viernes, 5 de junio de 2015

POR UNA ECOLOGÍA DE LAS CIVILIZACIONES



El dilema en este momento se sitúa entre universalismo versus pluralidad y es la apuesta por la pluralidad lo que supone una auténtica bocanada de aire fresco en este mundo globalizado.                     
                       
JAVIER ELZO
El Manifiesto, 4 de junio de 2015           

Leyendo el libro de Hervé Juvin La grande separation. Pour une écologie des civilisations (Gallimard, 2013), podemos decir que una de las características de la civilización occidental reside en el rechazo del otro como otro, pero no por afirmación indebida del nosotros, de un nosotros excluyente de los otros (nefasta característica, por ejemplo, de los nacionalismos etnicistas) sino por la voluntad de imponer la mismidad universal, la uniformidad de las personas en el mundo, personas reducidas a individuos. Pero hay que añadir, además, que esta obsesión de la uniformización es otra forma, más sibilina pero a la vez más real de racismo, (siempre a salvo de experiencia de exterminación en tiempos pasados, con el colonialismo, el nazismo, el estalinismo, etc.), pues es un racismo que niega al otro obligándole a fundirse en el magma de la mismidad universal. La apuesta de Hervé Juvin es un alegato a favor del otro, de todos los otros. En efecto, como escribe Juvin, el otro no nos encierra en una relación binaria (vascos y españoles, por situarlo en nuestro contexto) sino que, en su relación (no en su oposición) nos abre a terceros. Si hay otro, hay otros, luego no hay soledad posible, no estaríamos solos ante el mal, ante el enemigo. El otro reconocido suprime toda noción de monopolio del campo del bien, de lo bueno (que estaría solamente en nosotros), elimina toda idea de exterminación del enemigo, todo frenesí genocida porque el otro es la expresión de la infinita diversidad de todo lo que se siembra y palpita en nuestro derredor. De ahí el alegato por la diferencia y la pluralidad, pues si se reconoce a los otros se reconoce, al mismo tiempo, lo repito, una infinidad de otros lo que, a la inversa, es una salvaguarda del nosotros.

El dilema en este momento se sitúa entre universalismo versus pluralidad y es la apuesta por la pluralidad lo que supone una auténtica bocanada de aire fresco en este mundo globalizado. La humanidad ha constatado estos últimos decenios que la globalización nos ha llevado –es ya una banalidad decirlo– a un individualismo despersonalizado e incapaz de oponerse a sus fundamentos básicos que Juvin describe en estos términos: «La proclamación de una era posnacional, las agresiones organizadas contra las naciones europeas y los pueblos del mundo tienen un mismo objetivo: asegurar a la revolución capitalista el control de un mundo único y de una sociedad planetaria de individuos a su disposición»”.

Aunque no hay que olvidar, me permito añadir, que el capitalismo no es uniforme. Recuérdese el importante estudio de Michel Albert Capitalismo contra capitalismo (Paidós, 1992). Hoy lo trasladaríamos a la distinción entre el capitalismo productivo en un Estado de Bienestar y el capitalismo financiero, desgraciadamente imperante (por el momento) que es en el que piensa Juvin cuando escribe que «los índices macro económico-financieros son los que dictan las decisiones y los comportamientos sin que su verdadero fundamento sea jamás examinado».

No otra cosa decía, el gran sociólogo Edgar Morin, a sus 93 años de edad, en septiembre de 2014 en una conferencia en París: «La mundialización es un movimiento totalmente incontrolado pues está propulsado por la ciencia a su vez incontrolada. La técnica incontrolada sirve básicamente para esclavizar al hombre. La economía está igualmente incontrolada».

De ahí, sostendrá con fuerza Juvin en las conclusiones de su libro, la necesidad de trabajar por una ecología humana, una ecología de la diversidad de civilizaciones que es lo contrario de la pretendida unidad del género humano. Una ecología que tenga en cuenta las fuerzas de separación, las lógicas de la distinción y de las pasiones y gustos discriminantes que conforman el honor y la vida de las sociedades humanas. “Una nación que no decide las condiciones de acceso a la nacionalidad y a la residencia sobre su suelo no es una nación libre. Se pueden criticar esas condiciones, juzgar que unas son mejores que otras… pero no se puede impedir a una nación que las tenga”. En efecto, unas son mejores que otras, me permito apostillar. Hay pueblos y naciones que acogen al diferente, al emigrante más precisamente; otros quieren construir cada vez más muros de contención y más exigencia para permitir la residencia del otro en su suelo.

Pero es cierto también que «una nación que se ve dictar del exterior las condiciones de acceso a la nacionalidad, de residencia sobre su suelo, no es una nación libre. Es una nación abierta a la invasión. Es una nación cuya lengua, leyes y costumbres no son ya las propias sino la de los movimientos de población que ella constatará, en su suelo, sin haberlos escogido, soportará sin haberlos querido, y que decidirán, lengua, leyes y costumbres, en su lugar». Pero, afortunadamente, Juvin puntualiza estas afirmaciones para no caer en el gueto. En efecto, escribe que «no se trata de encerrarse unos y otros en un peligroso esencialismo iletrado, que atribuya caracteres definitivos a la religión, el origen, la raza o la nacionalidad (de cada nación). No se trata, ni muchos menos, de encerrarse cada uno en su etnia, en su fe o en sus orígenes en un determinismo absoluto. Pero, menos aún, identificar a los pueblos en un modelo único, reducirlos a lo mismo, a la conformidad y a la regla de lo único».

Como se ve, estamos en plena confrontación entre lo singular y lo global, lo local y lo planetario. El autor apuesta claramente por lo primero. Lo dice así: «la ecología de las civilizaciones se desarrolla en la expresión política de la primacía de la diversidad cultural e identitaria sobre la unidad operacional de las técnicas y de las reglas (el autor piensa en la nuevas TIC y en la preponderancia abusiva, a su juicio, del derecho)».


Y concluye Juvin afirmando que  Juvin «nuestra tarea histórica es considerable: debemos hacer renacer la diversidad colectiva. Redescubrir que la historia, el origen, la raza, la lengua, la fe, la cultura tienen un sentido, y que ese sentido no es el de las jerarquías actuales, el de los niveles o estados de desarrollo y el de las barreras sucesivas en la escala del progreso».