JAVIER GÓMEZ CUESTA
PÁRROCO DE LA IGLESIA DE SAN PEDRO EN GIJÓN
Nadie imaginaba o preveía un comienzo de siglo y de milenio tan crudo y negro como el que estamos atravesando. La crisis es brutal, cruel. Abarca a todos los sectores, azota a todos los continentes, aunque agobia y zarandea con mayor facilidad a esta Europa de la que formamos parte, que se creía inmune y fuerte. Dentro de este viejo continente, la sufre con síntomas de paranoia esta España nuestra. Tantos tentáculos tiene esta crisis-monstruo que alcanza y desfigura a la misma Iglesia aquejada de males deplorables que le entorpecen desempeñar esa misión de signo que señaló el Concilio Vaticano II. Menos mal que sigue siendo casa de los pobres y su Caritas está en alza y le recupera la credibilidad que pierde por otros poros.
Es desconcertante que, en menos de cincuenta años, haya dado un vuelco tan grande, desde el optimismo, profecía y clarividencia para encarrilar los nuevos tiempos (aquello de saber leer los «signos de los tiempos») de aquel Concilio de gratísimo recuerdo y la atonía, retraimiento, cerrazón y miedos que la anquilosan. Época abrupta, sin hoja de ruta, sin timoneles. Faltan líderes. Se añoran y se necesitan. No hay más que recordar el entusiasmo de la elección de Obama con aureola de mesías. Aunque pronto los desinflamos o desangramos. Como en los tiempos miserables el cainismo cotiza en alza.
¿Dónde están los políticos católicos? Me ha venido a la mente esta pregunta por la reunión del Consejo Pontificio de Laicos, institución posconciliar creada por Pablo VI, celebrada en Roma hace tan sólo unos días. Tenía como tema de análisis y reflexión éste: «Testigos de Cristo en la comunidad política». Se constataba que es muy escaso el testimonio de los católicos en la política. En su viaje a Brasil, el Papa alertaba a los católicos de la necesidad de «colmar la notable ausencia del ámbito político, de la comunicación y de la universidad, de voces e iniciativas de líderes políticos». Ahora acaba de afirmar que éste es un desafío exigente porque los tiempos que estamos viviendo nos sitúan ante problemas grandes y complejos y la política, para el cristiano, es un ámbito muy importante de la caridad. Por eso se necesitan políticos cristianos.
No es fácil actuar como católico en la política actual. Que se le digan a José Bono, presidente de las Cámara de los diputados, quien se lamentaba amargamente: «Me atacan por ser cristiano y del PSOE». Al mismo Carlos Divar, en el momento de su nombramiento como presidente del CGPJ, se le hacía sospechoso y se le tildaba de «magistrado muy religioso». Simplemente por pertenecer a la Adoración Nocturna. Mucho hablar de que no habrá discriminación por raza, género, idioma, estatus económico, religión? pero, sobre todo por esto último y en este país y con «El País», sigue habiéndola y acobarda a bastantes. La progresía se empeña en difundir el rancio postulado de que la religión pertenece al estadio infantil de la humanidad. Para ésta, la religión son las ideologías que generan una ganga espiritual, ofrecen ilusiones y salvarán el hombre del futuro. Dios estorba.
Estamos en un momento histórico difícil ¿Comenzando una nueva época? Fueron bastantes e importantes los pensadores que dijeron que este nuevo siglo tenía que ser el siglo de la ética. Los cambios acelerados, los avances científicos, la biotecnología, el movimiento poblacional y migratorio, el despertar de nuevas naciones y continentes? (¿Recuerdan el libro de A. Peyrefitte «Cuando China despierte»? Pues está muy espabilada), los movimientos de capitales, la globalización, el poder de los nuevos e instantáneos medios de comunicación? Todo esto, para el bien del hombre, necesita una ética. Este es el problema.
Cada época histórica es distinta. Pero me ha hecho pensar en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Europa devastada, asolada, empobrecida y enfrentada. Hubo líderes, políticos católicos como Adenauer, Schuman, De Gasperi, quienes, juntamente con otros, aunaron su valía, saber y virtud para rehacer y crear la Europa nueva, e instaurar la democracia con partidos de matriz cristiana, democristianos y socialcristianos, cuyos valores fundantes dieron pie para el consenso, la reconciliación, la participación, la solidaridad, la paz y la justicia.
En España, no hemos olvidado los años problemáticos de la transición. Añoramos aquel espíritu. No solamente el cardenal Tarancón, sino políticos católicos jugaron un papel muy importante y en los partidos con mayor protagonismo. La mayoría procedían de los movimientos de Acción Católica, de las ramas generales los conservadores y de los movimientos especializados los que militaron en la izquierda. Tuvieron una buena escuela y la convicción de que la fe cristiana lleva al compromiso por la transformación del mundo. Los nombres están en la mente de todos.
El panorama actual es muy diferente. En Europa, no olvidamos el debate sobre la consignación en la elaboración de la constitución de sus raíces cristianas, a pesar de que nadie como Juan Pablo II trabajó por darle alma a esta comunidad. Europa fue antes la «cristianitas». Pero faltan sucesores con el espíritu de aquellos padres fundadores. En España, la militancia cristiana esta difusa y difuminada. Es notable el déficit de presencia pública de los cristianos laicos. Come he leído, «el cristianismo, vocacionalmente vivido, es un bien escaso entre los creyentes». Por diferentes razones a analizar, hay un pérdida de la identidad política y significativa de lo cristiano en la vida pública. Se oculta y disimula incluso en aquellos partidos que son originarios de una tradición democrática cristiana.
Ante la aversión o indiferencia que hoy se palpa, hay que volver a releer y poner en vigor aquellos importantes documentos de la Conferencia Episcopal Española, como «Cristianos en la vida Publica», donde se decía que «la dedicación a la vida política debe ser reconocida como una de las más altas posibilidades morales y profesionales del hombre» (nº63). Posiblemente, por la ley del péndulo, estamos radicalizando exageradamente la separación entre fe y política. A ello nos empuja el rebrote de laicismo beligerante que niega a lo que tenga matriz cristiana el pan y la sal. La transformación social y cultural pertenece a la entraña de la fe cristiana y la ha ejercido desde su génesis. Ahí están sus frutos. No sólo invita y llama al voluntariado sino también al compromiso político. La caridad implica caridad política.
Asistimos a un parón de aquel impulso al laicado del Concilio Vaticano II. Es un hecho a considerar. Podemos estar viviendo una fe más personal y eclesial pero privada, menos comprometida. Ante las situaciones difíciles de cualquier orden que estamos afrontando, la Iglesia se pronuncia sólo por los obispos. Se echan en falta pronunciamientos de laicos que, en virtud de su fe, manifiesten sus opiniones en economía, ciencia, trabajo, exclusión social, cultura? Es su campo y tienen su preparación y sabiduría. ¿No ejercerá la jerarquía un excesivo protagonismo y tutelaje? Además de la ortodoxia hace falta sentido político. Hay que extraer más consecuencias prácticas de lo que es la iglesia como «pueblo de Dios» según ese Concilio.
No son tiempos de complejos. La fe cristiana y su encarnación en la cultura tiene una larga historia con muchos aciertos y con carencias y excesos. Los nuevos tiempos están haciendo una llamada al compromiso y al liderazgo de cristianos laicos que, en colaboración y diálogo con otros y en diferentes opciones políticas, con el vademécum de la Doctrina Social de la Iglesia, enriquezcan ese noble campo de la «res publica» con el humanismo cristiano.
www.lne.es, 11-6-10