por CARLOS DANIEL
LASA
AGOSTO 3, 2014
Nuestra época
histórica se ha autodefinido como la era del conocimiento. Con este espíritu,
se otorgan títulos que van desde el grado inicial hasta los post; se
constituyen carreras inimaginables (ha llegado hasta proponerse una
“Licenciatura en artes mortuorias”); se declama una “universidad para todos”;
se extienden carreras universitarias a todo pueblo y ciudad; etc.
Esto es una prueba,
nos dicen, de la preocupación inédita que existe en nuestros días por la
educación. Pero cabe que nos preguntemos: ¿basta con la difusión del
conocimiento para educarse?
Es preciso advertir,
ante todo, que el conocimiento puede producir en el hombre dos efectos
diversos: o bien plenificarlo o bien inflarlo. Ciertamente que con el acto
cognoscitivo, mi alma incorpora para sí seres diversos respecto de ella misma.
Mediante el acto de conocimiento el alma puede hacerse, de algún modo, todas
esas cosas y, con ello, ensanchar su ser. Pero, ¿cuál es la naturaleza de ese
ensanchamiento?
El ensanchamiento
puede ser de plenitud o hinchazón. Si bien ambas modalidades del ensanchamiento
se fundan en el conocimiento, sin embargo, en un caso, el conocimiento produce
en el alma una huella tan profunda que llega a configurarla. El alma, en ese
caso, se transforma plenificándose, llegando a ser más perfecta y acabada. En
el otro, el alma coexiste con el conocimiento sin padecer ninguna modificación:
los saberes producen una inflación porque todos los conocimientos adquiridos se
ordenan al dominio de una realidad exterior al alma. Ésta permanece
inalterable, inmodificable. El conocimiento es considerado, entonces, como mero
instrumento, o sea, como un medio ordenado a la manipulación de una determinada
realidad (económica, política, jurídica, etc.).
La escuela de hoy,
nos dicen los expertos, aporta herramientas que son precisamente los
conocimientos. Pero un conocimiento entendido como posibilidad de
empoderamiento jamás se vuelve sobre el alma que lo produce y, por eso, resulta
imposible que ella sea cada día mejor. De este modo el hombre se adueña del
cosmos, de la luna, de los planetas más cercanos, del poder político, etc.,
pero no puede manejarse a sí mismo por cuanto no es capaz de templar su ira ni
de ordenar sus deseos. Resulta paradójico que se ofrezca al hombre de hoy una
“educación” para la cual no cuenta el alma y se le exija, al mismo tiempo, que
no sea violento y discriminador.
Pero entonces, ¿educa
una era del conocimiento que lo considera como mero instrumento de dominio?
La acción de educar
tiene por finalidad transformar el alma humana haciéndola más plena, más
perfecta. Y por eso, sólo puede existir la educación cuando la misma tiene como
objeto la formación del alma misma. En consecuencia, el conocimiento es
considerado el acto fundamental del alma humana mediante el cual ella conoce el
sentido de todo lo que es y se conoce para ser lo mejor posible. Un
conocimiento ordenado, todo él, al dominio del mundo exterior, no educa sino
que produce envanecimiento. Al respecto decía Montaigne: “¡De qué nos sirve
atiborrarnos el vientre de viandas si no las digerimos y, al no transformarse
en sustancia, no nos hacen crecer y nos alimentan?”[1].
El alma, ignorándose
y descuidándose a sí misma, se regodea del humo que la rodea aunque jamás la
penetra: el conocimiento. Este regodeo hacer surgir un vicio del alma llamado
pedantería. Al modo de la rana de la fábula de Esopo, el pedante se hincha y
hace alarde de sus conocimientos pero revienta de ignorancia en lo que respecta
al conocimiento de sí mismo y al sentido de su existencia. Al pedante le cabría
dirigir aquella interrogación que le formulara Sócrates a Eutidemo: “– Dime
Eutidemo, ¿no has estado nunca en Delfos? – Dos veces, por Júpiter, -contestó-.
–Habrás visto, pues, la inscripción que allí hay escrita: conócete a ti mismo.
–Por cierto que sí. –Y ¿no has advertido tal inscripción y procurado examinar
quién eres?”
Frente a los pedantes
cuyo único interés, como decía Montaigne, es el de recoger “ciencia en los
libros (hoy diríamos “apuntes”) y, en vez de digerirla, la llevan en los labios
para lanzarla al viento”[2], la lección de la tradición occidental es la de
edificar una educación cuyo fin principal sea el de provocar en el hombre un
pensar que lo conduzca a conocerse a sí mismo y, al propio tiempo, conocer el
sentido de todo lo que es.
Como siempre, sueño
con una era del conocimiento en que la educación no adscriba el alma al saber
sino que incorpore el saber al alma. Así, en lugar de un alma hinchada, hueca y
altanera, la tendremos plena de sentido.
Notas
[1] Les Essais de Michel de Montaigne. Édition conforme au texte de l’exemplaire
de Bordeaux. Par Pierre Villey. Paris, Press Universitaires de France, 1965,
nouvelle édition. “Du pedantisme”, Lib. I,
cap. XXV, p. 137.
[2] Ibidem, p. 136.