Por Joaquín Morales Solá
El kirchnerismo, como ciclo político histórico, está terminado. El concepto, claro y concluyente, lo desgranó un gobernador de anteriores e inocultables simpatías con los Kirchner. Un año bastó para que la comunidad política dejara de hablar de los intentos de perpetuidad de un líder y comenzara a debatir sobre la construcción de nuevos liderazgos, dentro y fuera del peronismo. Algunos errores políticos han sido grandes y evidentes en el año en que la estirpe gobernante estuvo permanentemente en peligro. Pero, ¿la culpa de semejante mutación es de los errores puntuales o lo es, en cambio, de un estilo de gobernar y de vivir?
Se ha recurrido mucho a distintas encuestas para explicar el derrumbe. No es necesario repetirlas. Los Kirchner son los líderes políticos menos populares de América latina. Punto.
No se llega hasta ahí por caminos fáciles. La necesidad o la confusión han creado una situación excéntrica. Gobierna un ex presidente sin funciones. La Presidenta en ejercicio casi no gobierna. Un gabinete de políticos grises ronda por las antecámaras. Una sociedad incómoda observa ese espectáculo desconocido de un poder preocupado más por los medios de comunicación que por las cosas concretas. Cristina Kirchner ha inaugurado, incluso, un estilo inédito hasta en el gobierno de su esposo: ahora también reprende a los ministros desde el atril. Una práctica autoritaria se desprende de ese hábito.
Néstor Kirchner no es un dictador, en el sentido que pareció calificarlo Elisa Carrió, porque no gobierna una dictadura. Una dictadura es un sistema demasiado doloroso como para usarlo para describir cualquier realidad. Pero es el jefe autoritario de un equipo de hombres sumisos. Ese es el aspecto de Kirchner que Carrió quiso subrayar y, en ese sentido, no le faltó razón. Las rodillas de los ministros empiezan a temblar cuando ellos van a Olivos. Kirchner nunca consulta; sólo da órdenes. No perdona a sus adversarios ni siente clemencia hacia ellos. Su dialéctica amigo/enemigo y su discurso binario significan, al mismo tiempo, fracturas sociales constantes.
Kirchner es un dirigente de fragmentaciones en lo político, populista en lo económico y hegemónico en su visión del control de la administración y del poder. No es casual que los únicos funcionarios con poder real sean los soldados ciegos de una causa confusa y contradictoria.
Por ahora, a todos les aguarda, incluso a la Argentina, un largo viaje por la meseta de la escasez y el estancamiento, luego de que la crisis haya tocado fondo. Kirchner está acostumbrado sólo a las buenas noticias. No las hay. Nunca antes (ni como intendente ni como gobernador ni como presidente) había conocido la derrota. La descubrió cuando se la asestó un sector social que no conoce, los productores del fértil campo argentino, con los que acaba de reiniciar el viejo combate. La experiencia no le enseñó nada: su temperamento es más fuerte que cualquier necesidad política.
Ese es, en efecto, su rasgo cardinal, el que apresuró el final irremediable de un ciclo político.
(Extractado de: La Nación, 28-12-08