Por Nélida Baigorria
Los últimos episodios de violencia juvenil que han tenido como escenario el ámbito escolar han provocado en grandes sectores de la sociedad una profunda inquietud rayana en el asombro, la tristeza y el miedo, todo lo cual induce a un análisis muy severo y reflexivo acerca de los orígenes de este trágico estallido que responde, sin duda, no a una circunstancia intempestiva emocionan, sino a un proceso de lenta sedimentación, a través del tiempo, pero que irrumpe de pronto con fuerza. Ha alcanzado su límite, luego de haberse manifestado con señales bien evidentes que, sin embargo, no suscitaron mayor preocupación en quienes tienen la responsabilidad de educar a la niñez y a la juventud, razón por la cual nuestro país hoy casi se homologa con los que aterran al mundo por el vandalismo escolar.
Los maestros que consagramos nuestra vida profesional al aula, en contacto permanente con la adolescencia, vaticinamos con absoluta convicción que nos acercábamos a un abismo de insondable profundidad. Ninguna voz oficial, en cambio, advertía que entrábamos en un terreno de alto riesgo para el futuro de varias generaciones de argentinos. Por el contrario, cada nueva gestión educativa, como si se tratara de un torneo deportivo, procuraba incentivar los recursos de la demagogia y, en nombre de esa falacia de la escuela inclusiva, aceptaba los trastornos de conducta, dejaba sin sanciones a los infractores y lograba que las clases se transformaran en un pandemonio, donde todo quedaba impune.
Hace nueve años, con el título de “Las trampas del facilismo”, La Nación, el 5 de marzo de 1999, publicó un trabajo mío, elaborado en 1996. Por entonces, sólo parecía agorero, pero contenía datos (que corroboró el tiempo) sobre cuáles eran las esencias del facilismo, sus tácticas operativas aviesas y su fin último: formar al hombre mediocre, dócil sostén de las dictaduras y los populismos demagógicos disfrazados con ropaje seudodemocrático.
Lo expresé así: “El facilismo es el desiderátum de la demagogia. La formación del hombre lábil, opaco y acrítico, incapaz de comprender y evaluar los procesos sociales y políticos profundos es el sólido basamento de las dictaduras o de las seudodemocracias populistas. El facilismo homologa a maestros y alumnos para el intercambio de saberes; reduce la función del docente a la de un coordinador de panelistas en una mesa redonda entre pares; llama autoritarismo a las normas esenciales de respeto recíproco exigidas para una armoniosa convivencia en el aula y en la escuela; establece criterios de evaluación reñidos con elementales niveles de competencia; niega la necesidad de continuar en la casa la tarea iniciada en clase, descalifica, humilla y pauperiza al docente mientras procura apoyarse en planteles laxos y adocenados; proscribe el imperativo ético del deber ser y consagra finalmente el dogma fascista; el Duce tiene siempre razón, con la nueva fórmula: el alumno tiene siempre razón, aunque se trate de un insulto al un profesor o de la amenaza con una sevillana”.
La responsabilidad de la educación en este desarme moral que hoy azota a la escuela argentina no puede agotarse en el simple enunciado de hechos que le son propios. Para comprenderla en su aterradora dimensión, es preciso complementarla con las responsabilidades de los padres garantistas que permiten a sus hijos el uso de una libertad sin rendición de cuentas, a sabiendas de que, por leyes biológicas, su capacidad de discernimiento no ha logrado su plenitud.
Mi condición de maestra me ha impuesto, ante la oleada de violencia que tiene por marco el ámbito escolar, enfocar en primer término la responsabilidad que les cupo a las políticas educativas sustentadas por el facilismo, lo cual no obstruye que en futuros trabajos analice los demás factores: padres permisivos, medios de difusión y otros que tanto coadyuvan para bloquear el rumbo ético en la vida de niños y jóvenes, los de hoy y los de mañana. Es decir, un futuro hipotecado para los tiempos.
(Extractado de: La Nación, 22-4-08, p. 17)