Es importante que
esté muy claro hacia dónde quiere ir la Unión Europea, ha subrayado el primer
ministro de Italia Matteo Renzi. Pero hacer ese tipo de declaración es como
tratar de forzar una puerta abierta porque la dirección a seguir ya está
decidida, pero no en Bruselas sino en Washington. Los acuerdos de asociación y
de libre comercio que Ucrania, Georgia y Moldavia acaban de firmar con la Unión
Europea no sólo tienen implicaciones económicas sino también políticas y
estratégicas.
La abolición de los
derechos de aduana y otras medida de «liberalización» previstas en los acuerdos
pondrán las economías de esos 3 países –sobre todo la ucraniana, que es con
mucho la más importante– en manos de las transnacionales, pero no sólo de las
transnacionales europeas sino de las estadounidenses. Ucrania cederá el 49% de
la propiedad de los gasoductos y depósitos subterráneos de gas a varias
compañías estadounidenses –fundamentalmente a ExxonMobil y Chevron– y europeas,
que de hecho ejercerán así el pleno control.
Al mismo tiempo, la
prevista «modernización» de la agricultura ucraniana permitirá, sobre todo a
las compañías Cargill y Monsanto –que ya habían logrado implantarse en ese
país– apoderarse de lo que antiguamente se conocía, debido a la fertilidad de
sus tierras, como «el granero de la URSS». Y se trata de un sector de primera
importancia. La agricultura ucraniana, cuya producción aumentó en valor en un
14% en 2013, representa un 10% del producto nacional bruto (PNB) y un 25% de
las exportaciones.
El control de la red
de gasoductos y de la agricultura ucranianas proporcionará, sobre todo a
Estados Unidos y Alemania, un poderoso instrumento de presión sobre Rusia. Esta
última depende en gran parte de los corredores energéticos ucranianos para
exportar su gas hacia la Unión Europea y absorbe más de una cuarta parte de las
exportaciones ucranianas, sobre todo en el sector agrícola.
El instrumento
económico está en correspondencia con la estrategia anunciada por el G7 que,
reunido en Bruselas justo antes del Consejo Europeo, hizo suya la línea de
Washington. Después de anunciar un programa del FMI ascendente a 17 000
millones de dólares para Ucrania, más otras 18 inversiones que harán los 7 para
apoderarse de la economía ucraniana en su totalidad, el G7 «condena a la
Federación Rusa por su continua violación de la soberanía de Ucrania». Formula
que el Consejo Europeo hizo suya el 23 de junio.
Todo lo anterior
aplana el camino a la ulterior extensión de la OTAN sobre territorios de lo que
fue la URSS. No hay que olvidar que Ucrania, Georgia y Moldavia fueron
repúblicas soviéticas y que la agresión del ejército georgiano contra Osetia
del Sur –en 2008– seguramente era parte de la estrategia de Estados Unidos y la
OTAN. Tampoco hay que olvidar que 23 de los 28 países miembros de la Unión
Europa son al mismo tiempo miembros de la OTAN, así que las decisiones tomadas
en la alianza atlántica, bajo la indiscutida dirección de Estados Unidos,
determinan las intenciones de la Unión Europea.
En esa situación, el
papel de Italia es el de la cazuela de barro [que no puede chocar con la de bronce
porque se rompe]. Por un lado porque la asociación de Ucrania con el área
europea de libre comercio permitirá a las transnacionales estadounidenses y
europeas controlar –y en eso reside la paradoja del «liberalismo»–, a través de
la introducción de los productos ucranianos, al mercado agrícola italiano, que
ya está enfrentando graves dificultades de orden económico y social. Y eso va a
suceder mientras que, de hecho, Estados Unidos practica un riguroso
proteccionismo nacional a favor de su propia producción agrícola.
Pero lo más
interesante es la cuestión de las fuentes energéticas. Basta con recordar que,
bajo la presión de Estados Unidos, Bulgaria bloqueó desde hace unas semanas la
construcción del gasoducto South Stream, el pipeline estratégico que debía
transportar el gas ruso hacia Europa sin pasar por Ucrania [1]. Esta maniobra
estadounidense –respaldada por el presidente de la Comisión Europea– pone a
Italia en peligro de perder contratos por valor de miles de millones de euros,
entre ellos el contrato de 2 000 millones que la Saipen (una empresa de ENI, la
principal compañía petrolera de Italia) acababa de obtener.
Varias voces,
desmentidas por el gobierno italiano, afirman insistentemente en la prensa
internacional que Italia quiere «congelar» el proyecto, nacido de un acuerdo
ítalo-ruso firmado en 2007 por el entonces ministro italiano de Desarrollo
Económico Pierluigi Bersani. Según ese proyecto, la terminal del South Stream
debía construirse en Tarvisio, en la provincia italiana de Udine, que
funcionaría como un verdadero nodo de la distribución de gas hacia otros
países. Pero ahora el consorcio ruso Gazprom y la compañía austriaca OMV han
firmado un contrato que prevé la extensión del gasoducto hasta Austria, país
que podría sustituir a Italia como nodo de la distribución del gas.
En ese contexto,
sería bueno que el primer ministro italiano Matteo Renzi –quien tanto pide que
se aclare hacia dónde quiere ir la Unión Europea– comenzara por aclarar él
mismo hacia dónde quiere ir Italia. En otras palabras, Renzi tendría que
aclarar si Italia va a seguir o no a remolque de la estrategia Estados
Unidos-OTAN, que está arrastrando a Europa hacia otra peligrosa y costosa
confrontación oeste-este.
Manlio Dinucci
Tommaso di Francesco