martes, 6 de mayo de 2008

Solidaridad y subsidiaredad


Benedicto XVI: La solidaridad y la subsidiariedad auténticas
Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
3-5-08


Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

señoras y señores:

Me alegra tener la ocasión de encontraros durante vuestra 14ª Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales. En los últimos veinte años, la Academia ha ofrecido una preciosa contribución en la profundización y en el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia y en su aplicación en las áreas del derecho, de la economía, de la política y de otras ciencias sociales. Agradezco a la profesora Margaret Archer las amables palabras de saludo que me ha dirigido y os expreso mi sincero aprecio por el profuso compromiso en la investigación, en el diálogo y en la enseñanza para que el Evangelio de Jesucristo pueda seguir iluminando situaciones complejas de este mundo en veloz cambio.

En la elección del tema «Perseguir el bien común: cómo solidaridad y subsidiariedad pueden trabajar juntas», habéis decidido examinar la interrelación de cuatro principios fundamentales de la doctrina social católica: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 160-163). Estas realidades clave, que emergen del contacto directo entre el Evangelio y las circunstancias sociales concretas, constituyen una base para identificar y afrontar los imperativos de la humanidad al alba del siglo XXI, como la reducción de las desigualdades en la distribución de los bienes, la extensión de las oportunidades de educación, la promoción de un crecimiento y de un desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente.

¿Cómo pueden trabajar juntas la solidaridad y la subsidiariedad en la búsqueda del bien común de un modo que no sólo respete la dignidad humana, sino que le permita también prosperar? Éste es el punto principal que os interesa. Como ya han demostrado vuestros debates preliminares, una respuesta satisfactoria podrá surgir sólo después de un atento examen del significado de los términos (cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, capítulo 4). La dignidad humana es un valor intrínseco de la persona creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo. El conjunto de las condiciones sociales que permiten a las personas realizarse colectiva e individualmente es el bien común.

La solidaridad es la virtud que permite a la familia humana compartir en plenitud el tesoro de los bienes materiales y espirituales y la subsidiariedad es la coordinación de las actividades de la sociedad en apoyo de la vida interna de las comunidades locales.

Con todo, estas definiciones no son más que el comienzo y sólo pueden comprenderse adecuadamente si se vinculan orgánicamente unas a otras y se consideran como apoyo recíproco. Al inicio podemos esbozar las interconexiones entre estos cuatro principios situando la dignidad de la persona en el punto de intersección de dos ejes, uno horizontal, que representa la "solidaridad" y la "subsidiariedad", y uno vertical, que representa el "bien común". Ello crea un campo en el que podemos trazar los diversos puntos de la doctrina social católica que forman el bien común.

Si bien esta analogía gráfica nos ofrece una imagen aproximada de cómo estos principios son imprescindibles los unos de los otros y están necesariamente interconectados, sabemos que la realidad es más compleja. En efecto, las profundidades insondables de la persona humana y la maravillosa capacidad de la humanidad de comunión espiritual, realidades éstas plenamente desveladas sólo a través de la revelación divina, superan con mucho la posibilidad de representación esquemática. En cualquier caso, la solidaridad que une a la familia humana y los niveles de subsidiariedad que la refuerzan desde dentro deben situarse siempre en el horizonte de la vida misteriosa del Dios Uno y Trino (cfr. Jn 5, 26; 6, 57), en quien percibimos un amor inefable compartido por personas iguales, aunque distintas (cfr. Summa Theologiae, I, q. 42).

Amigos: os invito a permitir que estas verdades fundamentales empapen vuestras reflexiones: no sólo en el sentido de que los principios de solidaridad y subsidiariedad sean indudablemente enriquecidos por nuestra fe en la Trinidad, sino en particular en el sentido de que tales principios tienen la potencialidad de situar a los hombres y a las mujeres en el camino que conduce al descubrimiento de su destino último y sobrenatural. La natural inclinación humana a vivir en comunidad es confirmada y transformada por la "unidad del Espíritu" que Dios ha conferido a sus hijas e hijos adoptivos (cfr. Ef 4, 3; 1 P 3, 8). En consecuencia, la responsabilidad de los cristianos de trabajar por la paz y por la justicia y su compromiso irrevocable por el bien común son inseparables de su misión de proclamar el don de la vida eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y mujer. Al respecto, la tranquillitas ordinis [tranquilidad en el orden. Ndt] de la que habla san Agustín se refiere a "todas las cosas", tanto a la "paz civil", que es "concordia entre los ciudadanos", como a la "paz de la ciudad celeste", que es "disfrute armonioso y ordenado de Dios, y recíproco en Dios" (De Civitate Dei, XIX, 13).

Los ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y celeste se compenetran y están intrínsecamente ordenadas la una a la otra en cuanto pertenecen ambas a Dios, el Padre, que está "por encima de todos, actúa por medio de todos y está presente en todos" (Ef 4, 6). Al mismo tiempo, la fe evidencia más la legítima autonomía de las realidades terrenas que han recibido "la propia estabilidad, verdad, bondad, sus leyes propias y su orden" (Gaudium et spes, n. 36).

Por lo tanto estad seguros de que vuestros debates estarán al servicio de todas las personas de buena voluntad y de que contemporáneamente inspirarán a los cristianos a cumplir con mayor prontitud su deber de mejorar la solidaridad con sus propios conciudadanos y entre sí y a actuar basándose en el principio de solidaridad, promoviendo la vida familiar, las asociaciones de voluntariado, la iniciativa privada y el orden público que facilita el correcto funcionamiento de las comunidades básicas de la sociedad (cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 187).

Cuando examinamos los principios de solidaridad y subsidiariedad a la luz del Evangelio, comprendemos que no son sencillamente "horizontales": ambos poseen una esencial dimensión vertical. Jesús nos exhorta a hacer a los demás lo que querríamos que se nos hiciera a nosotros (cfr. Lc 6, 31), a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Mt 22, 35). Estos mandamientos están inscritos por el Creador en la propia naturaleza humana (cfr. Deus caritas est, n. 31). Jesús enseña que este amor nos exhorta a dedicar nuestra vida al bien de los demás (cfr. Jn 15, 12-13). En este sentido la solidaridad auténtica, si bien comienza con el reconocimiento del igual valor del otro, se realiza sólo cuando pongo voluntariamente mi vida al servicio del otro (cfr Ef 6, 21). Ésta es la dimensión "vertical" de la solidaridad: soy impulsado a hacerme menos que el otro para satisfacer sus necesidades (cfr. Jn 13, 14-15), precisamente como Jesús "se humilló" para permitir a los hombres y a las mujeres participar en su vida divina con el Padre y el Espíritu (cfr. Flp 2, 8; Mt 23, 12).

De igual forma, la subsidiariedad, que alienta a hombres y mujeres a instaurar libremente relaciones dadoras de vida con quienes están más próximos y de los que dependen más directamente, y que exige de las más elevadas autoridades el respeto de tales relaciones, manifiesta una dimensión "vertical" orientada al Creador del orden social (cfr. Rm 12, 16, 18). Una sociedad que honra el principio de subsidiariedad libera a las personas de la sensación de desconsuelo y de desesperación, garantizándoles la libertad de comprometerse recíprocamente en los ámbitos del comercio, de la política y de la cultura (cfr. Quadragesimo anno, n. 80). Cuando los responsables del bien común respetan el deseo humano natural de autogobierno basado en la subsidiariedad, dejan espacio a la responsabilidad y a la iniciativa individual, pero sobre todo dejan espacio al amor (cfr. Rm 13, 8; Deus caritas est, n. 28), que sigue siendo siempre "la mejor vía de todas" (1Co 12, 31).

Al revelar el amor del Padre, Jesús nos ha enseñado no sólo cómo vivir como hermanos y hermanas aquí, en la Tierra, sino también que Él mismo es el camino hacia la comunión perfecta entre nosotros y con Dios en el mundo futuro, pues es por medio de Él que "podemos presentarnos al Padre en un solo Espíritu" (cfr. Ef 2, 18). Mientras trabajáis para elaborar formas con las que los hombres y las mujeres puedan promover lo mejor posible el bien común, os animo a sondear las dimensiones "vertical" y "horizontal" de la solidaridad y de la subsidiariedad. De tal manera, podréis proponer modalidades más eficaces para resolver los múltiples problemas que afligen a la humanidad en el umbral del tercer milenio, testimoniando también la primacía del amor, que trasciende y realiza la justicia pues orienta a la humanidad hacia la vida auténtica de Dios (cfr. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004).

Con estos sentimientos, os aseguro mis oraciones y extiendo de corazón mi Bendición Apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos como prenda de paz y de alegría en el Señor Resucitado.

[Traducción del original en inglés por Marta Lago.
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]