Carta al director, de Marcello Pera
Corriere della Sera, Roma, 17-3-2010, pág. 23
La cuestión de los sacerdotes pedófilos u homosexuales desencadenada últimamente en Alemania tiene como objetivo al Papa. Pero se cometería un grave error si se pensase que el golpe no irá más allá, dada la enormidad temeraria de la iniciativa. Y se cometería un error aún más grave si se sostuviese que la cuestión finalmente se cerrará pronto como tantas otras similares. No es así. Está en curso una guerra. No precisamente contra la persona del Papa ya que, en este terreno, es imposible. Benedicto XVI ha sido convertido en invulnerable por su imagen, por su serenidad, su claridad, firmeza y doctrina. Basta su sonrisa mansa para desbaratar un ejército de adversarios.
No, la guerra es entre el laicismo y el cristianismo. Los laicistas saben bien que, si una mancha de fango llegase a la sotana blanca, se ensuciaría la Iglesia, y si se ensuciase la Iglesia lo sería también la religión cristiana. Por esto, los laicistas acompañan su campaña con preguntas del tipo «¿quién más llevará nuestros hijos a la Iglesia?», o también «¿quién más mandará nuestros chicos a una escuela católica?», o aún también «¿quién hará curar nuestros pequeños en un hospital o una clínica católica?».
Hace pocos días una laicista ha dejado escapar la intención. Ha escrito: «La entidad de la difusión del abuso sexual de niños de parte de sacerdotes socava la misma legitimidad de la Iglesia católica como garante de la educación de los más pequeños». No importa que esta sentencia carezca de pruebas, porque se esconde cuidadosamente «la entidad de la difusión»: ¿uno por ciento de sacerdotes pedófilos?, ¿diez por ciento?, ¿todos? No importa ni siquiera que la sentencia carezca de lógica: bastaría sustituir «sacerdotes» con «maestros», o con «políticos», o con «periodistas» para «socavar la legitimidad» de la escuela pública, del parlamento o de la prensa. Lo que importa es la insinuación, incluso a costa de lo grosero del argumento: los sacerdotes son pedófilos, por tanto la Iglesia no tiene ninguna autoridad moral, por ende la educación católica es peligrosa, luego el cristianismo es un engaño y un peligro.
Esta guerra del laicismo contra el cristianismo es una batalla campal. Se debe llevar la memoria al nazismo y al comunismo para encontrar una similar. Cambian los medios, pero el fin es el mismo: hoy como ayer, lo que es necesario es la destrucción de la religión. Entonces Europa pagó, a esta furia destructora, el precio de la propia libertad. Es increíble que, sobre todo en Alemania, mientras se golpea continuamente el pecho por el recuerdo de aquel precio que ella infligió a toda Europa, hoy, que ha vuelto a ser democrática, olvide y no comprenda que la misma democracia se perdería si se aniquilase el cristianismo.
La destrucción de la religión comportó, en ese momento, la destrucción de la razón. Hoy no comportará el triunfo de la razón laicista, sino otra barbarie. En el plano ético, es la barbarie de quien asesina un feto porque su vida dañaría la «salud psíquica» de la madre. De quien dice que un embrión es un «grumo de células» bueno para experimentos. De quien asesina un anciano porque no tiene más una familia que lo cuide. De quien acelera el final de un hijo porque ya no está consciente y es incurable. De quien piensa que «progenitor A» y «progenitor B» sea lo mismo que «padre» y «madre». De quien sostiene que la fe sea como el cóccix, un órgano que ya no participa en la evolución porque el hombre no tiene más necesidad de la cola y se mantiene erguido por sí mismo.
O también, para considerar el lado político de la guerra de los laicistas al cristianismo, la barbarie será la destrucción de Europa. Porque, abatido el cristianismo, queda el multiculturalismo, que sostiene que cada uno de los grupos tiene derecho a la propia cultura. El relativismo, que piensa que cualquier cultura sea tan buena como cualquier otra. El pacifismo que niega que existe el mal.
Esta guerra al cristianismo no sería tan peligrosa si los cristianos la advirtiesen. En cambio, muchos de ellos participan a esa incomprensión. Son aquellos teólogos frustrados por la supremacía intelectual de Benedicto XVI. Aquellos obispos dudosos que sostienen que entrar en compromisos con la modernidad sea el mejor modo de actualizar el mensaje cristiano. Aquellos cardenales en crisis de fe que comienzan a insinuar que el celibato de los sacerdotes no es un dogma y que tal vez sería mejor volver a pensarlo. Aquellos intelectuales católicos apocados que piensan que existe una «cuestión femenina» dentro de la Iglesia y un no resuelto problema entre cristianismo y sexualidad. Aquellas conferencias episcopales que equivocan el orden del día y, mientras auspician la política de las fronteras abiertas a todos, no tienen el coraje de denunciar las agresiones que los cristianos sufren y las humillaciones que son obligados a padecer por ser todos, indiscriminadamente, llevados al banco de los acusados. O también aquellos embajadores venidos del Este, que exhiben un ministro de exteriores homosexual mientras atacan al Papa sobre cada argumento ético, o aquellos nacidos en el Oeste, que piensan que el Occidente debe ser «laico», es decir, anticristiano.
La guerra de los laicistas continuará, entre otros motivos porque un Papa como Benedicto XVI, que sonríe pero no retrocede un milímetro, la alimenta. Pero si se comprende porqué no se muda, entonces se asume la situación y no se espera el próximo golpe. Quien se limita solamente a solidarizarse con él, o es uno que ha entrado en el huerto de los olivos de noche y a escondidas, o si no es uno que no ha entendido para qué está presente.
Corriere della Sera, Roma, 17-3-2010, pág. 23
La cuestión de los sacerdotes pedófilos u homosexuales desencadenada últimamente en Alemania tiene como objetivo al Papa. Pero se cometería un grave error si se pensase que el golpe no irá más allá, dada la enormidad temeraria de la iniciativa. Y se cometería un error aún más grave si se sostuviese que la cuestión finalmente se cerrará pronto como tantas otras similares. No es así. Está en curso una guerra. No precisamente contra la persona del Papa ya que, en este terreno, es imposible. Benedicto XVI ha sido convertido en invulnerable por su imagen, por su serenidad, su claridad, firmeza y doctrina. Basta su sonrisa mansa para desbaratar un ejército de adversarios.
No, la guerra es entre el laicismo y el cristianismo. Los laicistas saben bien que, si una mancha de fango llegase a la sotana blanca, se ensuciaría la Iglesia, y si se ensuciase la Iglesia lo sería también la religión cristiana. Por esto, los laicistas acompañan su campaña con preguntas del tipo «¿quién más llevará nuestros hijos a la Iglesia?», o también «¿quién más mandará nuestros chicos a una escuela católica?», o aún también «¿quién hará curar nuestros pequeños en un hospital o una clínica católica?».
Hace pocos días una laicista ha dejado escapar la intención. Ha escrito: «La entidad de la difusión del abuso sexual de niños de parte de sacerdotes socava la misma legitimidad de la Iglesia católica como garante de la educación de los más pequeños». No importa que esta sentencia carezca de pruebas, porque se esconde cuidadosamente «la entidad de la difusión»: ¿uno por ciento de sacerdotes pedófilos?, ¿diez por ciento?, ¿todos? No importa ni siquiera que la sentencia carezca de lógica: bastaría sustituir «sacerdotes» con «maestros», o con «políticos», o con «periodistas» para «socavar la legitimidad» de la escuela pública, del parlamento o de la prensa. Lo que importa es la insinuación, incluso a costa de lo grosero del argumento: los sacerdotes son pedófilos, por tanto la Iglesia no tiene ninguna autoridad moral, por ende la educación católica es peligrosa, luego el cristianismo es un engaño y un peligro.
Esta guerra del laicismo contra el cristianismo es una batalla campal. Se debe llevar la memoria al nazismo y al comunismo para encontrar una similar. Cambian los medios, pero el fin es el mismo: hoy como ayer, lo que es necesario es la destrucción de la religión. Entonces Europa pagó, a esta furia destructora, el precio de la propia libertad. Es increíble que, sobre todo en Alemania, mientras se golpea continuamente el pecho por el recuerdo de aquel precio que ella infligió a toda Europa, hoy, que ha vuelto a ser democrática, olvide y no comprenda que la misma democracia se perdería si se aniquilase el cristianismo.
La destrucción de la religión comportó, en ese momento, la destrucción de la razón. Hoy no comportará el triunfo de la razón laicista, sino otra barbarie. En el plano ético, es la barbarie de quien asesina un feto porque su vida dañaría la «salud psíquica» de la madre. De quien dice que un embrión es un «grumo de células» bueno para experimentos. De quien asesina un anciano porque no tiene más una familia que lo cuide. De quien acelera el final de un hijo porque ya no está consciente y es incurable. De quien piensa que «progenitor A» y «progenitor B» sea lo mismo que «padre» y «madre». De quien sostiene que la fe sea como el cóccix, un órgano que ya no participa en la evolución porque el hombre no tiene más necesidad de la cola y se mantiene erguido por sí mismo.
O también, para considerar el lado político de la guerra de los laicistas al cristianismo, la barbarie será la destrucción de Europa. Porque, abatido el cristianismo, queda el multiculturalismo, que sostiene que cada uno de los grupos tiene derecho a la propia cultura. El relativismo, que piensa que cualquier cultura sea tan buena como cualquier otra. El pacifismo que niega que existe el mal.
Esta guerra al cristianismo no sería tan peligrosa si los cristianos la advirtiesen. En cambio, muchos de ellos participan a esa incomprensión. Son aquellos teólogos frustrados por la supremacía intelectual de Benedicto XVI. Aquellos obispos dudosos que sostienen que entrar en compromisos con la modernidad sea el mejor modo de actualizar el mensaje cristiano. Aquellos cardenales en crisis de fe que comienzan a insinuar que el celibato de los sacerdotes no es un dogma y que tal vez sería mejor volver a pensarlo. Aquellos intelectuales católicos apocados que piensan que existe una «cuestión femenina» dentro de la Iglesia y un no resuelto problema entre cristianismo y sexualidad. Aquellas conferencias episcopales que equivocan el orden del día y, mientras auspician la política de las fronteras abiertas a todos, no tienen el coraje de denunciar las agresiones que los cristianos sufren y las humillaciones que son obligados a padecer por ser todos, indiscriminadamente, llevados al banco de los acusados. O también aquellos embajadores venidos del Este, que exhiben un ministro de exteriores homosexual mientras atacan al Papa sobre cada argumento ético, o aquellos nacidos en el Oeste, que piensan que el Occidente debe ser «laico», es decir, anticristiano.
La guerra de los laicistas continuará, entre otros motivos porque un Papa como Benedicto XVI, que sonríe pero no retrocede un milímetro, la alimenta. Pero si se comprende porqué no se muda, entonces se asume la situación y no se espera el próximo golpe. Quien se limita solamente a solidarizarse con él, o es uno que ha entrado en el huerto de los olivos de noche y a escondidas, o si no es uno que no ha entendido para qué está presente.