lunes, 30 de junio de 2008

Declaración de la Academia Nacional de Derecho

26/06/08

"La Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, en cumplimiento de los fines que le impone el art. 2º, inc. 3º) de su Estatuto, no puede permanecer al margen ni ignorar las graves vicisitudes sociales, políticas y económicas que afronta la Nación debido a la creciente desarticulación del sistema institucional establecido por la Ley Fundamental, máxime advirtiendo que su grado de intensidad es, quizás, el más elevado que se registra en el curso de los últimos 25 años.
El apartamiento del mensaje constitucional, forjado por quienes organizaron la República, no se percibe en un acto aislado. En varias oportunidades la Academia destacó la presencia de una serie de sucesos que conforman eslabones de una cadena que, retirándose paulatinamente del camino de transición a la democracia iniciado en 1983, acarrean un retroceso preocupante que desemboca en una transición al caos institucional y consecuente autoritarismo.
Uno de tales eslabones se manifiesta en el conflicto social suscitado recientemente con motivo de las retenciones impuestas a la exportación de productos agropecuarios, y que perturba seriamente la paz social.
Las retenciones son derechos o impuestos de exportación reglados por el art. 724 y siguientes del Código Aduanero sancionado por la Ley Nº 22.415 publicada el 2 de marzo de 1981. Esa ley, si bien tipifica la contribución, determina el hecho imponible y prevé al sujeto pasivo, faculta al Poder Ejecutivo para fijar, en forma directa o implícita, el monto del gravamen que es uno de los elementos esenciales del tributo.
Sin embargo, todos los elementos que componen un impuesto deben ser inexorablemente establecidos por ley del Congreso. Así lo disponen los arts. 4, 16 y 75, inc. 1º, de la Constitución Nacional. Este último categóricamente establece que corresponde al Congreso: "Legislar en materia aduanera. Establecer los derechos de importación y exportación, los cuales, así como las evaluaciones sobre las que recaigan, serán uniformes en toda la Nación".
Solamente el Congreso, actuando como Cámara de origen la de Diputados (art. 52 CN), está habilitado para imponer derechos fiscales, impuestos, tasas y contribuciones. Se trata de una potestad del órgano legislativo, cuya consagración se remonta a la Carta Magna Inglesa de 1215 y que fue incorporada a todos los textos constitucionales forjados por el secular movimiento constitucionalista. Así, en nuestro país, desde el mismo 25 de mayo de 1810, el órgano ejecutivo fue privado de la potestad de imposición tributaria, y tal determinación fue reiterada en todos los antecedentes constitucionales anteriores a la organización nacional concretada con la Constitución de 1853/60.

Resulta, constitucionalmente, inadmisible que el Poder Ejecutivo se arrogue atribuciones propias del Congreso estableciendo el monto de un impuesto, pues tal solución sólo sería viable si el legislador estableciera montos máximos y mínimos razonables, autorizando al Presidente de la República a variar su determinación entre ellos, tal como acontece con la Ley del Impuesto al Valor Agregado. La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha establecido desde 1922 hasta la fecha que un impuesto o la acumulación de éstos que supere un tercio de la renta es manifiestamente confiscatoria y violatoria de los derechos y garantías establecidos en la primera parte de la Constitución Nacional.
Sin embargo, la inobservancia de semejante regla elemental por el Código Aduanero y el Poder Ejecutivo, permiten sostener la inconstitucionalidad de las retenciones impuestas que, ni siquiera, pueden provenir de un decreto de necesidad y urgencia o de una legislación delegada (arts. 76 y 99, inc. 3º, CN). Menos aun pueden ser establecidas por una resolución ministerial considerando que, el art. 103 de la Constitución Nacional, prohíbe a los ministros dictar resoluciones que no conciernan al régimen económico y administrativo de sus respectivos departamentos.
La Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires considera que el citado conflicto social es consecuencia del incumplimiento de las normas constitucionales. Si su tratamiento hubiera sido sometido a la consideración del Congreso, con el consiguiente debate público, requerimiento de opiniones a los sectores involucrados y emisión de juicios por parte de los grupos sociales de opinión pública, se habría dado fiel cumplimiento al principio de legalidad fiscal, sin perjuicio del cuestionamiento que, en algún caso particular, se pudiera efectuar ante el Poder Judicial. Pero, la legalidad y el debate público republicano impuestos por la Constitución, habrían privado de toda licitud y legitimidad a los factores desencadenantes del conflicto

El grave deterioro del sistema institucional que diluye la firmeza propia de un auténtico Estado de Derecho no es consecuencia del problema suscitado por la imposición inconstitucional de las retenciones a la exportación de productos agropecuarios. Es, tan sólo, el último de los eslabones de una desafortunada cadena compuesta por medidas y conductas cuya rectificación se impone para concretar los grandes objetivos de la Constitución Nacional: la libertad responsable, la dignidad y el progreso de los habitantes del país.
En este marco, resulta preocupante la inoperancia del Congreso de la Nación en el ejercicio de su función de control sobre el Poder Ejecutivo. Si bien es comprensible que los legisladores guarden fidelidad a las directivas que emanan de los grupos políticos que integran, sobre ella se impone la fidelidad que se debe al pueblo y que está conformada por el logro del bien común a la luz de una política gubernamental arquitectónica. Deben tener conciencia, a igual que todos los funcionarios gubernamentales que, en el ejercicio de sus mandatos, están obligados a reconocer la supremacía de esa política sobre la política agonal.
La doctrina de la separación de las funciones del poder estatal, esbozada por Locke, formulada por Montesquieu y complementada por Loewenstein, es una de las garantías fundamentales para la manifestación de una república y una convivencia democrática. El respeto hacia esa separación y a su digna sustentabilidad, garantizando asimismo el funcionamiento eficiente de todos los órganos de control, es condición ineludible de un sistema político democrático constitucional que, si bien puede presentar falencias, es el más eficiente que se conozca para salvaguardar la libertad y dignidad del ser humano.

La vigencia de esa doctrina no se compadece con la permisividad del Congreso frente a la emisión arbitraria e injustificada de innumerables decretos de necesidad y urgencia dictados por el Poder Ejecutivo, muchos de ellos sin dar cumplimiento a las condiciones establecidas por el art. 99, inc, 3º de la Constitución. Corresponde, retomando plenamente su función legisferante, que el Congreso se ajuste al art. 82 de la Ley Fundamental y que, a la brevedad, se expida sobre el rechazo, tácito o expreso, o la aprobación de tales decretos soslayando la ausencia de un plazo a tal fin, omitido incomprensiblemente por el art. 22 de la Ley Nº 26.122.
Para fortalecer el control del Congreso sobre el Poder Ejecutivo, el Art. 101 de la Constitucional ordena que el Jefe de Gabinete debe concurrir mensualmente y de manera alternativa a cada una de sus Cámaras para informar sobre la marcha del gobierno. Sin embargo, el incumplimiento de esta cláusula durante el último lustro es manifiesto. Ni el Jefe de Gabinete cumple con su deber institucional ni las Cámaras del Congreso le exigen que honre el texto constitucional. Tal situación cercena ese control fundamental, impidiendo que los integrantes de las minorías congresuales, algunos miembros de la mayoría y el pueblo puedan conocer las razones determinantes de ciertos actos de gobierno, sus proyectos y medios para concretarlos.

Situación similar se presenta con las reuniones de gabinete de ministros impuestas por el Art. 100, inc. 5º, de la Ley Fundamental. Ellas no son convocadas por el Jefe de Gabinete, y mucho menos presididas por el titular del órgano ejecutivo como, en principio y como regla general, lo impone esa norma.
Tampoco resulta razonable que, durante más de seis años, subsista la legislación de emergencia contemplada en el Art. 76 de la Constitución, que ha permitido una expansión, por cierto riesgosa, de la función ejecutiva del gobierno. En un Estado de Derecho, el estado de emergencia es una situación excepcional y limitada en el tiempo, porque la vida de los pueblos presupone la manifestación de crisis, cuya envergadura es variable, que deben ser resueltas con inteligencia, procurando resguardar los derechos y garantías, y no mediante el sobredimensionamiento de un órgano del poder.
Esa tolerancia injustificada del Congreso, que trae aparejada una importante concentración del poder en el órgano ejecutivo del gobierno, explica la desafortunada legislación presupuestaria que otorga amplias y desmesuradas facultades al Jefe de Gabinete para decidir sobre el destino que corresponde asignar a las partidas presupuestarias.
En síntesis, el hiperpresidencialismo gestado por la pasividad del Congreso, está determinando una continua y creciente absorción de funciones legislativas por el Presidente de la República en desmedro de la garantía que configura la separación de las funciones del poder estatal. A esta situación patológica, se añade el paulatino deterioro de la estructura del Poder Judicial generado por el Poder Ejecutivo con la necesaria colaboración del Congreso y el Consejo de la Magistratura

A la morosidad del Consejo de la Magistratura en la selección de las ternas de candidatos a jueces, se añade la indefinición del Poder Ejecutivo en la selección de uno de sus integrantes para, previo acuerdo del Senado, asignarle la cualidad de juez natural de la Constitución. Esa morosidad y esa indefinición han determinado la existencia de numerosas vacantes en la titularidad de los juzgados y tribunales de alzada que perturban el eficaz desempeño del Poder Judicial. Tales actitudes conspiran contra la excelencia que tradicionalmente imperó en el Poder Judicial sin que, en modo alguno, pueda considerarse como una solución satisfactoria la sanción reciente de la Ley Nº 26.376 sobre subrogancias. Es que, de mantenerse la situación actual, existe el riesgo serio y cierto de que la mayoría de las vacantes se cubran con subrogantes elegidos por el Poder Ejecutivo en función de sus objetivos políticos, transformando un régimen de excepción en una regla general que dista de adecuarse a nuestro sistema constitucional.
No escapa a esta crítica el funcionamiento del Consejo de la Magistratura. A su ausencia de agilidad, fruto de una endeble reglamentación legislativa e interna, se añaden las circunstanciales presiones ejercidas sobre algunos magistrados judiciales para que el contenido de sus sentencias se ajuste a ciertas líneas políticas.
Esa lesiva intromisión para la independencia del Poder Judicial acarrea un margen preocupante de inseguridad en jueces probos, precipitando un éxodo de ellos mediante la renuncia a sus cargos. Considerando el lapso que insume la formación de un buen magistrado judicial, resulta incongruente desde el punto de vista institucional que se precipite su alejamiento del Poder Judicial cuando alcanza la aptitud ideal para el eficiente desempeño de su cargo.
Pero, al margen de la presión sobre los jueces ejercida por algunos integrantes del Consejo de la Magistratura y que, públicamente, fue avalada por integrantes del Poder Ejecutivo, se opera también una ilegítima presión sobre algunos funcionarios administrativos de ese organismo que ha concluido con la renuncia de alguno de ellos. Tal el caso del ex secretario del Consejo, doctor Pablo Hirschmann, funcionario de carrera que registra antecedentes intachables a lo largo de su extensa trayectoria en el Poder Judicial.

La estructura del sistema institucional establecido por la Constitución presenta, como objetivos fundamentales e imperecederos, abogar por la plena vigencia de la libertad, la dignidad y el progreso de la sociedad y cada uno de sus integrantes. El logro de tan nobles objetivos, comunes a todas las democracias contemporáneas consolidadas, impone una especie particular de cultura forjada por la tolerancia, el pluralismo, la convivencia armónica y la seguridad, que consolidada la paz que añora toda sociedad.
Sin embargo, la serie de eslabones que conforman la cadena a que hemos hecho referencia, impiden la manifestación de aquellos elementos en la sociedad actual. La intolerancia de ciertos sectores gubernamentales y de grupos de presión fomentados por ellos es manifiesta y se traduce en actos de violencia cuya impunidad es sugestiva. Grupos utilizados con el deliberado propósito de producir divisiones en la sociedad argentina, transformando a los adversarios en enemigos. Se procura socavar el tradicional pluralismo argentino descalificando a quienes expresan un pensamiento que difiere del gubernamental.
No se opera un intercambio y confrontación de ideas en el cual se impone la razón, sino el rechazo arbitrario del disenso mediante el agravio, y si es conveniente, acudiendo a la fuerza. La intolerancia, que destruye al pluralismo democrático, se extendió a los medios de prensa y periodistas que adoptan una postura crítica frente a ciertos actos gubernamentales o presuntos hechos delictivos que involucran a funcionarios públicos.
Otro tanto mediante el proyecto de crear un observatorio oficial de los medios de prensa y de modificar la ley de radiodifusión sin un amplío y previo debate público que permita definir una normativa en función del interés general y no meramente del interés político gubernamental.
Desprovista de tolerancia y pluralismo, la convivencia social jamás podrá ser armónica ni democrática, y, por añadidura, jamás podrá ser un medio idóneo para alcanzar los objetivos de libertad, dignidad y progreso que la Constitución Nacional aspira a que realicen quienes acceden a los cargos gubernamentales. La división de la sociedad, el temor y la inseguridad, el odio, y por añadidura la ausencia de una convivencia pacífica, son los anticuerpos que impiden la concreción de las metas constitucionales.

Los eslabones de la cadena que precipita el grave deterioro institucional de la República no se agotan con los descriptos. A ellos se añaden muchos más, como la creciente inseguridad de los habitantes, víctimas de hechos delictivos; la insuficiente prevención por parte de las fuerzas de seguridad; los niveles insatisfactorios en materia de educación y salud pública; el incumplimiento efectivo e inmediato de las prestaciones jubilatorias; la ausencia de un plan de viviendas que satisfaga la dignidad que merecen quienes habitan asentamientos precarios; la defensa del valor de la moneda, rectificando las causas que originan la inflación y el aumento del costo de vida; promover las inversiones con exenciones impositivas y otros estímulos y garantías; fomentar las exportaciones; afianzar el federalismo garantizando la autosuficiencia económica de las provincias mediante la sanción de la tan anhelada ley convenio en materia fiscal; estructurar la reorganización de los partidos políticos y no confundirlos con las facciones políticas.
Todas ellas son materias pendientes, expresamente impuestas por la Constitución Nacional, que correspondería abordar en forma progresiva y orgánica para que la democracia sea real, y no meramente formal. Para que el proceso de degradación institucional sea suplantado por el que marca la Ley Fundamental para el logro de sus nobles y concretos objetivos".

Santos Cifuentes Académico Secretario y Julio César Otaegui Académico Presidente