escribe Serenella Cottani
para JorgeAsísDigital
SANTIAGO DEL ESTERO (de nuestra corresponsal itinerante, S.C.).- Zamora, El Gran Tacuchador, ”tacuchó” la provincia. Es decir, taponó con votos el camino de Santiago. Aplastó al “resto del mundo”, la abnegada oposición. Hasta pisarla. Tacucharla de boletas.
Por primera vez en su historia, el peronismo, ostensiblemente destruido, no pudo presentar, en Santiago del Estero, un candidato a gobernador.
El Movimiento, otrora invencible, aquí sólo despuntó, sin menores esperanzas, como una inservible colectora.
Gerardo Zamora, el gobernador reelecto, es el más pragmático de los “radicales kash”.
Se comió, solo, a las cucharadas soperas, la totalidad del tarro de dulce de leche. Como sarcásticamente lo sostuvo cierto impetuoso empresario, que hoy no tiene otra alternativa que apoyarlo. Igual que tantos santiagueños que sobreviven entre el colectivo latrocinio. Como otros melancólicos sin aspiraciones, que medran la diaria, entre la decadencia.
Zamora es el exponente que superó los métodos arcaicos del caudillismo. Impuso la esquizofrenia de un ”neojuarismo kirchnerista”, pero en versión radical. Justamente en un terruño de fantasía, que haría empalidecer a Rulfo, a la medida de García Márquez. Con códigos de conducta que podrían atormentar el raciocinio de Beatriz Sarlo, la serenidad de Kovadloff. Podrían inspirar una novela de Abel Posse.
Con sobrada solvencia, Zamora es el Pichón de Kirchner. Ocupó el espacio vacante de poder. La profundidad del claro. Del boquete producido por la declinación biológica del caudillo inspirador. Don Carlos Juárez. El “maestro” peronista de Kirchner. Y del propio Zamora.
Durante medio siglo, desde que no era viejo, el “viejo Juárez” signó los destinos de esta provincia surreal.
En Santiago, donde la traición suele ser natural. Como la religiosidad de la siesta.
Reverencias entonces al Gran Tacuchador, Gerardo Zamora. El cordobés que se hizo dueño de Santiago del Estero. Logró la hazaña de desalojar a los suplicantes peronistas mayoritarios. Hasta someterlos.
Legitimó el atragantamiento con el dulce de leche. Con el 85 por ciento de aprobación electoral, es asombrosamente irreprochable. Vayan loas.
Sucesión de deslealtades
En la cafetería del Hotel Coventry aún puede hurgarse sobre los motivos de la dolorosa autodestrucción del peronismo provincial. El desmoronamiento fue generador del fenómeno Zamora.
Abundan, por doquier, los medradores que prefieren echan las culpas plácidas sobre el “viejo Juárez”. Por su metodología, anticipatoriamente kirchnerista, de construcción de poder. Inspirado en el acaparamiento de poder personal. En sintonía simultánea con la imposibilidad del crecimiento de cualquier otro.
Los proyectos ajenos -para Juárez o Kirchner- deben ser cortados de raíz.
En el 2004, Zamora le ganó la batalla por la gobernación al Pepe Figueroa. El menemista de Kirchner. Téngase en cuenta que el peronismo entonces existía. Dato elemental que sirve para aludir a la sucesión de deslealtades escalonadas. Para la antología escogida de las volteretas acrobáticas. Denominadas, durante los prejuicios de la antigüedad, traiciones.
El Pepe Figueroa fue el candidato justicialista, después de ganarle la interna a José María Cantos. Pero Cantos desistió de adherir a la tesitura telúrica. Antigualla que indica que “el que gana conduce y el que pierde acompaña”.
Juntamente con Juárez, también Cantos mandó a votar por el radical Zamora. El objetivo era terminar con el Pepe Figueroa, el menemista precipitadamente kirchnerizado.
Para lograr la extinción política del Pepe, no hacía falta acabar, en Santiago, de raíz, con la superstición del peronismo.
Por entonces Zamora era un cuadro que se reportaba al senador Zavalía.
Trátase de aquel político radical, llamativamente estrafalario, que hacía las campañas a caballo.
Zavalía había sido intendente de Santiago, la capital, con un vice que entonces era poco más que su empleado.
Un tal Gerardo Zamora. Que produce, una vez electo, el alejamiento, admirablemente oportuno, de Zavalía.
Hoy Zavalía es otro que pasa casi inadvertido, entre la fila de sus derrotados.
Radical Kash
Muy poco tardó Zamora en hacerse kirchnerista. Por conveniente necesidad. Es el ejemplo admirable del Radical Kash. Porque debía gobernar la provincia. Razonablemente aceptable era apoyarse en la contabilidad nacional. En Kirchner. Es decir, aferrarse a la nutrición insaciable de su caja. Hasta recibir, incluso, para las arcas de la provincia, una gran consumidora de coparticipación, dinero de más. Para destinos investigables.
Mientras tanto, Kirchner diseñaba la utopía de la Concertación. Y con Zamora, en la maltratada provincia, se consolidaba la cultura del latrocinio. En una versión flamante, aún no estudiada en la magnitud de su precariedad.
En la cafetería del Coventry, como en la cafetería del Hotel Carlos V, como en cualquier bolichón santiagueño donde impere la lenta resignación y el abatimiento, nadie ignora los detalles de la corrupción estructural. Sistema altamente desfachatado, que alcanza, ante la global indiferencia, la perfección.
A juzgar por los relatos, las irregularidades dictan su espectáculo olímpicamente deplorable, para desmenuzar en otro despacho, con menores urgencias. Se registra el show ante el desdén de una sociedad complaciente, moralmente entregada. A la que no puede reprochársele su decisión inteligente de convivir, con tal de mantenerse, con la cotidianeidad que ya no alarma. Y que debiera inspirar una novela de Posse. Con mayor densidad que la violenta adjetivada de la crónica.
Peronismo a la carta
Conste que “el viejo Juárez”, cuando aún estaba lúcido, y por expresa indicación de Duhalde, fue el primer gobernador que se pronunció a favor de Kirchner. Debió hacerle caso a las sabias advertencias de la Nina. Su esposa. Nina Aragonés de Juárez también fue gobernadora.
Los Kirchner plagiaron, a los Juárez, hasta semejante detalle del cesarismo conyugal.
En aquel 2003 se ofrecía un menú popular, con entrada y postre. Tres candidatos del peronismo a la carta. Legitimados en el gastronómico Congreso de Lanús.
Kirchner arrastraba el mérito socialmente favorable de ser un desconocido. Aparte estaba Menem, demasiado conocido. Al que Juárez y Duhalde, al unísono, emotivamente detestaban. Y complementaba el simpático Adolfo Rodríguez Saa, al que respetaban menos.
Aún se recuerda, entre las mesas del Coventry, cuando Kirchner vino a Santiago. Y trató, abiertamente, de Maestro, al “viejo Juárez”. Para colmo Kirchner no mentía. Porque había aplicado una versión usada del método juarista, para gobernar Santa Cruz. Durante doce años.
Sin embargo, en cuanto Kirchner fue presidente, aprovechó las secuelas de un crimen. Para abandonar, por su reconocido carácter solidario, al Maestro. E intervenirle, con crueldad, la provincia.
El fiscal Lanusse, como Interventor en Santiago, superó la hazaña de ser peor evocado que Schiaretti, el actual gobernador de Córdoba. Schiaretti también fue interventor, en el infortunio de otra instancia de esta provincia, implacablemente desangelada.
Altibajos
Altibajos del juego de acercamientos y alejamientos.
Analistas desorientados de Buenos Aires interpretan la contundente victoria de Zamora como un triunfo oxigenante para el kirchnerismo. Lo demuestra la sonrisa diáfana del desperdiciado ministro Randazzo, que vino a fotografiarse.
Debiera registrarse, tal vez, esta elección, como el preludio de dos traiciones inexorablemente recíprocas.
Porque Zamora le tomó el dinero, que es el máximo capital moral de Kirchner. Pero de ningún modo le aceptó llevar, por ejemplo, un vicegobernador, que le respondiera a Kirchner.
Por lo tanto Zamora se prepara, sigilosamente, según nuestras fuentes, para volver a ser otro radical sin aditamentos. Desprenderse paulatinamente del Kash, con cuatro años asegurados en el bolso. Para alegría, en primer lugar, de la causa estrictamente personal de su segundo suegro. El doctor Ledesma Patiño, a quien, desde el Portal, se felicita.
Como así también se felicita al ministro de gobierno, el paisano Neder.
Para continuar con la generosidad, también debe celebrarse la algarabía del próspero señor Alegre. Es el intendente de Santiago, que exhibe francamente sus progresos ostensibles.
Como se exhibe en la ciudad, jactanciosamente, la Alameda de las Palmeras. Sobre la costanera del Río Dulce. Palmeras bellas, pero carísimas, que fueron abonadas por la caja inagotable del Gorro Frigio.
Palmeras que brindan la suavidad poética del fresco que incita, a la hora de la siesta, o a la del crepúsculo, a aceptar, apaciblemente, sin chistar, la cultura del latrocinio. Y a ignorar la pasión, contagiosamente furtiva, por el generalizado sobreprecio.