P. Ramiro Pellitero
Veinte años después de la caída del muro de Berlín, ante los intelectuales de Praga –que contribuyeron a la “revolución de terciopelo” haciendo posible la conquista de la libertad–, Benedicto XVI ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión de la verdad y la libertad. También ahora está en juego la libertad frente a una dictadura no menos aplastante: la mezcla del relativismo y la mentalidad tecnicista.
Concretamente, ha propuesto “la idea de la formación integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad, para responder a una nueva dictadura, la del relativismo combinado con el dominio de la técnica”. Ha querido dejar claro –y esto nos afecta particularmente a todos los universitarios– que “la cultura humanística y la científica no pueden estar separadas, al contrario, son las dos caras de una misma medalla”.
En un discurso memorable, en primer término ha criticado a los que “pretenden que las cuestiones planteadas por la religión, la fe y la ética no tienen lugar dentro de las fronteras de la razón colectiva”. El argumento es la apertura del espíritu humano a la verdad. “La libertad que está debajo del ejercicio de la razón –sea en la universidad o en la Iglesia– tiene un fin: está destinada a la búsqueda de la verdad, y, como tal, expresa una dimensión del cristianismo que, en los hechos, está el origen de la Universidad”. “En efecto –continuaba–, la sed de conocimiento que está en el hombre, impulsa a cada generación a ampliar el concepto de razón y a aplacar esa sed en la fuente benefactora de la fe”.
Por eso, avanzando en el argumento, entiende el Papa que la universidad, o cualquier otra institución cultural, debe mantener su autonomía para responder ante la verdad. Pero esa autonomía puede ser socavada, como fue, en muchos países de Europa, “sistemáticamente destruida por la reductiva ideología del materialismo, la represión de la religión y la negación del espíritu humano”. Sucede que “la aspiración a la libertad y a la verdad es una parte inalienable de nuestra humanidad común”, por lo que “no puede ser eliminada y, como la historia lo ha demostrado, cuando se la niega, se pone en peligro la humanidad misma”. Justamente a esta aspiración obedece la fe religiosa junto con las diferentes formas del arte, la filosofía, la teología y las demás disciplinas científicas, cada una con su propio método.
En segundo lugar, junto con la búsqueda de la verdad, hay otro aspecto de la misión de la universidad que es la educación de los jóvenes. Esa tarea –la educación–viene ya desde Platón y “jamás se ha reducido a acumular conocimientos o competencias técnicas, sino que es una paideia, es decir, una formación humana a partir de los tesoros de la tradición intelectual ordenada a una vida virtuosa”. Recordaba Benedicto XVI sencillamente la historia y el sentido de la universidad, de la gran relación entre lo que hoy hemos distinguido –excesivamente– entre “Humanidades” y “Ciencias”. Cuando las grandes universidades se desarrollaban en Europa durante la Edad Media, animadas por el ideal de una síntesis de conocimientos, todo eso estaba al servicio de una auténtica “humanidad”, de la perfección de la persona en el seno de una sociedad justa y ordenada. Y así es todavía, en el ideal que propone el Papa: una vez que la inteligencia de los jóvenes se despierta a la plenitud y a la unidad de la verdad, ellos saborean el descubrimiento de que “su aprendizaje del saber se abre a la gran aventura de lo que deben ser y lo que deben hacer”.
Por eso no se puede renunciar a una formación que integre las Humanidades y las Ciencias: “Hay que volver a descubrir la idea de una educación inclusiva, fundada sobre la unidad del conocimiento basado sobre la verdad”, para contrarrestar la tendencia a la fragmentación del saber. Con el desarrollo de las tecnologías, existe la tentación de desligar la razón respecto a la búsqueda de la verdad. Si eso sucede, la razón se desorienta, se marchita, sea bajo la aparente modestia de contentarse con lo parcial y provisional, sea bajo la aparente seguridad de quien otorga igual valor a todas las cosas. Pero de ahí se sigue un relativismo que amenaza precisamente la autonomía de la universidad. Ahora no existe la amenaza del totalitarismo político, pero existe la amenaza de las presiones ideológicas, utilitaristas y pragmáticas. ¿Qué pasará –se pregunta el sucesor de Pedro– ¬ si nuestra cultura se contenta con los argumentos de moda, desconectando de la gran tradición intelectual o incluso de las raíces que le han dado vida? “Nuestras sociedades no se volverán más razonables, tolerantes o capaces de adaptarse, sino al contrario, más frágiles y menos inclusivas, con más dificultades para reconocer lo verdadero, noble y bueno”.
Si la universidad no desarrollase las humanidades y no reconociera a la religión su lugar en el núcleo de las humanidades, no habría futuro para un diálogo entre las culturas. “Una comprensión de la razón que es sorda a lo divino y que relega a la religión al rango de las subculturas, es incapaz de entrar en diálogo con las culturas, diálogo del que nuestro mundo tiene una necesidad tan urgente”. En el fondo sigue presente el desafío de la libertad. La razón es clara: “la fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es lo único que garantiza la libertad” (encíclica Caritas in veritate, n. 9). Por eso se impone la opción por una educación que facilite la conquista diaria de la libertad.
(publicado en www.cope.es, 20-X-2009)