domingo, 22 de julio de 2018

ECONOMÍA


La Argentina, vacía como el Elefante Blanco

La Nación, editorial, 22 de julio de 2018 

Después de 50 años de fuga de capitales, el gobierno del peronista Carlos Menem logró convencer a locales y extranjeros de que la Argentina era un país confiable. Craso error.

Decenas de empresas europeas y norteamericanas enterraron en nuestro territorio gasoductos, represas, usinas, autopistas, terminales portuarias, estaciones satelitales, centrales telefónicas y torres para celulares; tendieron líneas de alta tensión, cables de distribución eléctrica, ductos de fibra óptica. Se expandieron el comercio, el transporte y la logística. Los bancos fueron capitalizados conforme las reglas de Basilea, para atraer depósitos y atender la expansión del crédito. Ahorristas de todo el mundo compraron bonos de la república y de las provincias. Compañías locales emitieron acciones y títulos de deuda para expandir sus actividades.

Pero el exceso de gasto público quebró el cinturón de la convertibilidad y el dólar voló por los aires, licuando salarios y generando "competitividad" sin cambios estructurales. El Congreso de la Nación aplaudió el mayor default de la historia, se abandonó la convertibilidad, se devaluó la moneda, se "pesificaron" los contratos y se incumplieron las concesiones. El paraíso populista, sobre cuyos cimientos construyó poder la familia Kirchner.


El valor de lo invertido se hizo trizas. Empresas de la talla de British Gas, Total, Eléctricité de France, Gaz de France, Endesa, Gas Natural, Iberdrola, Telefónica, France Telecom, Suez, Aguas de Barcelona, CMS, Camuzzi, Tractebel, Nova y otras tantas advirtieron el significado de "seguridad jurídica" cuando ya era tarde.

Casi todas dejaron el país, tomaron las pérdidas y vendieron sus activos por una fracción de lo invertido. Muchas hicieron juicios en tribunales arbitrales y las deudas soberanas fueron atendidas con quitas aún más "soberanas", en 2005, 2010 y 2016. Todavía quedan juicios por US$9262 millones sin resolver.

Durante otra gestión peronista de signo opuesto, Néstor y Cristina Kirchner terminaron de destruir lo que quedaba, aumentando el gasto público al 43% del PBI mediante la casi duplicación del empleo estatal, las jubilaciones sin aportes, las pensiones no contributivas, la expansión de planes sociales y los subsidios al transporte y a la energía. Con el cepo cambiario y las prohibiciones al comercio exterior, el país se aisló del mundo. Con controles de precios y tarifas irrisorias, desapareció la inversión. Sin recursos para sostener esa explosión de gasto, se expropiaron los fondos de pensión y se confiscó YPF. Se acumuló un déficit fiscal del 8% del PBI, con la mayor presión fiscal del mundo, una inflación rampante y el 32% de pobreza.

Luego de esta terrible experiencia, la Argentina se encuentra huérfana de capitales a pesar de sus abundantes recursos naturales y su población educada.

Como metáfora, podríamos decir que nuestro país es como el Elefante Blanco, abandonado por sus constructores y ocupado por personas que carecen de medios, por sí solos, para convertir un edificio gigantesco en hogar acogedor donde abrigar familias, criar niños y cuidar adultos mayores.

Nunca se ha tomado verdadera conciencia del costo inmenso que implicó para nuestra nación haber arruinado tantas inversiones, burlándose de la confianza brindada por argentinos y extranjeros con aplausos celebratorios. Ese costo todavía se está pagando, no solo por el daño reputacional, sino también por el impacto sobre la mentalidad de la población, que ya no cree en gobiernos, ni en promesas, ni en el esfuerzo, ni mucho menos en la moneda.

Como el Elefante Blanco, nuestra república está vacía de ahorro y de capitales. En su interior, sus ocupantes carecen de empleos regulares y, hasta tanto la situación cambie, necesitan de algún sueldo público, alguna pensión y mucha ayuda para subsistir, incluyendo el cobijo solidario de comedores y merenderos.

La cuestión es saber cuándo cambiará la situación. Concretamente, ¿cuándo llegará la inversión necesaria para reconstruir paredes, poner ventanas, instalar sanitarios, colocar cocinas, conectar los servicios, pintar el frente?, ¿cuándo nuestro Elefante Blanco se convertirá en una vivienda digna?

En antiguas épocas, bastaba un discurso en cadena nacional de Alfredo Gómez Morales, Federico Pinedo, Álvaro Alsogaray o Adalbert Krieger Vasena para dar vuelta los mercados con "shocks de confianza" transitorios, pero efectivos en la coyuntura.

Lamentablemente, luego de tantos desmanes contra la seguridad jurídica, la estabilidad institucional y la sacralidad de los contratos; de tanta venalidad, manipulación de la Justicia y del fisco como instrumentos políticos, el precio de recuperar la confianza es elevadísimo. Casi impagable si lo medimos con la vara nacional tan alejada del discurso parlamentario de Churchill, en 1940. Aunque el Elefante Blanco se desmorone, jamás hay consenso para la sanación: restringir el gasto nunca parece oportuno.

Cambiemos optó por un ensayo novedoso: hacer el rodeo gradualista, sabiendo que ni los propios socios radicales ni de la Coalición Cívica tolerarían cortar por lo sano. Intentó una obra reparadora con dinero prestado, en la esperanza de colocar un laurel en el último piso antes de terminar su primer mandato. Pero los cimbronazos financieros dieron por tierra con el gradualismo y segaron el sueño de la rama triunfal.

Existe una creencia difundida de que la economía se recuperará con el simple paso del tiempo, porque siempre ha sido así y aún estamos vivos, aunque haya niños con hambre. Pero en este caso, no ocurrirá. Llegó el momento de la verdad. Ahora sabremos cuánto sacrificio será necesario para que el capital regrese, los argentinos ahorren en pesos y los extranjeros ingresen sus dólares. Un termómetro precario es la insostenible tasa de interés. Pero la recuperación puede lograrse, aunque nunca por inercia o con medias tintas. Es indispensable enviar señales poderosas de cambio respecto de prácticas pasadas. Inversamente proporcionales al daño causado.

Se debate la equidad en la distribución de las cargas ante el ajuste, creyendo que las cosas se van a arreglar solas, superada la coyuntura. Malas noticias: no se van a arreglar solas. Pueden empeorarse solas. Es imperioso recomponer el crédito externo para evitar otro default; no sirven los remiendos pensando que la reactivación caerá del cielo. En ausencia de inversión externa, faltando ahorro doméstico y estando huérfanos de capitales, la única fuerza para sacar a la Argentina del pantano (como a los niños de la gruta) la tienen los sectores competitivos internacionalmente, como el campo, la pesca, la minería o el gas de esquisto.

Se trata de un dilema nada fácil, pero en las crisis el estadista debe distinguir entre las medidas paliativas, para calmar en lo inmediato, de las curativas, que restauran la salud definitivamente. Si se afecta la potencia del agro para mantener el empleo público o los niveles de subsidios, se mejorarán las cuentas en lo inmediato, pero al costo de un daño mayor: la confianza en la palabra del Gobierno, lo cual es mucho más grave pues dilata la expectativa de reactivación: si en la Argentina siempre se privilegia el gasto público, aun en los momentos críticos, "lo mismo nos ocurrirá a nosotros", pensarán los posibles inversores, como en todas las gestiones populistas. La "necesidad y urgencia"; la predisposición a la emergencia y el hábito por la excepción son prácticas que deben erradicarse.

Este dilema, como todos, tiene ribetes de sábana corta: si se mantienen las retenciones para mejorar los ingresos públicos, quedarán los pies a la intemperie y estos nunca se abrigarán, por afectarse la confianza. En nombre de la equidad, no saldremos del círculo vicioso.

Y una vez en esa escena repetitiva, ante la presión social y la impotencia del gobernante, por enésima vez se intentará suplir la ausencia de reactivación genuina con "algo de inflación" para impulsar el consumo. Volviendo al punto de partida, pero con el default golpeando a la puerta, listo para voltear al elefante.

El dilema tiene solución, con un giro copernicano respecto del pasado. Es poner la confianza como objetivo prioritario del esfuerzo nacional. Recordando que no consiste en convencer a una multinacional para instalar una fábrica, sino a los argentinos para que vuelvan al peso. El flujo de capitales indispensable comienza con el destino de los ahorros, grandes y pequeños, de quienes aquí viven. Para dar vuelta la economía no se necesita ir a Davos ni a Qatar ni a Pekín. La confianza está al alcance de la mano y la prosperidad, también.

Solo exige que la dirigencia esté dispuesta a pagar el costo político de jugar nuestro destino a las actividades que pueden impulsar el crecimiento, dejando por el momento otros objetivos que lo detendrán, por más equitativos que parezcan. Pues, de lo contrario, en nombre de la equidad, será inevitable la demolición completa del Elefante Blanco.