El sistema federal
adoptado por la Constitución Nacional se basa en el respeto de las
preexistentes autonomías provinciales y en evitar la concentración de poder en
un mismo centro geográfico, de manera que los gobernadores controlen la ciudad
portuaria. Pero en la actualidad es al revés: se habla de federalismo para
sostener el relato, aunque se ha impuesto un verdadero régimen unitario.
El esfuerzo de
integración nacional a partir de 1862 impulsado por un presidente porteño y
tres provincianos- no solamente consolidó un exitoso "modelo
agroexportador" que levantó el nivel de vida de toda la población, sino
que también fue un "modelo integrador" que creó capital social y
físico en todo el territorio de la Nación. Un federalismo en serio.
Ello se realizó
mediante el flujo inmigratorio, el formidable despliegue educativo, la
homogeneización institucional con la sanción de códigos, la creación de la
Corte Suprema de Justicia y la unificación monetaria. Se dejaron atrás las
postas y carretas con el tendido de la red ferroviaria, los correos y
telégrafos, los puertos y caminos, y los dragados, faros y balizas.
En época del
Centenario, la Argentina se comparaba con Estados Unidos y se preveía un futuro
aún más promisorio. Había incorporado 5,5 millones de inmigrantes y
alfabetizado a gran parte de su población, al tiempo que registraba más de
30.000 industrias. Entre 1919 y 1929, creció a una tasa promedio del 3,6%
anual, más que el resto de los países desarrollados. En ese modelo de
integración nacional, mediante la educación pública y el desarrollo de
infraestructura, estaban sentadas las bases para realizar el sueño federal, con
un crecimiento armónico de las provincias a partir de sus fortalezas relativas.
En retrospectiva, era el momento de decidir si deseábamos ser como Australia o
Canadá, o como en definitiva somos.
Tras la crisis de
1929, se expandió el rol del gobierno central, afectando la actividad privada y
desplazando potestades provinciales; aparecieron el impuesto a los réditos y la
recaudación centralizada con coparticipación. Comenzó el uso populista de la
economía y como el genio de la botella, nunca más se pudo volver a meter en el
frasco.
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Las provincias, pese
a no haber desarrollado su potencial competitivo, sumaron a sus presupuestos
cada vez más responsabilidades de gastos sin tener fondos para atenderlos. Esta
carga se originó en la transferencia de escuelas y hospitales nacionales,
aunque también en el aumento de personal, como sustituto de un seguro de
desempleo a partir de la crisis de 2001. Se pusieron la soga al cuello y el
control sobre la soga quedó en Balcarce 50.
Ocurre que los
recursos del Estado nacional no dejan de aumentar, en detrimento de las
provincias. Desde 1890, en cada crisis económica se han creado impuestos de
emergencia, que no son coparticipables, ampliando el poder de quienes tienen la
soga para elegir las provincias que recibirán aire y las que serán asfixiadas.
La AFIP recauda casi el 80% de los ingresos totales y las provincias alrededor
del 20%. Como ejecutan casi el 50% del gasto público consolidado, dependen de
la coparticipación y de refuerzos discrecionales para sobrevivir.
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Es inexplicable que
siendo el nuestro uno de los países más ricos de la Tierra, con los suelos más
fértiles, los climas más benignos, los cursos de agua más abundantes, reservas
minerales y de hidrocarburos, se requiera dedicar una parte sustancial del
gasto público a planes sociales para paliar la pobreza y la desnutrición.
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La Nación, Editorial,
9-3-14