sábado, 26 de diciembre de 2009

LA DISTANCIA ENTRE EL DISCURSO Y LA ACCIÓN


Alberto Buela

En 1905 Lenín escribió: “No interesa lo que un partido piense, desee o proclame sino cómo pueden pasar las cosas por efecto de la actuación de ese partido”[1] planteando así en forma clara y distinta la distancia entre el discurso político y la acción política.

La política, que es toda ella un arte de ejecución, entre las tantas definiciones que va a dar Perón, obliga a sus actores, si pretenden cierta eficacia, a manejarse a partir de los efectos que producen las decisiones políticas. Juzgar a un político o a un partido político por lo que dice o proclama y no por aquello que realiza es el grave error del pensamiento ilustrado en política. Por el contrario el realismo político que asume con escepticismo los proyectos teóricos sospechosos de idealismo como los de la paz perpetua, el gobierno mundial y la democracia universal, tiene su punto de partida en los hechos producidos y en los sucesos acaecidos por la acción de tal o cual partido político o gobierno.

La propaganda política se encarga, como toda propaganda de poner el ser a la venta, en este caso las virtudes de los gobiernos o de la oposición. Está construida a partir del discurso interesado, pues son intereses los que intenta defender. Y es consumida a diario por los miles de millones de hombres que como público consumidor aceptan como su opinión, la opinión publicada.
Hoy los gobiernos, observa acertadamente Massimo Cacciari, no resuelven los conflictos sino, en el mejor de los casos, los administran y eso se hace no con acciones sino con palabras. Con discursos, muchos de los cuales farragosos, que buscan lograr el consentimiento sobre aquello que no se hace pero que por una especie interna de “fuerza de las cosas” se espera, que finalmente se resuelva. Cuando en realidad, resolver un conflicto, para bien o para mal, es decidir por una, entre varias alternativas de acción.

Bien se dice que nosotros hemos pasado de la época de las certezas a la de la incertidumbre y ello se manifiesta también en el plano político donde los principios ideológicos han sido dejados de lado por los agentes políticos en función de sus intereses personales y los pactos circunstanciales de los partidos. Así los ministros, secretarios y funcionarios del Estado buscan permanecer en el cargo todo lo que puedan y a pesar de todo y los frentes partidarios duran lo que la luz de una elección circunstancial y momentánea.

Si bien en nuestro tiempo la imagen televisiva reemplazó al concepto expresado en palabras que nos brindaban la radio y los diarios, el discurso político sigue siendo, antes que nada, un discurso verbal-gestual y no simplemente figurativo.
Y es este carácter específico (verbal-gestual) el que impide que un agente político o social pueda dirigirse en plenitud, mostrando toda su potencia y capacidad, en un acto público de masas en una nación distinta de la suya. Casi no existen ejemplos en que un dirigente político haya pasado la prueba de hablar en otro país a una multitud y lograr concitar su atención. Menos aún si no es en su lengua maternal. Ni Charles de Gaulle con toda su oratoria y experiencia política pudo superar esta capitis diminucio propia del discurso político.

Hoy intentan los costosos publicistas hacer hablar a los agentes políticos a través de las imágenes pero ello no es más que un remedo, una mala copia, de aquello que tendrían que hacer los genuinos políticos: explicar, proponer, proyectar y finalmente realizar. Y así poder afirmar que la política es el arte de hacer posible lo necesario para la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.
La distinción que hemos señalado entre discurso y acción siempre útil al análisis político nos lleva a preguntarnos, en un segundo momento, por la vinculación o no entre ambos. Es éste el momento del juicio político, cuando valoramos la acción del agente político si encontramos una identidad entre discurso y acción, o bien, desvaloramos si ocurre lo contrario.

Si bien la distinción política fundamental es entre amigo-enemigo y no la de bueno y malo como ocurre en la ética, el hombre no puede desdoblarse y cuando emite un juicio político lleva siempre una carga moral.
Y si bien hoy no se le pide bondad al agente político, se le pide honestidad o al menos un mínimo de coherencia.

El progresismo se ha caracterizado, como un nuevo nominalismo, por verbalizar la realidad política que como consecuencia lo lleva a asumir la vanguardia como método. El discursear en forma reiterada, permanente y compulsiva lo obliga a pararse como todo vanguardista siempre en el futuro, lo que le hace perder de vista la realidad del presente. Existe un viejo dicho: El hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios, que nos recuerda la obligación de una mínima coherencia entre lo que decimos y realizamos.

Pongamos un ejemplo: Hoy el progresismo nos habla del imperialismo desterritorializado, de un imperialismo que no podemos ubicar en ningún lugar, de los grupos económicos concentrados pero sin localizarlos. Mientras tanto el imperialismo real y efectivo, aquel que es producto de la expansión económica de los países centrales que busca multiplicar sus ganancias aprovechando las ventajas y debilidades que ofrecen los países periféricos como los nuestros de Suramérica, hace los mejores negocios de toda su historia en finanzas, energía, petróleo, minería, pesca, ganadería y agricultura. El Estado como gerente del bien común, como gustaba decir Arturo Sampay, desaparece con el progresismo en esos campos o dominios de la actividad económica porque renuncia a su capacidad de poner coto, freno a las actividades imperialistas.

La generación del 40, aquellos pensadores nacionales que denunciaron con pelos y señales los entuertos de la década infame lo vio claro. José Luís Torres, nos habló siempre de combatir no al imperialismo de los marxistas leninistas como etapa superior del capitalismo en función de la revolución internacional proletaria, sino de combatir al imperialismo situado en el país, aquel, en su época, de los Bemberg, los Bunge y Born, los Dreyfus, y que hoy fueron reemplazados por los Mindlin, los Elsztain, los Rocca, los Eskenazi, los Grobocopatel, los Werthein y tantos otros.
Así mientras que el progresismo nos habla y denuncia a los grupos concentrados de la economía, mientras estos grupos en la práctica actúan con total impunidad y desparpajo sobre la economía argentina, el realismo político, el peronismo lo es, por aquello de con bosta se hacen paredes, tiene como exigencia denunciar, desmenuzar y combatir a estos grupos concentrados, punta de lanza del imperialismo en Nuestra América.

[1] Lenín: Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Obras Esc. Ed. Prob, Madrid, T2, p.51 Massimo Cacciari: filósofo Italiano de la Universidad de Venecia, dos veces alcalde de la misma.