miércoles, 1 de abril de 2009

Aniversario del día de la victoria


“Ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas”.

José Antonio

Este 1º de abril de 2009 recordamos el septuagésimo aniversario del triunfo de España sobre los enemigos de la Religión, la Patria y la Civilización Cristiana.

Aquel glorioso día se escuchó el siguiente comunicado: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

Y la Santa Madre Iglesia, a través de su Vicario, expresaba el júbilo por el triunfo con estas maternales palabras: “Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros nuestra paternal congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probadas en tantos y tan generosos sufrimientos.

Anhelante y confiado esperaba nuestro predecesor, de santa memoria, esta paz providencial, fruto, sin duda, de aquella fecunda bendición que, en los albores mismos de la contienda, enviaba «a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión ». Y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la misma que Él mismo desde entonces auguraba, «anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad».

Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar, una vez más, sobre la heroica España. La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu (…).

Nos, con piadoso impulso, inclinamos, ante todo, nuestra frente a la santa memoria de los Obispos, sacerdotes, religiosos de uno y otro sexo y fieles de todas las edades y condiciones que, en tan elevado número, han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la religión católica. Maiorem hac dilectionem nemo habet. No hay mayor prueba de amor”.[1]

A setenta años de aquella jornada gloriosa no podemos -ni debemos- dejar pasar por alto nuestro homenaje. Homenaje a aquellos bravos Macabeos españoles que viendo su catolicismo ultrajado y su honor nacional vilipendiado no dudaron y se lanzaron a la lucha dispuestos a todo.

Vienen a nuestra memoria aquellas palabras del Santo Padre Juan Pablo II, cuando al referirse al hombre justo, dice: “tiene el coraje de defender a los demás en sus sufrimientos y se niega a capitular ante la injusticia, a comprometerse con ella; y por muy paradójico que parezca, el que desea profundamente la paz rechaza toda forma de pacifismo que se reduzca a cobardía o simple mantenimiento de la tranquilidad. Efectivamente, los que están tentados de imponer su dominio encontrarán siempre la resistencia de hombres y mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la libertad para promover la justicia”[2].

Dios como Señor de la Historia que es dirige y gobierna providencialmente el desarrollo de las naciones. Por eso es que suscitó a un hombre para que, guerreando en nombre de Él y contra sus enemigos, vengara su Gloria y reivindicara sus Derechos y los de su Esposa, la Santa Iglesia Católica. Nos referimos al Caudillo, al Generalísimo Francisco Franco, que no tuvo otro legítimo anhelo que devolverle España a Dios y Dios a España.

Breves antecedentes.

Tras aquellas insólitas elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que si bien es cierto dieron el triunfo a los monárquicos, debido a algunas victorias en Madrid y otras importantes ciudades, trajo aparejada un estado de tensión callejera tal que Alfonso XIII, decidió apartarse “de cuanto pueda lanzar un compatriota contra otro en fratricida guerra civil”. Así nació la Segunda República.

El 14 de abril el diario “La Voz” en primera plana decía: “¡Viva la República española! El nuevo régimen viene puro e inmaculado, sin traer sangre ni lágrimas”. Pero en honor a la verdad, sería todo lo contrario. La República se convertiría en el estandarte de la rebelión contra su destino. Era la anti-España.

En 1936, estando en Zaragoza, lo dirá, cargado de odio, Francisco Largo Caballero: “El día de la venganza, no dejaremos piedra sobre piedra de esta España que hemos de destruir, para rehacer la nuestra”.

Y por ser anti-española debía ser anti-cristiana. Así lo manifestó el delegado español enviado al Congreso de los sin Dios en Moscú: “España ha superado en mucho la obra de los soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada”.

Pero volvamos al año 1931. Al mes de instalada la República, el terror, el espanto y el caos gobernarían España. Porque la Segunda República, presidida por Niceto Alcalá Zamora, fue un rejunte de marxismo con liberalismo y masonería. 318 templos incendiados; bibliotecas, archivos y obras de arte consumidos por el odio marxista. Y citemos solamente, sin entrar en detalles, las leyes sectarias que atentaban abiertamente contra la dignidad y la libertad de la Iglesia, como también aquellas medidas vejatorias y arbitrarias como la supresión de la Compañía de Jesús y la incautación de sus bienes o el destierro del Cardenal Segura.

Las llamas siguieron creciendo y el fuego devorador sólo sería extinguido recién en 1939.

Hasta 1933 el número de templos incendiados superaba los 1000. Los asaltos a domicilios particulares y redacciones de diarios eran moneda corriente y los fusilamientos y asesinatos se contaban por centenares.

En las elecciones de finales del ’33 perdieron los liberales-marxistas, pero no se ganó nada. “La victoria de 1933 fue una victoria sin alas, porque fue, como la que se quiere obtener ahora, hija del miedo. Los partidos sólo se agruparon por temor al enemigo común; no vieron que frente a una fe atacante hay que oponer otra fe combatiente y activa, no un designio inerte de resistencia”[3]

No podemos dejar de mencionar en estos breves antecedentes la Revolución de octubre del ’34 en Asturias y Cataluña, ya que en estos episodios fue donde recibió las palmas del martirio nuestro San Héctor A. Valdivieso Sáez (Fray Benito de Jesús).

Comenzaban los Hermanos su jornada habitual preparándose para la oración comunitaria. Se encontraba con ellos el Padre Inocencio de la Inmaculada, Pasionista de Mieres, que había acudido el día anterior a confesar alumnos con el fin de prepararlos para el primer viernes del mes. La cuñada de un sacerdote detenido se trasladó de inmediato a la casa de los lasallanos para informarles sobre el estallido de la revolución, del encarcelamiento de sacerdotes y que irían a buscarlos. Celebraron inmediatamente el Santo Sacrificio de la Misa.

Pero en el momento del ofertorio escucharon gritos y golpes para que abrieran la puerta. Se trataba de un grupo de revolucionarios armados con escopetas. Para evitar profanaciones el celebrante propuso que consumieran entre todos la reserva eucarística.

La turba revolucionaria requisó toda la casa pues decían que los Hermanos escondían armas. Los trasladaron a “la Casa del Pueblo” donde se juntaron con los otros detenidos anteriormente.

A la una de la mañana del 9 de octubre, y tras cuatro días de encierro, los sacaron a la calle. Les ordenaron formar de a dos. El jefe revolucionario dio la orden de marcha y comenzaron a caminar hacia el cementerio. Dos carabineros adelante, los Hermanos y el P. Inocencio. Detrás, el piquete de ejecución.

Llegados al cementerio y ubicados delante de una fosa ya preparada, el pelotón descardó sus armas dos veces. El jefe de éstos con su lugarteniente los remató con pistolas. Sus cabezas fueron destrozadas a mazazos.

Algunos hermanos, antes de morir, sellaron sus labios con el “¡Viva Cristo Rey!”[4]. Porque digámoslo claramente, en estos asesinatos el común denominador era el odio a la Reyecía de Cristo. Tal era el odio que se llegó al paroxismo en no pocos casos. Allí está el infeliz comunista diciéndole al Señor encerrado en el Sagrario mientras lo apuntaba y disparaba: “Tenía jurado vengarme de ti. Ríndete a los rojos, ríndete al marxismo”.

Ya en febrero de 1936, con el gobierno del Frente Popular (socialistas, comunistas y otros grupos radicalizados), el caos no se tolera más. Se dan vivas a Rusia y mueras a España. La bandera comunista flamea por doquier.

El diario “El Socialista” decía: “Las derechas amedrentan a sus amigos con el recuerdo de octubre, diciéndoles que aquello fue una revolución. No. Se engañan. Aquello no fue más que un conato de lo que ha de venir, de lo que ha de conocer España”.

En París, en la sede del Gran Oriente de la Masonería de Francia, se “decretó” el asesinato del jefe de la oposición española, el patriota José Calvo Sotelo. El 16 de junio durante el debate parlamentario la diputada comunista Dolores Ibarruri, refiriéndose a éste grita: “Este hombre ha hablado por última vez”.

Luego de que el líder opositor señalara, entre otras verdades, que la causa del problema estaba en el sistema democrático-parlamentario y en la Constitución del año ’31, el Presidente del Consejo, el liberal Casares Quiroga, lo sentencia a muerte. La gallarda respuesta de Calvo Sotelo no se hizo esperar: “Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas las espaldas. Su señoría es un hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le he oído tres o cuatro discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco azul, y en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, señor Casares Quiroga: me doy por notificado de la amenaza de su señoría. Me ha convertido su señoría en sujeto, y por tanto, no sólo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos. Bien señor Casares Quiroga, le repito: mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: «señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis. Y es preferible morir con gloria que vivir con vilipendio»”.[5]

El 13 de julio a las tres de la madrugada con el engaño de que lo llevaban detenido fue arrancado de su domicilio para luego ser salvajemente asesinado en el interior de la camioneta.

Con este hecho y frente a la anarquía imperante, ya no se podía esperar más.

La Cruzada

Si España se hacía comunista, dejaba de ser España. No quería morir. No debía morir. El peligroso veneno marxista afectaba a la esencia misma del ser nacional de España.

Pero la hora de la redención española había llegado.. Muy bien lo señalaron los obispos españoles en la valiente Carta colectiva dirigida a los obispos del mundo entero: “estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz” [6].

El 18 de julio aquellos que no habían perdido la conciencia de su dignidad, aquellos que no querían que España sucumbiese se alzaron en armas. Legítimamente se alzaron en armas contra el comunismo para salvar la Religión, la Patria y la Familia. Recordemos que el 14 de septiembre de 1936 el Papa Pío XI en la alocución a los refugiados españoles en Italia envió de manera especial su bendición a aquellos que habían “asumido la espinosa y difícil tarea de defender los derechos y el honor de Dios y de la Religión, es decir los derechos de la conciencia”. Entiéndase esa bendición como augurio de la Bendición divina, que llegó, pero también como una confirmación pontificia de la doctrina que enseña que cuando un gobierno conduce a la sociedad a la anarquía, ésta puede lícitamente alzarse contra aquél.

Porque lo que sucedió en España no fue una guerra civil, aunque así apareciera. Tampoco los motivos fueron intereses políticos en pugna, o la supervivencia de algún régimen de gobierno. Mucho hizo y hace la leyenda negra respecto a esto. En España se entabló una lucha de estricto carácter teológico, ya que “Cristo y el Anticristo se dan la batalla en nuestro suelo”[7]. Recordemos que la guerra es un acto humano indiferente. No es de suyo ni justo ni injusto; tampoco santo o profano. Revestirá alguno de estos caracteres según sea el móvil que lo especifica, como sucede en todos los actos humanos indiferentes. ¿Y cuál fue el móvil, el motivo que determinó la guerra en España? El Cardenal Gomá y Tomás hace observar que es un motivo sagrado: “Quítese, pues, por otra parte como cosa inconcusa que si la contienda actual aparece como guerra puramente civil, porque es en el suelo español y por los mismos españoles donde se sostiene la lucha, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la Religión Católica” [8]

Los más altos ideales, los eternos e inmutables, fueron los que movilizaron a aquellos hijos de España, a salvarla: el amor a Dios y a Su Santísima Madre la Virgen María, a la Patria, a la Santa Madre Iglesia y al Hogar.

El heroísmo del combatiente español, que rubricaba cada triunfo con la sangre generosamente derramada y con la más ardiente plegaria que salía de sus labios, no fue la consecuencia de un buen movimiento táctico o estratégico. La balanza se inclinaba a su favor, porque peleaba por la causa de Dios. Porque el Señor, en su infinita misericordia, dando muestras de su Providencia, tenía preparadas sus reservas en España para lanzarlas al campo de combate para el triunfo definitivo de su causa.

Por eso, y sólo por eso, se pueden comprender aquellos hechos de heroísmo extremo como los del Alcázar de Toledo, el sitio de Teruel, el de la ciudad de Oviedo, el de la Iglesia Santa María de la Cabeza, y tantos otros que sólo Dios conoció y premió.

De no haber habido un sólido sustento religioso y patriótico no podrían haber emprendido la empresa de salvar a España. Sin estos sustentos, la Cruzada se habría debilitado.

En esta hora trágica de la historia, no perdamos de vista el significado de la Cruzada. Esto es lo fundamental. Han pasado ya siete décadas pero el odium fidei se manifiesta análogamente. No queremos convertirnos en marionetas ni que nuestra patria sea una colonia. Sepamos, pues, mirarla; ésta, con sus mártires “está ahí -pese a la manipulación intencionada- como un punto de reflexión intelectual, pero también como una bandera alzada o una convocatoria viril”[9].

Daniel Omar González Céspedes

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[1] Fragmento del mensaje que dirigió S.S. Pío XII a España. 16 de abril de 1939.

[2] Juan Pablo II; Mensaje para la celebración de la “Jornada mundial de la Paz” [1 de enero de 1984], del 8 de diciembre de 1983; L’ Osservatore Romano nº 52 [25 de diciembre de 1982], pp. 9-10.

[3] Primo de Rivera, José Antonio; Obras completas, Ed. Almena, Madrid, 1970. Pág. 846.

[4] Justamente el Papa Juan Pablo II los canonizó en la Solemnidad de Jesucristo Rey el 21 de noviembre de 1999.

[5] Arrarás, Joaquín: “Franco”, Editorial Poblet, Buenos Aires, 1937, pp 224 y 225.

[6] Carta Colectiva del Episcopado Español a los obispos del mundo entero, 3; en Montero Moreno, Antonio, “Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939”; Madrid, 1961, pág. 728.

[7] Gomá y Tomás, Isidro: “El caso de España”, Pamplona, 1936, pág. 16.

[8] Idem ant. Pág. 7 y sig.

[9] Piñar, Blas: La última cruzada; en Revista Memoria; Nº 4, Julio de 1994, pág. 13.