viernes, 10 de abril de 2015

UN CASO DE RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA



La Nación, Editorial, 10-4-15

El testimonio de un ex funcionario de Isabel Perón por la muerte del coronel Larrabure es demostrativo del proceso de violencia vivido antes de 1976
El ex vicepresidente de la Nación y ex gobernador de Buenos Aires Carlos Ruckauf prestó declaración testimonial recientemente, en su condición de ministro de Trabajo durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón. Lo hizo en un juicio por la verdad, abierto ante la justicia federal por la familia del coronel Argentino del Valle Larrabure. La información periodística resultante de esa declaración fue por demás ilustrativa sobre la violencia en que se hundió el país en los años setenta, antes de que los militares tomaran el poder, y en tiempos de gobiernos constitucionales.

La muerte del oficial que fue ascendido post mórtem al grado de coronel fue el término atroz de un calvario de más de un año. Larrabure había sido enclaustrado en condiciones infrahumanas en lo que sus captores del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) denominaban, con pretensiones de absurda legitimidad, "cárcel del pueblo", aunque no era más que una infecta y húmeda excavación en la tierra hecha en la vivienda que ocupaba el matrimonio encargado de su vigilancia.

Larrabure había sido secuestrado el 11 de agosto de 1974, un mes después de que asumiera, por el deceso del presidente Juan Domingo Perón, su esposa. El cuerpo de Larrabure apareció el 19 de agosto de 1975 con signos notorios del padecimiento sufrido. Los peritos médicos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictaminaron que había sufrido torturas, pero en los mentideros vinculados con las bandas subversivas de los años setenta se sostuvo siempre, en cambio, la tesis de que se había suicidado.

Discutir ahora si es peor la horca que la guillotina es una tautología que permite, sin embargo, una aproximación seria al caso de Larrabure y demuestra que las cuestiones de fondo de esos años de horror en la Argentina hay que examinarlas de otro modo. Aun cuando se aceptara la hipótesis del suicidio, nadie en su razonable juicio, y menos todavía si hubiera estado frente a la visión de la extrema delgadez que presentaba el cuerpo de Larrabure, podría negar que este militar fue sometido, por su larga prisión en una cueva miserable, sin higiene y con aire precario, a una situación de horror. Su caso patentiza cuánto hay de infecto en la novela kirchnerista de que sólo hubo asesinatos y torturas por parte de los militares.

Unas mil muertes y veinte mil atentados de todo tipo cometidos en esa década por parte de los grupos terroristas que invocaban, con más o menos énfasis, a Perón, Guevara, Castro o Khadafy, ilustran sobre lo que eclipsa de la historia real la memoria hemipléjica de los gobernantes de turno. Desde luego que el de Larrabure es el ejemplo paradigmático de un proceso de violencia fanática y provocativa llevado adelante contra militares en momentos en que había gobiernos civiles en la Argentina: el del general Perón, primero; el de María Estela Martínez, después. Fueron ellos los que ordenaron, como respuesta a un fenómeno que no podían controlar, el "exterminio" y la "aniquilación" de los grupos que se levantaban contra el Estado de Derecho. Precario "estado de derecho", claro, porque ambos gobernantes permitieron la constitución y desenvolvimiento de la Triple A, siniestra organización parapolicial próxima al ministro José López Rega, factótum en quien se recreaban las condiciones más asombrosas y excéntricas de Rasputín.

En su testimonio, Ruckauf recordó que el gobierno del que fue parte debió establecer, frente a la violencia enseñoreada, el estado de sitio. "Había secuestros -dijo-, atentados y ataques a cuarteles, estructuras policiales, a personal judicial, personal policial y civiles." Todo eso es por demás sabido, pero se encuentra sistemáticamente ausente de un relato que sólo toma en cuenta la represión habida por vías del terrorismo de Estado y no las modalidades feroces de acción de la juventud que Perón comenzó por calificar de "maravillosa" y terminó sacándose de encima con la recomendación de que se utilizaran para ello los peores instrumentos, los del "exterminio".


La autoamnistía que los militares habían dictado para sí antes de abandonar el poder en 1983 y cuya derogación el presidente Raúl Alfonsín impulsó tan pronto llegó a la Casa Rosada fue acompañada en las elecciones de ese año por los candidatos del Partido Justicialista, y como es obvio, por quienes los acompañaron con su voto en las urnas. Es éste, así, parte de un capítulo de la misma historia cuyos rasgos más trágicos se están ventilando en el mencionado juicio por la verdad, sucedáneo de otro en que no prosperó que se declarara de lesa humanidad el caso del coronel Larrabure. ¿No lo fue, acaso?