NECESIDAD Y URGENCIA DE LA BUENA LECTURA
Discurso inaugural de la XXII Exposición de Libro Católico, pronunciado por monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata (Buenos Aires, 26 de julio de 2010)
La cita anual que nos congrega al inaugurar la Exposición del Libro Católico nos invita a recordar el valor de la buena lectura para la formación personal del cristiano. Valor significa, en esta afirmación, aptitud, utilidad, eficacia; para ser exactos y actuales, habría que añadir, junto al valor la necesidad y aun la urgencia.
Hay una razón esencial para ponderar el recurso a los buenos libros: el lugar que corresponde a la vida de la inteligencia en el interior de la vida de la fe. Conviene recordar que la fe tiene un contenido teorético, intelectual: es conocimiento, contemplación de la verdad divina en las verdades que nos ha revelado Dios, a quien adherimos con plena convicción porque la gracia mueve nuestra voluntad a prestar ese obsequio. La repercusión afectiva de semejante adhesión viene después, como también la coherente proyección de la fe en la conducta. Cada discípulo de Cristo ha de empeñarse, según su condición y sus posibilidades lo permitan, en conocer cada vez mejor el contenido de la revelación tal como la Iglesia lo interpreta, expone y transmite. En sus Reflexiones sobre La condición de la inteligencia en el catolicismo escribía Tomás D. Casares acerca de las verdades de la fe: lo que importa es poseer vitalmente sus enseñanzas y hacer que nos posean en todo nuestro ser, desde la disciplina de los sentidos hasta el ordenamiento de la voluntad y la iluminación de la inteligencia. Se trata de que el católico asiente toda la vida de su inteligencia en el conocimiento de los misterios revelados que nos descubren el orden sobrenatural al cual estamos ordenados.
Otra razón, si se quiere circunstancial, indica la urgencia de alimentar el conocimiento de la fe: es la situación religiosa y cultural en la que se encuentra hoy el creyente en cualquier lugar del mundo. Es sabido –aunque no figure habitualmente en los noticieros ni se hable de ello en los periódicos– que el cristianismo es perseguido implacablemente en algunas regiones. Pero existe otro tipo de persecución, más insidiosa que aquella que enfrenta a los fieles con la posibilidad del martirio de sangre. Es la difusión de una cultura anticristiana que va horadando las convicciones de fe, sobre todo en la gente sencilla, y que incluye actitudes de desprecio y ataques que intentan desacreditar a la Iglesia y desplazar su influjo en la vida de la sociedad. Lo que está ocurriendo actualmente en la Argentina ilustra claramente esta situación. Entre nosotros se está desarrollando un nuevo kulturkampf, una guerra cultural análoga a la que se vivió en la década de 1880: cenáculos pseudointelectuales, círculos políticos y el ambiente oficial mismo parecen comprometidos en un programa sistemático para liquidar lo que resta de cultura cristiana en la sociedad argentina. No son los citados los únicos agentes de ese proceso: para aludir sólo a dos fuentes digamos que las universidades lo alimentan desde hace décadas y los medios de comunicación, en su mayoría, lo aceleran hasta límites inéditos de degradación, arremetiendo impunemente contra el sentido común, la decencia elemental y el buen gusto. La confusión es la nota de la época: confusión intelectual y moral; amparados en ese brumoso clima los ejecutores de la guerra cultural contra las verdades, sentimientos y realidades católicas se dicen católicos y probablemente se creen tales, y se atreven a dar lecciones a la Iglesia y a su magisterio.
Sin embargo, existe un peligro más grave para el catolicismo. Recientemente, en la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, lo ha señalado el Papa Benedicto XVI: El daño mayor, de hecho, lo sufre [la Iglesia] por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empeñando la belleza de su rostro. Digamos de paso que este fenómeno de corrupción interior resulta letal cuando se verifica en el clero, en los centros académicos y en otros ámbitos eclesiales de formación, en las publicaciones eruditas o en las que llegan a los fieles, producidas por editoriales católicas.
La necesidad y la urgencia de formarse mediante buenas lecturas ha de referirse al amplísimo espectro de disciplinas y temas que cubre el libro católico. Para comenzar, corresponde aludir a las publicaciones que exponen la doctrina sagrada: comentarios bíblicos, tratados teológicos, síntesis catequísticas, exposiciones sobre diversos temas que reflejan las verdades de la fe. La sintonía con la gran tradición eclesial y con la enseñanza del magisterio es un punto clave para identificar al libro católico. Porque hay que cuidarse de una cierta teología que no es genuina inteligencia de la fe, sino crítica que mina la certeza de las verdades fundamentales, siembra la duda y vacía al misterio cristiano de su contenido sobrenatural tanto en el campo dogmático como en el moral. Lo mismo se puede decir de una corriente de interpretación bíblica que, aplicando sin discernimiento el método histórico-crítico, practica una disección de la Sagrada Escritura como si fuera un mero documento literario del pasado. ¿Dónde encontrar entonces la Palabra de Dios?
Otro capítulo importante de la formación es el de la espiritualidad. Contamos con una inmensa biblioteca ascético-mística integrada por obras de los Padres de la Iglesia, de los grandes doctores, de los santos y maestros del espíritu, muchas de ellas verdaderos clásicos de la espiritualidad católica, tanto de oriente cuanto de occidente. No podemos conformarnos con las aguas turbias de un pietismo sentimental, de la autoayuda psicologista o los devaneos gnósticos tipo “New Age” cuando podemos saciar nuestra sed de Dios en los limpios y refrescantes manantiales que brotan incesantemente de la Roca de la tradición bajo el influjo del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. No habría que olvidar la vida de los santos, sobre todo de los más recientes y por eso más cercanos a nosotros, modelos de seguimiento de Cristo y de auténtica humanidad.
Hace falta, además, una nueva apologética que devuelva serenidad y firmeza a la fe de los creyentes, que muchas veces trastabilla ante el embate de objeciones pseudocientíficas, de prejuicios racionalistas y de leyendas negras. Ese arsenal anticatólico se difunde en una especie de vulgata periodística que corre a los cristianos poco preparados con la vaina de falsos supuestos y medias verdades. La vieja apologética tenía limitaciones y defectos, pero cumplió su servicio; ahora necesitamos una nueva que asuma los métodos que compete utilizar y los datos seguros de las ciencias de la naturaleza y del hombre. Este trabajo está todavía por hacerse, pero en algunos campos quizá haya adelantados que –como dice Vittorio Messori, que probablemente es uno de ellos– sean respetuosos de todos y al mismo tiempo sólidos en el mostrar las razones por las cuales el creyente no es un crédulo, porque el Evangelio es verdadero.
En la actualidad, la Iglesia es el único reaseguro del futuro del hombre, porque sólo en la visión cristiana del mundo queda salvaguarda la auténtica concepción de la persona humana y de su dignidad. La cuestión antropológica es la clave para resolver los problemas más inquietantes de la bioética, para orientar el orden familiar, económico, político y social, los procesos educativos y las consecuencias del desarrollo tecnológico. El católico debe formarse hoy una idea clara de la naturaleza humana y de los valores objetivos y universales fundados en ella y en definitiva en la sabiduría y el poder de su Autor. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (Gaudium et spes, 22). Nos acusan de retrógrados cuando nos oponemos a las leyes inicuas que pretenden una reingeniería de la sociedad contrariando al orden natural. Al sostener el respeto de este orden estamos preparando el futuro, la reconstrucción de lo que destruyen los ideólogos, utopistas y políticos aprovechados. Estamos defendiendo la integridad del hombre y su futuro. Un católico no puede ignorar este lance crucial, ni eludir el compromiso imprescindible que se le impone. También para estos temas apasionantes debemos apelar a la ayuda de los buenos libros.
Algo de todo esto, bastante, se podrá hallar en los anaqueles de esta Exposición.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Discurso inaugural de la XXII Exposición de Libro Católico, pronunciado por monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata (Buenos Aires, 26 de julio de 2010)
La cita anual que nos congrega al inaugurar la Exposición del Libro Católico nos invita a recordar el valor de la buena lectura para la formación personal del cristiano. Valor significa, en esta afirmación, aptitud, utilidad, eficacia; para ser exactos y actuales, habría que añadir, junto al valor la necesidad y aun la urgencia.
Hay una razón esencial para ponderar el recurso a los buenos libros: el lugar que corresponde a la vida de la inteligencia en el interior de la vida de la fe. Conviene recordar que la fe tiene un contenido teorético, intelectual: es conocimiento, contemplación de la verdad divina en las verdades que nos ha revelado Dios, a quien adherimos con plena convicción porque la gracia mueve nuestra voluntad a prestar ese obsequio. La repercusión afectiva de semejante adhesión viene después, como también la coherente proyección de la fe en la conducta. Cada discípulo de Cristo ha de empeñarse, según su condición y sus posibilidades lo permitan, en conocer cada vez mejor el contenido de la revelación tal como la Iglesia lo interpreta, expone y transmite. En sus Reflexiones sobre La condición de la inteligencia en el catolicismo escribía Tomás D. Casares acerca de las verdades de la fe: lo que importa es poseer vitalmente sus enseñanzas y hacer que nos posean en todo nuestro ser, desde la disciplina de los sentidos hasta el ordenamiento de la voluntad y la iluminación de la inteligencia. Se trata de que el católico asiente toda la vida de su inteligencia en el conocimiento de los misterios revelados que nos descubren el orden sobrenatural al cual estamos ordenados.
Otra razón, si se quiere circunstancial, indica la urgencia de alimentar el conocimiento de la fe: es la situación religiosa y cultural en la que se encuentra hoy el creyente en cualquier lugar del mundo. Es sabido –aunque no figure habitualmente en los noticieros ni se hable de ello en los periódicos– que el cristianismo es perseguido implacablemente en algunas regiones. Pero existe otro tipo de persecución, más insidiosa que aquella que enfrenta a los fieles con la posibilidad del martirio de sangre. Es la difusión de una cultura anticristiana que va horadando las convicciones de fe, sobre todo en la gente sencilla, y que incluye actitudes de desprecio y ataques que intentan desacreditar a la Iglesia y desplazar su influjo en la vida de la sociedad. Lo que está ocurriendo actualmente en la Argentina ilustra claramente esta situación. Entre nosotros se está desarrollando un nuevo kulturkampf, una guerra cultural análoga a la que se vivió en la década de 1880: cenáculos pseudointelectuales, círculos políticos y el ambiente oficial mismo parecen comprometidos en un programa sistemático para liquidar lo que resta de cultura cristiana en la sociedad argentina. No son los citados los únicos agentes de ese proceso: para aludir sólo a dos fuentes digamos que las universidades lo alimentan desde hace décadas y los medios de comunicación, en su mayoría, lo aceleran hasta límites inéditos de degradación, arremetiendo impunemente contra el sentido común, la decencia elemental y el buen gusto. La confusión es la nota de la época: confusión intelectual y moral; amparados en ese brumoso clima los ejecutores de la guerra cultural contra las verdades, sentimientos y realidades católicas se dicen católicos y probablemente se creen tales, y se atreven a dar lecciones a la Iglesia y a su magisterio.
Sin embargo, existe un peligro más grave para el catolicismo. Recientemente, en la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, lo ha señalado el Papa Benedicto XVI: El daño mayor, de hecho, lo sufre [la Iglesia] por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empeñando la belleza de su rostro. Digamos de paso que este fenómeno de corrupción interior resulta letal cuando se verifica en el clero, en los centros académicos y en otros ámbitos eclesiales de formación, en las publicaciones eruditas o en las que llegan a los fieles, producidas por editoriales católicas.
La necesidad y la urgencia de formarse mediante buenas lecturas ha de referirse al amplísimo espectro de disciplinas y temas que cubre el libro católico. Para comenzar, corresponde aludir a las publicaciones que exponen la doctrina sagrada: comentarios bíblicos, tratados teológicos, síntesis catequísticas, exposiciones sobre diversos temas que reflejan las verdades de la fe. La sintonía con la gran tradición eclesial y con la enseñanza del magisterio es un punto clave para identificar al libro católico. Porque hay que cuidarse de una cierta teología que no es genuina inteligencia de la fe, sino crítica que mina la certeza de las verdades fundamentales, siembra la duda y vacía al misterio cristiano de su contenido sobrenatural tanto en el campo dogmático como en el moral. Lo mismo se puede decir de una corriente de interpretación bíblica que, aplicando sin discernimiento el método histórico-crítico, practica una disección de la Sagrada Escritura como si fuera un mero documento literario del pasado. ¿Dónde encontrar entonces la Palabra de Dios?
Otro capítulo importante de la formación es el de la espiritualidad. Contamos con una inmensa biblioteca ascético-mística integrada por obras de los Padres de la Iglesia, de los grandes doctores, de los santos y maestros del espíritu, muchas de ellas verdaderos clásicos de la espiritualidad católica, tanto de oriente cuanto de occidente. No podemos conformarnos con las aguas turbias de un pietismo sentimental, de la autoayuda psicologista o los devaneos gnósticos tipo “New Age” cuando podemos saciar nuestra sed de Dios en los limpios y refrescantes manantiales que brotan incesantemente de la Roca de la tradición bajo el influjo del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. No habría que olvidar la vida de los santos, sobre todo de los más recientes y por eso más cercanos a nosotros, modelos de seguimiento de Cristo y de auténtica humanidad.
Hace falta, además, una nueva apologética que devuelva serenidad y firmeza a la fe de los creyentes, que muchas veces trastabilla ante el embate de objeciones pseudocientíficas, de prejuicios racionalistas y de leyendas negras. Ese arsenal anticatólico se difunde en una especie de vulgata periodística que corre a los cristianos poco preparados con la vaina de falsos supuestos y medias verdades. La vieja apologética tenía limitaciones y defectos, pero cumplió su servicio; ahora necesitamos una nueva que asuma los métodos que compete utilizar y los datos seguros de las ciencias de la naturaleza y del hombre. Este trabajo está todavía por hacerse, pero en algunos campos quizá haya adelantados que –como dice Vittorio Messori, que probablemente es uno de ellos– sean respetuosos de todos y al mismo tiempo sólidos en el mostrar las razones por las cuales el creyente no es un crédulo, porque el Evangelio es verdadero.
En la actualidad, la Iglesia es el único reaseguro del futuro del hombre, porque sólo en la visión cristiana del mundo queda salvaguarda la auténtica concepción de la persona humana y de su dignidad. La cuestión antropológica es la clave para resolver los problemas más inquietantes de la bioética, para orientar el orden familiar, económico, político y social, los procesos educativos y las consecuencias del desarrollo tecnológico. El católico debe formarse hoy una idea clara de la naturaleza humana y de los valores objetivos y universales fundados en ella y en definitiva en la sabiduría y el poder de su Autor. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (Gaudium et spes, 22). Nos acusan de retrógrados cuando nos oponemos a las leyes inicuas que pretenden una reingeniería de la sociedad contrariando al orden natural. Al sostener el respeto de este orden estamos preparando el futuro, la reconstrucción de lo que destruyen los ideólogos, utopistas y políticos aprovechados. Estamos defendiendo la integridad del hombre y su futuro. Un católico no puede ignorar este lance crucial, ni eludir el compromiso imprescindible que se le impone. También para estos temas apasionantes debemos apelar a la ayuda de los buenos libros.
Algo de todo esto, bastante, se podrá hallar en los anaqueles de esta Exposición.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata