Horkheimer, Theodor Adorno, Wílhelm Reich, Erich Fromm, Jean Paul Sartre, Herbert Marcuse, Jürgen Habermas, etc., se formula la doctrina del neomarxismo y a partir de él la izquierda elabora un concreto programa de acción estructuralista que logra una decisiva influencia en distintos campos del pensamiento, en la psicología (Lacan), la educación (Piaget) y la etnología (Levi Strauss), entre otros.

El neomarxismo regresa a Europa

Fueron básicamente estas elaboraciones ideológicas las que activaron y sustentaron el proceso revolucionario de los años sesenta del siglo XX, siendo particularmente efectivas entre los estudiantes de las Universidades de Francia y Alemania. Asimismo, estas ideas también serían la base tanto del llamado eurocomunismo como del neosocialismo desarrollado en distintas latitudes durante los años ochenta y noventa.

Estas raíces norteamericanas de la actual izquierda europea han sido expuestas con detalle por Paul Edgard Gottfried (La extraña muerte del marxismo, Ciudadela, Madrid, 2007) y es una de las circunstancias que explican la escasa repercusión que en los comunistas y socialistas ha tenido la caída de la Unión Soviética: ideológicamente estaban más vinculados a USA que a la URSS y, probablemente, un régimen «duro» que se presentaba como paradigma de la ortodoxia comunista resultaba para ellos un obstáculo más que una referencia.

Componentes de la mentalidad y de la estrategia neomarxista

El principio constitutivo de esta creencia radica en un materialismo que niega la existencia de un principio anterior y superior al hombre. Explícitamente se niega la existencia de un Dios creador, se rechaza la existencia del alma humana y, por tanto, de toda esencia y toda trascendencia del ser. Se impone un sistema teóricamente multiculturalista basado en un relativismo absoluto, el cual implica la negación de la existencia de verdades absolutas de validez universal.

Asumiendo tales premisas, ¿cómo se manifiesta concretamente este nuevo tipo de acción revolucionaria?

La aplicación de este sistema procura generar un ánimo hostil contra todo tipo de autoridad, contra toda forma de jerarquía y orden, sea en el terreno religioso o en el civil. La autoridad se degrada sistemáticamente en la Iglesia, el Estado, la familia o la enseñanza. Este quebrantamiento del orden natural conduce a una completa pérdida de principios y un radical decaimiento en la moral. Se desencadenan las pasiones en los niños y adolescentes a través de una educación sexual estatal o de los medios de comunicación que gestan un ambiente de impureza omnipresente. A fin de romper la estructura del sistema social, se introduce un igualitarismo radical proyectado en la ideología de género que proclama la superación del actual modelo de sociedad mediante la transformación de la diferenciación sexual en puras categorías culturales y, por consiguiente, opcionales y elegibles.

Una vez destruido el universo de valores hasta entonces vigentes, su lugar está siendo ocupado por una nueva hegemonía: la de esa mentalidad, hoy dominante, sustrato permanente de una práctica política socialista que es, al mismo tiempo, la consecuencia y el principal motor del proceso.

Al servicio de esta estrategia se ponen medios tan dispares como la democracia, la demolición del Estado nacional, la inmigración, la infiltración y auto-demolición de la Iglesia, la memoria histórica, la educación para la ciudadanía o la cultura de la dependencia promovida por una gestión económica de los recursos dirigida por el Estado.

¿Hay alternativa?

Si existe, únicamente será posible en la medida que tenga lugar la recuperación de la hegemonía en la sociedad civil. Algo que implica la lucha por la Verdad, que no se impone por sí misma, y la capacidad de generar instrumentos coercitivos que, al amparo de la ley, actúen como freno de las tendencias disgregadoras.

Bitacorapi, 28 de Enero de 2008