por José Antonio Riesco
Instituto de Teoría del Estado
“-Concepto de Estado : con una adaptación de la definición que dio Max Weber a principios del siglo XX, Pierre Bourdieu lo hace del siguiente modo : “-El Estado es una X (a determinar, o sea una incógnita a resolver) que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia física y simbólica en un territorio y sobre el conjunto de la población correspondiente”. Decimos : la X puede indicar una comunidad, un sistema, una organización o una toldería.
En otra parte dijimos : “El Estado es la organización político.-territorial de la comunidad y cuyo epicentro es el poder socializado. Existe más allá del sujeto cognoscente. Y es válida la siguiente paradoja : nunca existe más allá de la sociedad, y ésta es siempre lo que los individuos producen con su voluntad e inteligencia”.
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Dentro de los caprichos semánticos del genio, Hegel supo decir que el Estado era la idea moral realizada en la tierra. Siglos atrás San Agustín había afirmado que, aún sin pecado original de parte de los hombres, el Estado era una necesidad que fluía de la sociabilidad, de la inexorable vida en grupo. Posteriormente, ya en el siglo XVII fue Thomas Hobbes –un talento siempre anatematizado y poco explorado-- quien vio en el Estado, en su poder de establecer orden y convivencia, el único modo de que los seres humanos superaran el estado de guerra entre ellos mismos, o sea el mutuo aniquilamiento.
Luego se formularon otras categorías estatales: monárquicos, parlamentarios, democráticos, colectivistas, racistas, capitalistas, teocráticos, socialistas, etc. A una y otra correspondió una parte, históricamente determinada, de las experiencias sociopolíticas de la humanidad. Lo que nadie había identificado era una formación político-territorial de carácter delictivo en sus niveles de mando más alto. Los argentinos hemos sido creativos al respecto (cada día peor). Por obra y gracia de nuestra decadencia, en cuanto a la calidad de la dirigencia y de los procedimientos, finalmente accedimos al Estado Mafioso. Algún día cuando la doctrina recupere la unidad de su objeto, o sea del principal actor de la vida política, habrá un capítulo de la Teoría del Estado con ese rótulo : el Estado Mafioso.
Maquiavelo dejó sentado que la política y la ética no son lo mismo, pero no se le ocurrió afirmar que debía ser necesariamente anti-ética; supo diferenciar entre la presión de la necesidad y la vocación de un príncipe por lo maloliente y sucio. A esta construcción, por lo menos a-moral, se contrapone el Estado de Derecho –de acotamiento legal de los actos gubernativos y también de los privados-- donde los procedimientos no son necesariamente rígidos, aunque las flexibilizaciones legislativas, jurisprudenciales y contractuales no se contradicen con una vida social “normalizada” por el respeto sustancial a la Constitución y con ello a la autoridad y objetivos del Estado y a los derechos de los ciudadanos.
Esto se puso de manifiesto cuando dicho régimen, propio de las naciones civilizadas y democráticas del mundo, accedió al “status” de Estado Social de Derecho, en que la evolución de las ideas, de los partidos y dirigentes, asumió un concepto de la juridicidad donde el avance de las políticas socioeconómicas del Estado no afectaron el fondo de los derechos civiles y políticos. En ciertos casos ocurrió con transformaciones profundas aunque con soporte en un consenso (adhesión popular) suficiente. Al Estado Social lo legitimó el apoyo de las mayorías, pero ante todo los valores a que dio curso. En ese paso histórico hay que reconocer el admirable influjo de la doctrina social de la Iglesia y, a su modo, igualmente, el abandono de la ortodoxia marxista (materialismo + colectivismo forzado) por las corrientes de la socialdemocracia.
Hubo, ciertamente, un crecimiento del intervencionismo estatal –fundado, sobre todo, en la imperiosa necesidad de impedir la desintegración de la sociedad-- pero a la vez los llamados “derechos del hombre” se atrincheraron en nuevos institutos de protección, por ejemplo, la reafirmación de las garantías de la jurisdicción y, más novedoso, el llamado recurso de amparo.
El Estado de Derecho no es una mera construcción liberal-burguesa, sino el modo decente de una vida colectiva donde tiene un lugar el más rico y el más humilde.
Cuando finalizó la segunda guerra (1939/45), con sus tremendos daños de víctimas y bienes materiales, en pocos años, las naciones reconstruyeron su economía y, sobre todo las instituciones. En ello se pusieron a prueba los liderazgos políticos, y las dirigencias de los diversos estamentos, de modo relevante la clase media, sin excluir a las de las grandes empresas y asimismo a los sindicatos y los partidos políticos. Los trabajadores ratificaron la tradición democrática del movimiento obrero europeo que, con sus más y sus menos, venía siendo la tendencia fuerte del siglo XX. Aunque no todos, en una significativa participación, habían resistido la experiencia estato-mafiosa que les impuso el fascismo.
América Latina no estuvo al margen de la corriente que prefirió un Estado regulado por la legalidad, que lo diferenciara de una toldería, pese a los obstáculos que encontró el desarrollo y la institucionalidad republicana. En la Argentina hubo una audaz ampliación de los regímenes de participación social y política cuando, a partir de 1944, los militares industrialistas, con gran apoyo popular, impulsaron la economía global, la tecnología avanzada, la justicia social, la educación y el voto de la mujer. Con sus errores, como todo lo que tiene “rostro humano”, los aciertos del peronismo fueron, en esos días, de marca mayor e históricamente irreversibles. Otras naciones de la región también hicieron lo suyo y es falso que los llamados procesos “populistas”, algunos bajo el control de las fuerzas militares y otros con el comando de políticos lúcidos, no hayan movilizado las energías nacionales hacia delante. Otro exponente..? : Brasil.
Lo que no se pudo impedir, en las últimas décadas del siglo XX y en lo que va del presente, es la declinación moral de la política que no fue, precisamente, el costo del crecimiento. Ello afectó gradualmente la calidad de la dirigencia y, con ello, de las actitudes y procedimientos con que se efectivizó el régimen democrático. Los pueblos aprendieron a sufrir e incluso tolerar el clientelismo, la compra-venta de punteros y votantes, el auge de las coimas y los negociados, el uso y abuso de los recursos públicos en beneficio personal y de la propaganda partidaria, la designación de familiares en importantes cargos oficiales, etc. Con o sin razones respetables y sus excepciones, cayó la capacidad de las mayorías para seleccionar líderes, mientras hubo minorías con influencia que no entendieron nada de los nuevos procesos de la época. Se dio con una importante porción de los opositores al peronismo, empeñados en ver como “fascismo” lo que era una emergente “democracia de masas”.
Hay algo peor. De pronto los países –y nos referimos ante todo a la Argentina-- se vieron sumergidos en prácticas de poder donde sus titulares se mostraron privados de ese pudor elemental que hace a la esencia de una república. A partir de allí todo vale y todo es posible en la violación de la Constitución y de las buenas costumbres. Se diría que la nación estuvo (está..!!) en manos de jerarcas no sólo ineptos sino sobre todo desvergonzados; no hay frenos para la rapiña, y con la lujuria de un poder sin escrúpulos se arrebata todo lo que está a la mano. Ya sucedió con la escandalosa trepada de la deuda exterior, luego con la anulación del delito de subversión económica y el juego de la “banelco”, o con legisladores que están en las bancas para eludir a la Justicia, y ahora, se perfeccionó el estilo bucanero con la confiscación bochornosa de los ahorros de los jubilados y la garra oficial sobre las rentas agropecuarias, junto a la extorsión financiera a las provincias. No hay rumbo ni planeamiento, la economía no se basa en la producción sino en el regalo de subsidios y dádivas sin control, se falsifican las cifras del Indec y en la calle, protegida por la legislación y la jurisprudencia, imperan los asesinatos, las violaciones, los asaltos y a pleno la brutalidad de la delincuencia. Tal la praxis sociopolítica del Estado Mafioso.
No está demás reiterarlo: en el manejo arbitrario de los instrumentos gubernamentales se ha perdido la vergüenza, y es de práctica diaria la mentira, las fabulaciones, la agresión a los disidentes y la descarada invención y aplicación de artimañas electorales que hacen escarnio de las normas y los procedimientos. Para cuya impunidad las mayorías parlamentarias, buena parte de la magistratura y los altos funcionarios, están listas para avalar cualquier estropicio. Rige, manifiesta, la robotización de las lealtades. Recibe el aval, incluso, de un sindicalismo que –con la conducción de un grupo de empresarios prósperos-- apaña la confiscación permanente de los sueldos y salarios mediante la inflación. Y, ejercitando sus contradanzas, la entidad de los granes industriales intenta recitar si no un mea culpas, al menos los síntomas del pánico.
Estos son, decididamente, los rasgos fundamentales del Estado Mafioso. Uno que goza operando “fuera de la ley” (tanto la jurídica cuanto la ética) y que se autojustifica invocando un “modelo” que nadie conoce ni entiende salvo la arbitrariedad, pero con cuya mención el régimen compra y vende la dignidad del pueblo como cuerpo electoral. Mientras, continúa su ascenso impúdico. Hacia fuera todo parece estar en su lugar, las instituciones y las formalidades, hacia adentro, en cambio, impera una modalidad “de facto”, que todo se permite y todo se hace sin limpieza. Mientras, el hombre digno, socializado pero independiente, dueño de sí, no alienado, corre el riesgo de la asfixia.-
Prólogo y Debate
( jariesco@yahoo.com.ar )
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Dentro de los caprichos semánticos del genio, Hegel supo decir que el Estado era la idea moral realizada en la tierra. Siglos atrás San Agustín había afirmado que, aún sin pecado original de parte de los hombres, el Estado era una necesidad que fluía de la sociabilidad, de la inexorable vida en grupo. Posteriormente, ya en el siglo XVII fue Thomas Hobbes –un talento siempre anatematizado y poco explorado-- quien vio en el Estado, en su poder de establecer orden y convivencia, el único modo de que los seres humanos superaran el estado de guerra entre ellos mismos, o sea el mutuo aniquilamiento.
Luego se formularon otras categorías estatales: monárquicos, parlamentarios, democráticos, colectivistas, racistas, capitalistas, teocráticos, socialistas, etc. A una y otra correspondió una parte, históricamente determinada, de las experiencias sociopolíticas de la humanidad. Lo que nadie había identificado era una formación político-territorial de carácter delictivo en sus niveles de mando más alto. Los argentinos hemos sido creativos al respecto (cada día peor). Por obra y gracia de nuestra decadencia, en cuanto a la calidad de la dirigencia y de los procedimientos, finalmente accedimos al Estado Mafioso. Algún día cuando la doctrina recupere la unidad de su objeto, o sea del principal actor de la vida política, habrá un capítulo de la Teoría del Estado con ese rótulo : el Estado Mafioso.
Maquiavelo dejó sentado que la política y la ética no son lo mismo, pero no se le ocurrió afirmar que debía ser necesariamente anti-ética; supo diferenciar entre la presión de la necesidad y la vocación de un príncipe por lo maloliente y sucio. A esta construcción, por lo menos a-moral, se contrapone el Estado de Derecho –de acotamiento legal de los actos gubernativos y también de los privados-- donde los procedimientos no son necesariamente rígidos, aunque las flexibilizaciones legislativas, jurisprudenciales y contractuales no se contradicen con una vida social “normalizada” por el respeto sustancial a la Constitución y con ello a la autoridad y objetivos del Estado y a los derechos de los ciudadanos.
Esto se puso de manifiesto cuando dicho régimen, propio de las naciones civilizadas y democráticas del mundo, accedió al “status” de Estado Social de Derecho, en que la evolución de las ideas, de los partidos y dirigentes, asumió un concepto de la juridicidad donde el avance de las políticas socioeconómicas del Estado no afectaron el fondo de los derechos civiles y políticos. En ciertos casos ocurrió con transformaciones profundas aunque con soporte en un consenso (adhesión popular) suficiente. Al Estado Social lo legitimó el apoyo de las mayorías, pero ante todo los valores a que dio curso. En ese paso histórico hay que reconocer el admirable influjo de la doctrina social de la Iglesia y, a su modo, igualmente, el abandono de la ortodoxia marxista (materialismo + colectivismo forzado) por las corrientes de la socialdemocracia.
Hubo, ciertamente, un crecimiento del intervencionismo estatal –fundado, sobre todo, en la imperiosa necesidad de impedir la desintegración de la sociedad-- pero a la vez los llamados “derechos del hombre” se atrincheraron en nuevos institutos de protección, por ejemplo, la reafirmación de las garantías de la jurisdicción y, más novedoso, el llamado recurso de amparo.
El Estado de Derecho no es una mera construcción liberal-burguesa, sino el modo decente de una vida colectiva donde tiene un lugar el más rico y el más humilde.
Cuando finalizó la segunda guerra (1939/45), con sus tremendos daños de víctimas y bienes materiales, en pocos años, las naciones reconstruyeron su economía y, sobre todo las instituciones. En ello se pusieron a prueba los liderazgos políticos, y las dirigencias de los diversos estamentos, de modo relevante la clase media, sin excluir a las de las grandes empresas y asimismo a los sindicatos y los partidos políticos. Los trabajadores ratificaron la tradición democrática del movimiento obrero europeo que, con sus más y sus menos, venía siendo la tendencia fuerte del siglo XX. Aunque no todos, en una significativa participación, habían resistido la experiencia estato-mafiosa que les impuso el fascismo.
América Latina no estuvo al margen de la corriente que prefirió un Estado regulado por la legalidad, que lo diferenciara de una toldería, pese a los obstáculos que encontró el desarrollo y la institucionalidad republicana. En la Argentina hubo una audaz ampliación de los regímenes de participación social y política cuando, a partir de 1944, los militares industrialistas, con gran apoyo popular, impulsaron la economía global, la tecnología avanzada, la justicia social, la educación y el voto de la mujer. Con sus errores, como todo lo que tiene “rostro humano”, los aciertos del peronismo fueron, en esos días, de marca mayor e históricamente irreversibles. Otras naciones de la región también hicieron lo suyo y es falso que los llamados procesos “populistas”, algunos bajo el control de las fuerzas militares y otros con el comando de políticos lúcidos, no hayan movilizado las energías nacionales hacia delante. Otro exponente..? : Brasil.
Lo que no se pudo impedir, en las últimas décadas del siglo XX y en lo que va del presente, es la declinación moral de la política que no fue, precisamente, el costo del crecimiento. Ello afectó gradualmente la calidad de la dirigencia y, con ello, de las actitudes y procedimientos con que se efectivizó el régimen democrático. Los pueblos aprendieron a sufrir e incluso tolerar el clientelismo, la compra-venta de punteros y votantes, el auge de las coimas y los negociados, el uso y abuso de los recursos públicos en beneficio personal y de la propaganda partidaria, la designación de familiares en importantes cargos oficiales, etc. Con o sin razones respetables y sus excepciones, cayó la capacidad de las mayorías para seleccionar líderes, mientras hubo minorías con influencia que no entendieron nada de los nuevos procesos de la época. Se dio con una importante porción de los opositores al peronismo, empeñados en ver como “fascismo” lo que era una emergente “democracia de masas”.
Hay algo peor. De pronto los países –y nos referimos ante todo a la Argentina-- se vieron sumergidos en prácticas de poder donde sus titulares se mostraron privados de ese pudor elemental que hace a la esencia de una república. A partir de allí todo vale y todo es posible en la violación de la Constitución y de las buenas costumbres. Se diría que la nación estuvo (está..!!) en manos de jerarcas no sólo ineptos sino sobre todo desvergonzados; no hay frenos para la rapiña, y con la lujuria de un poder sin escrúpulos se arrebata todo lo que está a la mano. Ya sucedió con la escandalosa trepada de la deuda exterior, luego con la anulación del delito de subversión económica y el juego de la “banelco”, o con legisladores que están en las bancas para eludir a la Justicia, y ahora, se perfeccionó el estilo bucanero con la confiscación bochornosa de los ahorros de los jubilados y la garra oficial sobre las rentas agropecuarias, junto a la extorsión financiera a las provincias. No hay rumbo ni planeamiento, la economía no se basa en la producción sino en el regalo de subsidios y dádivas sin control, se falsifican las cifras del Indec y en la calle, protegida por la legislación y la jurisprudencia, imperan los asesinatos, las violaciones, los asaltos y a pleno la brutalidad de la delincuencia. Tal la praxis sociopolítica del Estado Mafioso.
No está demás reiterarlo: en el manejo arbitrario de los instrumentos gubernamentales se ha perdido la vergüenza, y es de práctica diaria la mentira, las fabulaciones, la agresión a los disidentes y la descarada invención y aplicación de artimañas electorales que hacen escarnio de las normas y los procedimientos. Para cuya impunidad las mayorías parlamentarias, buena parte de la magistratura y los altos funcionarios, están listas para avalar cualquier estropicio. Rige, manifiesta, la robotización de las lealtades. Recibe el aval, incluso, de un sindicalismo que –con la conducción de un grupo de empresarios prósperos-- apaña la confiscación permanente de los sueldos y salarios mediante la inflación. Y, ejercitando sus contradanzas, la entidad de los granes industriales intenta recitar si no un mea culpas, al menos los síntomas del pánico.
Estos son, decididamente, los rasgos fundamentales del Estado Mafioso. Uno que goza operando “fuera de la ley” (tanto la jurídica cuanto la ética) y que se autojustifica invocando un “modelo” que nadie conoce ni entiende salvo la arbitrariedad, pero con cuya mención el régimen compra y vende la dignidad del pueblo como cuerpo electoral. Mientras, continúa su ascenso impúdico. Hacia fuera todo parece estar en su lugar, las instituciones y las formalidades, hacia adentro, en cambio, impera una modalidad “de facto”, que todo se permite y todo se hace sin limpieza. Mientras, el hombre digno, socializado pero independiente, dueño de sí, no alienado, corre el riesgo de la asfixia.-
Prólogo y Debate
( jariesco@yahoo.com.ar )