JAVIER RUIZ PORTELLA
Decir “Europa” es
tanto como decir “las lenguas europeas”. Pensar en Europa es pensar en la
multitud de lenguas que desde la caída del Imperio en 476 d. C. se han ido
esparciendo por nuestra tierra; una riqueza (para los lingüistas y los
traductores, sin la menor duda) que hace, sin embargo, que se alcen altas
barreras ante nuestro destino.
No es éste el caso de
los demás grandes “imperios” (o espacios asimilables). En los Estados Unidos se
habla inglés; en Rusia, ruso; en Hispanoamérica, español. Pero no nos
engañemos. Los grandes beneficios de tal unidad lingüística no consisten en la
facilidad de comunicación o en las ventajas que acarrea para el desarrollo del
turismo, el comercio y la industria.
La unidad lingüística
facilita obviamente tales cosas. Pero como ninguna de ellas es esencial… No es
ahí donde estriba su gran beneficio. La gran ventaja de la unidad lingüística
consiste en las barreras que alza contra la plaga que durante los dos últimos
siglos ha envenenado a nuestra patria europea: el odio nacionalista, el
envilecimiento patriotero, el enfrentamiento entre pueblos que, teniendo un
gran destino común, no poseen una lengua común.
Es cierto, los mil
enfrentamientos que han ensangrentado nuestro suelo europeo no pueden reducirse
—el ejemplo de las guerras entre polis griegas es el más notorio— a la
pluralidad de las lenguas habladas. La sed de poder y de conquista ha constituido
el factor clave de nuestras luchas intestinas. Cuando las tropas de los reyes
de Francia luchaban en Italia, cuando las de los reyes de España ocupaban
Flandes, cuando las tropas de ambos se batían entre sí, no eran ni los
italianos, ni los flamencos, ni los franceses, ni los españoles quienes se
enfrentaban, como pueblos, unos contra otros. El “sentimiento nacional” poco o
nada tenía que ver en ello. La cacofonía de nuestras entremezcladas lenguas,
aún menos.
Tomemos, en cambio,
otros ejemplos más recientes. Cuando las tropas de Napoleón ocupan una España
cuyo pueblo se alza espontáneamente al grito de “¡Muerte a los franceses!”;
cuando la guerra franco-alemana derrumba en 1871 el Segundo Imperio francés en
una especie de preestreno del “Siglo 1914”, como diría Dominique Venner; cuando
comienza de veras dicho siglo con las dos Grandes Guerras que saquearon Europa
y su espíritu… Cuando todo ello sucede, son los pueblos —no sólo las potencias—
quienes se enfrentan movidos por el odio en el que queda aniquilado su destino
común. Es “el sentimiento nacional”, ahora sí, lo que se despliega a fondo; es
el corazón de los pueblos —no sólo la maltrecha carne de los combatientes— lo
que se desgarra tanto en las guerras como en los tiempos de paz que las preparan.
¿Qué ha ocurrido?
¿Cuál es el gran corte que separa estos dos grandes momentos históricos? Este
corte tiene un nombre: advenimiento de la modernidad, y con ella, entrada de
los pueblos en el primer plano de la escena. Pero entrada que sólo es aparente.
No es el pueblo: son las masas las que, sustituyendo y embruteciendo al antiguo
pueblo, se colocan en el primer plano de una escena… que tampoco es tal. Lo que
aquí se representa es la gran comedia en la que se supone que las buenas gentes
dirigen el mundo a través del sufragio y de la opinión denominada pública
(“publicada”, debiera decirse, pues dirigida por los medios de comunicación que
elaboran su cotidiana cháchara).
Son entonces las
pasiones colectivas las que laten en el corazón de unas masas que pasan a
desempeñar, por primera vez en la historia, un papel político de primer plano.
Y es ahí donde la cacofonía engendrada por la multitud de nuestras lenguas
desempañará, a lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del XX, un papel
“identitario” propiamente decisivo, un papel de contraposición entre Nosotros
(nosotros, los que sólo nuestra lengua hablamos) y los Otros (los que, habiendo
nacido al lado quizás, pero fuera, sólo su lengua hablan). Papel identitario de
la lengua que, es cierto, no crea por sí mismo la animadversión entre los
pueblos —pero papel que la fomenta, la refuerza, la encabrita.
El nihilismo, el
yoíto y la identidad colectiva
Ya no es el caso. Ya
nadie se odia hoy en tierra europea. O casi: el odio entre nuestros pueblos se
encuentra reducido a los sempiternos Balcanes y a algunas regiones que,
tomándose por naciones de pleno derecho, sólo sueñan en convertirse en nuevos
Estados jacobinos (Cataluña, el País Vasco, Flandes, Escocia…).
Congratulémonos: no de estos restos de la pesadilla nacionalista, sino de su
casi desaparición. Congratulémonos… si no fuera porque, desaparecida la fiebre
del nacional-patrioterismo, tal parece como si éste se hubiera llevado en sus
alas todo aliento, todo entusiasmo, todo proyecto colectivo: hasta el sentido
mismo de la identidad colectiva. Tal parece como si, no habiendo ya ningún Otro
enfrente, se hubiera roto el espejo en el que nos mirábamos para afirmar —a
contrapelo— nuestro Nosotros.
No tenemos proyecto,
identidad, aliento colectivo. Sólo nos queda nuestro pequeño yo, ese yoíto que,
sumado a la multitud de los otros yoítos, engendra el gran abotargamiento que
nos ahoga. Si se ha desvanecido la pesadilla nacionalista, también es porque en
el desierto nihilista no caben los antiguos enfrentamientos en los que se
dirimía el destino de los pueblos. ¿Qué destino podría guiar los pasos de los
hombres que andan sobre un suelo blando, fláccido, fangoso?
Se trata es de
revitalizar este suelo: no de regresar a los antiguos enfrentamientos entre
nuestros pueblos. Se trata de darnos… y que la suerte nos dé un gran proyecto
colectivo que, rompiendo el abotargamiento de nuestros yoítos, nos permita
reencontrar un Nosotros en el que la persona pueda recuperar su dignidad
perdida; un Nosotros que ya no tenga necesidad de mirarse en el Otro para,
rechazándolo, afirmarse.
Una sola palabra
puede encarnar este “Nosotros”: Europa. No esa negación del espíritu europeo
que es “el trasto de Bruselas”, como lo llamaba De Gaulle: sólo la Europa como
destino político, cultural, afectivo…; sólo la Europa como patria. No la Europa
de los mercaderes y burócratas, sino la Europa de la alta cultura; la Europa
que ha llevado la civilización al más alto esplendor de todos los tiempos; la
Europa que, nacida en Grecia y expandida por Roma, ha proseguido durante tantos
siglos su camino interrogándose, buscando, innovando…
Pero la Europa
también que, después de la caída del Imperio romano, jamás ha logrado recuperar
su gran designio colectivo. Pese a toda la nostalgia que la ha embargado. Pese
a todos los intentos que por recuperar tal designio ha emprendido: Carlomagno,
el Sacro Imperio Romano-Germánico, Napoléon…
Basta, sin embargo,
evocar este último nombre para comprender hasta qué punto el intento estaba
condenado al fracaso. El imperio napoleónico, antes de ser el imperio europeo
que habría podido ser, encarnaba la supremacía que una sola nación intentaba
imponer a las demás. Es cierto que también Roma ejercía su supremacía sobre los
pueblos a los que sometía. Pero la cultura, el arte, la lengua… todo el gran
proyecto que las legiones romanas llevaban en la punta de sus lanzas era
incomparablemente superior al de los pueblos que Roma conquistaba. No había
igualdad, no había punto de comparación —lingüístico, cultural, artístico, jurídico…—
entre Roma y los galos, entre Roma y los celtíberos…: una igualdad que, en
cambio, ya en el siglo XIX se había expandido por completo entre nuestros
diversos pueblos.
Si —retomando la
sentencia de Heidegger sobre lo divino— sólo Europa “puede salvarnos”,
semejante “salvación” sólo puede proceder de la Europa entendida como gran
patria en cuyo seno queden integradas —sin supremacía de ningún tipo— todaslas
demás patrias, naciones o regiones, más pequeñas, más cercanas.
¿Cómo lograrlo? La
cosa aún parece más difícil en los sombríos tiempos de un nihilismo que, sin
embargo, propicia paradójicamente el acercamiento entre nuestros pueblos.
Hundidos en las arenas movedizas del nihilismo, privados de memoria y aliento
colectivos, agotados tras dos siglos de escalada nacionalista, anonadados por
todos los muertos de todas nuestras guerras fratricidas, he ahí que hemos
descubierto algo sumamente valioso: más allá de nuestras particularidades,
todos los europeos nos parecemos como gotas de agua. El desarrollo de las
comunicaciones y de los viajes, incluida esa plaga que es el turismo y sus
rebaños, ha traído consigo un beneficio indudable: al facilitar que nuestros
pueblos se acerquen unos a otros, ha saltado a la vista la evidencia de nuestra
identidad común.
Se ha puesto de
manifiesto nuestra identidad común. Pero también el alto muro que se alza
frente a ella. Ya podemos sentir, ya, lo mucho que se parecen a nosotros esos
alemanes, o esos franceses, o esos holandeses, o esos italianos… con los que
nos hemos topado durante nuestros viajes y con quienes, a trancas y barrancas
con nuestro mal inglés, hemos mantenido bien agradables conversaciones.
Careciendo de un idioma común, ni ellos ni nosotros podremos nunca sentir que
somos compatriotas que habitamos la misma casa y compartimos la misma lengua.
Europa como patria…
¡Hermoso, sí! Pero ¿qué patria común puede haber donde no impera una lengua
común? ¿Que lazo carnal puede tejerse entre unos pueblos que, sin traductores
ni intérpretes, están abocados a la cacofonía? ¿Qué casa común podremos habitar
cuando la lengua —“la morada del ser”, decía Heidegger—, es lo que teje los
lazos básicos que mueven las emociones, la sensibilidad, la memoria…? La
lengua: el aire mismo —aire del mundo y aire de un pueblo— gracias al cual
somos.
Las lenguas
minoritarias y las lenguas de alta cultura
La cuestión parece
tan inamovible como un hecho natural. No es posible ninguna marcha atrás a
partir del momento en que los europeos, después de la caída del Imperio,
apostaron por la particularidad de sus pueblos y de sus terruños, lo cual les
llevó a desmantelar también, algo más tarde, la lengua —el latín— que los había
mantenido unidos durante siglos.
No se puede remediar,
está claro, pero sí se pueden buscar remedios paliativos. El más importante,
por no decir el único, es que acabe arraigando una auténtica lingua franca
europæ que, cual águila poderosa, planee por encima de la multiplicidad de
nuestras lenguas particulares.
El problema es que
una lingua franca artificial —como lo es hoy el americano— puede resultar
sumamente útil para el desarrollo de los negocios, pero semejante lengua nunca
podrá convertirse en “la casa del ser” que, manteniéndonos unidos, nos haga
sentir —es de sentimientos, de emociones, de lo que se trata— que formamos
parte integrante de una patria, es decir, de una comunidad que, superior a la
suma de sus partes, se enraíza en el tiempo y la historia.
La cuestión es
entonces: ¿podemos conocer una lingua franca europæ que, siendo otra cosa que
un banal medio de comunicación, nos haga sentir nuestra identidad propia?
Parece más que difícil. Y, sin embargo, algo así existió antaño. Durante
siglos, la aristocracia europea, o más bien, la aristocracia de Rusia y del
conjunto de Europa central hablaba francés como lengua propia, a la vez que
tenía un excelente conocimiento de las lenguas locales que acabaron
imponiéndose.
Es legítimo que se
hayan impuesto. El problema es que lo hicieron de forma única, exclusiva:
excluyendo esta especia de lingua franca en que se había convertido el francés,
no por los beneficios que proporcionaba a turistas y mercaderes, sino por la
relevancia de su alta cultura. (Y si esta relevancia hubiera sido la de
cualquier otra gran lengua europea —cosa, desde luego, perfectamente posible—,
habría que congratularse por ello exactamente igual.)
¿No podría el inglés
desempeñar hoy un papel similar? El inglés (el de Shakespeare, Byron, Pound…)
¡por supuesto que sí! El americano (el de, digamos, un Henry Ford o un Georges
Bush), mucho más difícilmente. La dificultad no estriba en la lengua como tal.
Estriba en el símbolo en que se ha convertido el americano: esa cosa
utilitaria, casi tan artificial como el esperanto, que va expandiéndose por
todo el planeta a fin de satisfacer las necesidades de un mundo que, por
desgracia, también Europa ha tomado como modelo. Y ese mundo es el que se trata
precisamente de erradicar.
¿Cómo podría arraigar
entre nosotros una auténtica, una no artificial lingua franca europæ? He ahí
una de nuestras cuestiones más decisivas. Cuestión nunca planteada, pero que,
por ello mismo, requiere ser puesta resueltamente sobre el tapete. Pero también
requiere algo más. Si resolver (o al menos paliar) nuestra cacofonía
lingüística ya es tan complicado, ¡lo que jamás debería hacerse es agravar,
encima, tal cacofonía! Y es esta agravación la que acarrean todos los proyectos
consistentes en colocar en el primer plano a lenguas minoritarias “por fin
liberadas de sus seculares cadenas”, como se pretende en Cataluña, en el País
Vasco, en Escocia, en Flandes y también, aunque con menor fuerza, en Bretaña,
Córcega u Occitania.
En sí misma, la
reivindicación de las lenguas minoritarias es de todo punto legítima. En un
mundo cada vez más uniformizado, feo y globalizado, el apego a las tradiciones y
costumbres locales, el amor por la lengua y por la tierra en la que uno ha
nacido, es absolutamente indispensable si se quiere hacer frente a la
uniformización que se desploma, triste y gris, sobre el mundo.
El problema no está
ahí. El problema ni siquiera está en la voluntad de romper el lazo político
que, durante siglos, ha unido a la mayoría de estos pueblos con la nación de la
que ahora quieren desprenderse. Si lo que se pretende es acabar con el
Estado-nación, ¡acábese ya con él! Pero de una vez y de verdad: no para crear
una multitud de otros Estaditos bien bonitos, jacobinitos y pequeñitos. Acábese
con el Estado-nación para fundar el Imperio Europeo (e “Imperio” quiere decir:
plena autonomía de sus partes integrantes, sin supremacía de ninguna). Reconózcanse
sus derechos a cuantas lenguas minoritarias se quiera, pero hágase de tal modo
que se mantengan dichas lenguas en su legítimo lugar: en el de lo próximo, lo
íntimo, lo familiar. Evítese que las lenguas minoritarias, sustituyendo a las
de alta cultura en torno a las que han crecido, vengan a agravar aún más una
multiplicidad cuya cacofonía es obligatorio reducir.
Es todo lo contrario
lo que pretenden los movimientos separatistas. Anhelan destronar las lenguas de
alta cultura a las que odian —español, francés, inglés, alemán…— a fin de
reemplazarlas por las únicas lenguas que laten en su corazón. Dondequiera que
han triunfado los movimientos nacionalistas ha quedado aniquilado el
bilingüismo que hasta entonces era moneda corriente. Nunca el triunfo nacionalista
ha consistido en legitimar las dos lenguas propias de sus pueblos. Jamás han
soñado en mantener cada una en su lugar: la lengua “por fin liberada” en el
ámbito de lo cotidiano y familiar; la de alta cultura en el lugar predominante
que le corresponde si es cierto que “la cultura de gran estilo”, como la
llamaba Nietzsche, es primera respecto al ámbito de lo cotidiano y familiar.
Abundan los ejemplos.
Cuando el antiguo Imperio austro-húngaro fue derrotado en 1918, sus pueblos no
pensaron un solo instante en mantener, junto a sus lenguas, el alemán que hasta
entonces habían hablado. La lengua de Goethe, Nietzsche, Kafka… ha desaparecido
por completo en tales países, al igual que la de Montaigne, Baudelaire, Céline…
se ha apagado en la Flandes donde se hablaba corrientemente no hace aún tantos
años. Es posible que la lengua de Shakespeare, Dickens, Lawrence… acabe también
desapareciendo de Escocia, al igual que, dentro de algunos años, los catalanes
y los vascos que quieran conocer a Cervantes, Quevedo, Machado… deberán
leerlos, si todo sigue así, en traducción catalana o vasca.
¿Y qué?, se dirá. ¿A
santo de qué una tan desmesurada importancia otorgada a la literatura? ¿De qué
estamos hablando aquí: de poesía o de lengua?
Estamos hablando de
lengua: de las lenguas de nuestra patria común y de su indispensable lingua
franca europæ. Estamos hablando, así pues, de poesía. De la poesía que es “la
lengua original”, nos dice Heidegger, a cuya escucha se abre el mundo, de igual
modo que la lengua es “la poesía original a través de la cual un pueblo poetiza
el ser”.
© Nouvelle Revue
d’Histoire, mayo de 2013
El Manifiesto,
14-5-13