Marcelo Fabián
Sain*
Le Monde Diplomatique
- Edicion cono Sur
Edición Nro 174 -
Diciembre de 2013
Desde la recuperación
de la democracia en 1983, el poder político delega en la policía el control de
la inseguridad, y la policía regula a las organizaciones ilegales. Los
recientes escándalos de narco-policías en Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba
demuestran que este sistema está crujiendo.
n agosto de 2011, dos
meses antes de las elecciones presidenciales, en el marco de un ajuste de
cuentas entre grupos narcos de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, se
produjo el secuestro y asesinato de Candela Sol Rodríguez, una niña de 11 años.
La policía bonaerense, bajo la supervisión directa de sus jefes superiores y de
las propias autoridades ministeriales, construyó una presunta banda criminal a
la que le imputó el hecho. Lo hizo utilizando testigos de identidad reservada
vinculados al mundillo criminal de baja estofa o que eran informantes de la
propia policía. Ello fue posible porque el fiscal dejó en manos policiales la
conducción de la investigación y consintió, junto al juez de garantías, el
armado de la causa.
El objetivo era
ocultar las extendidas relaciones construidas desde hace más de una década
entre la policía y los grupos narco que operan en San Martín. En septiembre de
2012, la Comisión
Especial de Acompañamiento para el Esclarecimiento del
Asesinato de Candela Sol Rodríguez, creada en el Senado provincial, confirmó la
vinculación del crimen con el narcotráfico. Los legisladores no se anduvieron
con eufemismos: “Algunos funcionarios policiales, denunciados por sus
vinculaciones con el narcotráfico y referenciados de una u otra manera en la
causa, son narco-policías que cobran a las bandas locales para que operen
libremente”.
En octubre de 2012,
el jefe de la Policía
de Santa Fe, comisario general Hugo Tognoli, fue detenido sospechado de
proteger a grupos narco que operaban desde hacía mucho tiempo en las grandes
ciudades de la provincia. A partir de entonces, fueron detenidos numerosos
jefes y oficiales acusados de formar parte de emprendimientos narco o de tener
algún tipo de vínculo con ellos. En junio de este año la justicia federal
imputó a Tognoli, junto a otros policías, como partícipe necesario del comercio
de estupefacientes agravado por su rol de funcionario público.
En septiembre pasado,
efectivos de la Dirección
de Drogas Peligrosas de la
Policía de Córdoba, incluyendo al jefe, fueron detenidos. En
el marco de la causa judicial y a través de los sucesivos testimonios que se
conocieron y de los eventos que ocurrieron desde entonces –entre ellos los
supuestos asesinatos de dos policías que fueron presentados como suicidios–, se
supo que, desde mucho tiempo antes, los policías cordobeses, de estrechísima
relación con la Drug
Enforcement Administration (DEA) estadounidense, protegían
narcos y regulaban el negocio a cambio de dinero y drogas.
Los tres casos
confirman la idea central de este artículo: el Estado, a través de las
prácticas ilegales de sectores activos y poderosos de sus policías, no sólo
forma parte del narcotráfico, sino que ha sido el factor determinante de su
expansión y configuración actual.
El tema es tanto más
grave cuanto que la clase política, sea de derecha, centro o izquierda, lo
rehúye, y para ello apela a gambetas discursivas: algunos dirigentes han
señalado que los poli-narcos son funcionarios deshonestos institucionalmente
aislados que no comprometen al resto de la organización ni, muchos menos, a sus
responsables políticos. Otros indicaron que los policías implicados son
víctimas inofensivas de operaciones mediáticas de la oposición. Unos pocos dan
cuenta del problema pero no comprenden su envergadura institucional. La mayoría
guarda un activo silencio.
Lo que se intenta
ocultar es que el involucramiento policial en el narcotráfico es la
consecuencia inevitable de una modalidad de gestión del crimen inscrita en un
doble pacto de gobernabilidad de la seguridad pública que se impuso en
Argentina desde los años 80. Este doble pacto implicó, por un lado, la
delegación del gobierno de la seguridad por parte de las sucesivas autoridades
gubernamentales a las cúpulas policiales (pacto político-policial). Y, por otro
lado, el control de los delitos, y en especial de la criminalidad compleja, por
parte de la policía a través de su regulación y su participación (pacto
policial-criminal). Este doble pacto está en la base del problema actual.
El doble pacto
Desde la recuperación
de la democracia en 1983, la política argentina se desentendió de la seguridad
pública. Se impuso, casi unánimemente, el desgobierno político de la seguridad
y, junto a ello, la gobernabilidad policial de la seguridad, lo que se tradujo
en la delegación de la gestión de la seguridad a las cúpulas de las
instituciones policiales y en la conducción autónoma de éstas.
Esta delegación se
explica por dos razones. Por un lado, la consideración en el mundo político de
que las instituciones policiales, aun conservando las mismas bases funcionales,
orgánicas y doctrinarias que se establecieron cuando fueron creadas hace medio
siglo, y aun reproduciendo casi las mismas prácticas represivas y corruptivas
del pasado, constituyen el principal instrumento institucional para el control
del crimen y la gestión de la conflictividad social. Y, por otro lado, la
tradicional apatía e incapacidad con que los sucesivos gobiernos abordaron los
asuntos de la seguridad pública, y fundamentalmente las cuestiones policiales y
las problemáticas criminales.
En los 90, cuando el
tema se convirtió en un asunto de relevancia para la opinión pública, el pacto
político-policial no sólo se mantuvo indemne sino que resultó funcional a la
lógica por medio de la cual los gobernantes intentaron surfear los problemas
derivados de la inseguridad. Mientras las autoridades gubernamentales
desplegaban discursos y acciones tendientes a atenuar los efectos políticos y
sociales de la ola de inseguridad, sobre todo en tiempos de campaña electoral,
las policías abordaban la problemática procurando impedir que dichas cuestiones
originaran escándalos o dieran lugar a situaciones de crisis institucional. En
suma, se trataba menos de enfrentar el delito que de evitar sus efectos
políticos desestabilizantes.
En el contexto de
este pacto político-policial, los sucesivos gobiernos consintieron –casi
siempre de manera tácita pero también a veces de forma manifiesta– la
regulación policial del crimen. Lo importante no era la ilegalidad de la
actuación policial y, en ese marco, la reiteración sistemática de prácticas
abusivas y corrupciones, sino la ausencia de problemas que enturbiaran la
gestión oficial o la situación política. Todos callaron –y, por ende,
avalaron–que el Estado controlara el crimen mediante el crimen.
Dicho de otro modo:
la política argentina acordó que los asuntos criminales son de incumbencia
policial y que su control bien puede implicar la participación de la policía en
su regulación ilegal y la estructuración de un dispositivo estatal paralelo,
siempre que ello no dé lugar a coyunturas críticas que pongan en tela de juicio
la legitimidad y estabilidad de los gobernantes o de algunos de sus ministros o
secretarios de Estado. En este sentido, la policía gestionó las problemáticas
delictivas más complejas y de mayor rentabilidad interviniendo en ellas (1).
Mercados ilegales y
policías reguladores
La regulación
policial ha sido la condición fundamental para la formación y expansión de los
mercados ilegales de bienes y servicios más diversificados y rentables: el de
las drogas ilegales; el de los autopartes y repuestos obtenidos del desguace de
automóviles robados, y el de los servicios sexuales provistos a través de la
explotación de personas.
Durante el período
constitutivo, los grupos criminales se movieron buscando la consolidación del
emprendimiento delictivo y la estabilización de las relaciones con la policía,
así como con los clientes y otros actores económicos clave. Peter Lupsha (2)
denomina esta fase como “etapa predatoria”: los actores delictivos procuran el
dominio exclusivo sobre un área, vecindario o territorio que resulta
fundamental para el desarrollo de sus actividades o para la expansión de las
mismas, garantizando dicho dominio mediante el uso de la fuerza o la violencia
“defensiva” a los fines de “eliminar enemigos y crear un monopolio sobre el uso
ilícito de la fuerza”, siempre persiguiendo la obtención de “recompensa y
satisfacción inmediatas” más que detrás de “planes u objetivos a largo plazo”.
En esta fase inicial, el grupo criminal mantiene una relación de subordinación
a los actores políticos y económicos brindándoles fondos o sirviendo para
eliminar o extorsionar a grupos disidentes o enemigos de éstos. “La pandilla
criminal –afirma Lupsha– es sirviente de los sectores políticos y económicos y
puede ser fácilmente disciplinada por éstos o sus agencias de ley y orden.”
En el caso argentino,
el actor clave que garantizó la estabilidad del ambiente, la clandestinidad del
negocio y los medios para consolidarlo como emprendimiento económico fue la
policía. El amparo y la protección de los “representantes de la ley” a los
grupos criminales han sido, en este nivel inicial, la principal condición de
desarrollo de los mismos. Por cierto, sin la protección policial en Argentina
habría, sin dudas, narcotráfico, robo de autos o trata de personas. Pero el
significativo aumento de estas modalidades criminales –y, en particular, la
rápida estructuración de los mercados y las economías ilícitas vinculados a
ellas– ha encontrado en la regulación policial un enorme impulso. Y ello fue
así porque, hasta ahora, la envergadura del negocio criminal no ha hecho
posible la autonomización delictiva respecto de la ordenación policial.
Como destaca Matías
Dewey, el éxito de los grupos criminales no se fundó apenas “en su destreza o
capacidad logística sino en que han logrado relacionarse con ciertos sectores
de un socio muy exclusivo: el Estado”. La protección policial constituyó el eje
de la articulación entre agentes estatales y miembros de organizaciones
criminales. Como explica Dewey, nadie la necesita más que un criminal y nadie
tiene más posibilidades de otorgarla que un agente estatal (3). En suma, la
policía ha sido la verdadera “autoridad de aplicación” de las reglas de juego
del negocio criminal. Y ello sólo ha sido posible porque, aun con deficiencias
e imperfecciones, logró mantener el control efectivo de los territorios y de
sus poblaciones.
Esta regulación
supone una modalidad particular de protección estatal al emprendimiento
delictivo. A diferencia del patrocinio efectuado por los grupos mafiosos
italianos o rusos, que no ha implicado ninguna forma de asociación con el
Estado, en Argentina la regulación policial del crimen apuntó básicamente a
evitar que las reglas formales sean efectivas, es decir, suspender la
aplicación de la ley y crear espacios con una “regulación interna sui generis”
que resulten propicios a los emprendimientos criminales (4). Pero esta falta de
acción no equivale a no hacer nada. Al contrario, implica una serie de operaciones
activas que no se limitan a crear zonas liberadas, sino que también conllevan
la detención y la liberación de personas y la protección de informantes, entre
otras cosas.
Así, la venta de
protección va más allá de ciertas modalidades de corrupción tendientes
solamente a obtener ganancias o generar fondos para el autofinanciamiento
ilegal de un sector de la policía. Se trata, en realidad, de una transacción
ilegal estructurante del propio negocio criminal. En otras palabras, un arreglo
derivado del manejo por parte de la policía de un conjunto de dispositivos y
destrezas informales mediante las cuales ha sido capaz de brindar estabilidad y
seguridad a la trama criminal y, con ello, garantizarle una relativa
previsibilidad. La policía, explica Dewey, construyó “un ambiente relativamente
seguro y predecible para ciertos intercambios económicos”, lo que la convirtió
en parte de la empresa criminal.
Todo esto con dos
objetivos fundamentales. Por un lado, obtener fondos. Y, por otro lado, ejercer
un cierto control del delito mediante su regulación efectiva. En el marco del
pacto político-policial, el compromiso político de la policía estuvo orientado
a garantizar una gobernabilidad de la seguridad pública y gestionar las
problemáticas criminales sin notoriedad social ni escandalización. De este
modo, la tutela policial a los embrionarios grupos narco fue la condición
necesaria para la expansión y estabilización del mercado ilegal de drogas, en
la medida en que permitió tanto el dominio territorial como la clandestinidad
que los hicieron políticamente viables. Pero todo cambia.
Las grietas
La posición dominante
de la policía ante los grupos criminales operó como la principal condición de
reproducción del crimen. En Argentina, a diferencia de otros países de la
región, la envergadura y diversificación de los emprendimientos criminales aún
es acotada desde el punto de vista de su densidad económica así como también en
su incidencia sobre sectores y actividades legales. Hasta ahora, las
actividades del narcotráfico –y de las otras manifestaciones criminales
organizadas– eran llevadas a cabo por grupos que no poseían autonomía respecto
del Estado y, en particular, de las fuerzas de seguridad que los han protegido,
favorecido, moldeado y alentado. Estos grupos no han detentado una capacidad de
cooptación o control directo de porciones del sistema institucional de
persecución penal –fiscales, jueces y policías– ni de las estructuras de
gobierno encargadas de la seguridad pública. Tampoco cuentan con la capacidad
para llevar a cabo estrategias de contestación armada contra el Estado. Hasta
ahora, dependían del Estado, de sus dispositivos paralelos, de la policía. El
doble pacto era eficaz.
Pero ya se ven
grietas. El caso Candela, así como las detenciones de narco-policías en Santa
Fe y Córdoba, son una manifestación elocuente. Y ello porque implicaron el
quiebre de la capacidad policial de regulación eficaz del crimen y, por ende,
el fin de la invisibilidad política y social del entramado policial-criminal y
del involucramiento político más o menos directo en esa modalidad de
gobernabilidad de la seguridad. Estos casos revelan el paulatino desfasaje
entre ciertos emprendimientos del narcotráfico y el sistema policial de
regulación.
La causa hay que
buscarla en la transformación del narcotráfico en nuestro país. En la última
década, el crecimiento sostenido del consumo de drogas ilegales, en particular
de cocaína, en las grandes ciudades argentinas favoreció la formación paulatina
de un mercado minorista creciente, diversificado y altamente rentable, cuyo
abastecimiento fue provisto mediante una diversificada estructura de menudeo.
Esta expansión se explica por una serie de condiciones y disposiciones
culturales y económicas pero también por un factor fundamental: la
proliferación de “cocinas” en las que se comenzó a producir localmente cocaína.
La adquisición en países limítrofes de pasta base y su traslado transfronterizo,
el fácil acceso a los precursores químicos necesarios y el aprendizaje para la
elaboración del clorhidrato de cocaína les brindaron a los grupos narco locales
la oportunidad de convertirse en productores.
Esto cambió todo. No
sólo se diversificó el emprendimiento criminal en cuanto a su estructuración
espacial y organizacional sino que se amplió significativamente la
disponibilidad y oferta de cocaína en el mercado interno. “Empezaron a aparecer
las cocinas, en las cuales, en un pequeño espacio y con un par de bidones de
precursores se elabora la droga”, explica el sociólogo Enrique Font (5). Eso
hizo que se diversifique territorialmente la producción y que se multipliquen
las personas vinculadas a la venta de drogas reproduciendo un sistema parecido
al de la economía informal.
Esta novedosa
vinculación directa de la producción con la venta minorista de cocaína amplió
la envergadura del negocio, que se hizo más complejo y rentable. Pero también
favoreció la competencia entre grupos criminales por el dominio de ciertos
territorios o circuitos de producción y comercialización de drogas, lo que
derivó en ajustes de cuentas mediante el accionar de sicarios o enfrentamientos
armados. Todo esto, sumado a la intromisión de alguna que otra policía no vinculada
al negocio y dispuesta a desarticular el pacto bajo el amparo de algunos pocos
jueces y fiscales, comenzó a horadar poco a poco la eficaz clandestinidad, que
le garantizaba estabilidad y discreción al emprendimiento narco.
Las incógnitas
El desarrollo del
negocio narco y, en ese contexto, la diversificación y el fortalecimiento
organizacional de los grupos criminales que lo llevan a cabo se conjuga con las
cada vez más evidentes incompatibilidades entre el dispositivo legal del Estado
y el esquema paralelo creado por la policía, que genera confrontaciones por la
protección del crimen. Esto está contribuyendo a inviabilizar, política y
socialmente, la regulación policial del crimen.
Los grupos criminales
que consiguen afianzarse en un determinado ámbito geográfico, ampliando sus
negocios y conexiones, comienzan a entablar relaciones de creciente paridad con
los actores institucionales –entre ellos la policía– y económicos, mediante la
combinación de una destreza empresarial dirigida a satisfacer la demanda de
bienes y servicios ilícitos. Con el tiempo, van fortaleciendo su capacidad
corruptiva mediante acciones sistemáticas de soborno y la inversión en
actividades económicas lícitas o, directamente, en el financiamiento de la
política, de algún gobernante o de algún candidato. Se trata del período que
sigue a la etapa inicial de penetración, lo que Peter Lupsha denomina “etapa
parasitaria”, en la que el grupo criminal desarrolla una interacción corruptiva
con los sectores del poder. “La corrupción política que acompaña la provisión
de mercancías y servicios ilícitos –explica Lupsha– proporciona el pegamento
necesario para unir los sectores legítimos de la comunidad y las organizaciones
criminales del bajo mundo”, posibilitando que el grupo criminal adquiera una
significativa incidencia sobre la economía, la política y la institucionalidad
locales. Esto, a su vez, le permite quebrar la posición de subordinación que
mantenía con la policía y la justicia. Así, la expansión del grupo criminal lo
ubica en una relación de “mutualidad” con los sectores económicos, políticos e
institucionales y hasta de subordinación de los mismos, en un contexto signado
por un creciente control de las estructuras gubernamentales. “El anfitrión, los
sectores políticos y económicos legítimos, se vuelve ahora dependiente del
parásito, los monopolios y las redes del crimen organizado, para sostenerse a
sí mismo”. Se pasa así a una etapa simbiótica, en la que el crimen es
dominante: “Los medios tradicionales del Estado para hacer cumplir la ley ya no
funcionan, pues el crimen organizado se ha vuelto parte del Estado; un Estado
dentro del Estado” (6).
La incógnita pasa por
saber si la política tendrá la voluntad y la capacidad para abandonar esta
modalidad de gestión del crimen o si, en su defecto, insistirá en su
reproducción, incluso al riesgo cierto de que la transformación del fenómeno
criminal termine quebrándola. El panorama es poco alentador. Luego de destapado
el caso Candela, el oficialismo se impuso cómodamente en las elecciones de
gobernador de la provincia de Buenos Aires de octubre de 2011. Lo mismo sucedió
en las elecciones legislativas de 2013 con las victorias oficialistas en
Córdoba y Santa Fe. Estos triunfos se produjeron a pesar de las evidencias de
que sus gobernantes habían consentido el doble pacto, lo intentaron ocultar
cuando se hizo público y lo continuaron, aggiornándolo apenas, después, lo cual
confirma que la incidencia electoral de estos desmadres es menor. Todo esto, en
definitiva, alimenta el letargo gubernamental y refuerza el riesgo de que
derive en una peligrosa reproducción caótica del doble pacto.
1. Marcelo Fabián
Sain, “La policía, socio y árbitro de los negocios criminales”, Le Monde
diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, julio de 2010.
2. Peter Lupsha, “El
crimen organizado transnacional versus la Nación-Estado ”,
Revista Occidental, Instituto de Investigaciones Culturales Latinoamericanas,
Tijuana, Año 14, Nº 1, 1997, pp. 27 y 28.
3. Matías Dewey, “Al
servicio de la comunidad… delictiva”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur,
abril de 2011.
4. Matías Dewey,
“Illegal Police Protection and the Market for Stolen Vehicles in Buenos Aires”,
Journal of Latin American Studies, Cambridge, Volumen 44, noviembre de 2012, p.
687.
5. La Capital , Rosario, 28 de
septiembre de 2011.
6. Peter Lupsha, “El
crimen organizado transnacional…”, op. cit., pp. 28 y 29.