JOSÉ JAVIER ESPARZA
El Manifiesto, 9-9-14
Todo el mundo (o
casi) está de acuerdo en que hay que acabar con el estado islámico, ese grupo
terrorista yihadista que se ha adueñado del noroeste de Irak convirtiéndolo en
una verdadera orgía de sangre y esclavitud. La ONU , la
OTAN , la
Santa Sede , nuestros gobiernos… todos llaman a “hacer algo”.
Sin embargo, nadie parece saber qué es exactamente lo que hay que hacer. Ni
cómo. Ni cuándo.
Este viernes la OTAN ha decidido emprender
una acción militar contra el Estado Islámico. Pero quien ha tomado esta
determinación no ha sido propiamente la
OTAN , sino un grupo de diez países miembros (más Australia)
liderado por los Estados Unidos, y no en el marco institucional de la Alianza Atlántica ,
sino más bien en paralelo a ella. “Coalición base”, ha llamado a este grupo el
secretario de Estado norteamericano John Kerry.
Por otro lado, lo que la Coalición Base ha
propuesto es, sí, una acción militar, pero no ejecutiva ni inmediata: el grupo
ha asumido el compromiso de diseñar una estrategia de acción militar contra el
Estado Islámico para trasladársela al Consejo de Seguridad de la ONU a finales de este mes de
septiembre, cuando toca reunión ordinaria. Será la ONU quien decida.
Menear un avispero
Primero y ante todo:
las experiencias de Afganistán y, sobre todo, Irak han demostrado los
innumerables inconvenientes de una intervención militar sobre el terreno por
parte de contingentes extranjeros. Los ejércitos de Estados Unidos y de Europa
pueden ganar guerras, pero después hay que convertir la victoria bélica en
victoria política, y aquí es donde las iniciativas de los últimos años han
fracasado de manera patente.
En Afganistán ha sido imposible levantar un orden
político estable y en Irak se nada en pleno caos. Los resentimientos que la
derrota deja en la población civil terminan traduciéndose tarde o temprano en
insurgencia y terrorismo. Nadie duda de que una coalición internacional podría
barrer del mapa –por complicada que sea la orografía del lugar- a una milicia
irregular, pero el verdadero problema empieza después: ¿Quién se queda sobre el
terreno? ¿Qué se pone en el lugar del poder derribado? ¿Quién protege a la
población? ¿Quién vigila para que entre los vencidos no surja una resistencia
violenta? Esto no puede hacerlo un extranjero sin crear nuevos problemas. Por
hablar de la fragilidad de la opinión pública occidental.
Si los ejércitos
extranjeros no pueden intervenir como protagonistas en la región, sino que su
papel debe ceñirse a dar cobertura a ejércitos locales, ¿a quién elegir como
socio sobre el terreno? En el caso del Estado Islámico, los socios naturales
para la intervención serían Irak y Siria –los territorios implicados-, pero ambos
quedan descartados de entrada por su propia situación. El Irak de la posguerra
es poco menos que un estado fallido, escindido entre el suroeste chií, el norte
kurdo y el confuso oeste suní donde el yihadismo tiene su feudo. En cuanto a
Siria, el país está hundido en una guerra civil estimulada por Occidente y
alimentada por las monarquías petroleras del Golfo, guerra donde el arma contra
el régimen de Bachar al-Asad son precisamente las milicias islamistas de las
que ha nacido el Estado Islámico. O sea que Irak y Siria son el problema más
que la solución. ¿Y entonces?
Saudíes e iraníes
Arabia Saudí ha sido
la primera potencia regional en poner sus bazas encima de la mesa: quiere ser
ella la que lidere la acción contra el Estado Islámico. Arabia, recordemos, ha
sido uno de los principales apoyos de las milicias de oposición a Asad en
Siria. Por consiguiente, no carece de responsabilidad en el nacimiento de
Estado Islámico. Pero si ahora anuncia su interés en participar en esta
operación no es por complejo de culpa, sino porque una intervención decisiva en
el escenario iraquí convertiría a los saudíes en la potencia indudablemente
hegemónica en la región.
Para el resto del mundo, la propuesta es muy
apetecible: Arabia Saudí es el solar originario del Islam, goza de una evidente
autoridad en su entorno cultural, es la cabeza del islam suní (aspecto nada
desdeñable en un momento en que suníes y chiíes andan a la gresca), y al mismo
tiempo ha sido un aliado relativamente fiable de los anglosajones desde hace
más de medio siglo. El gobierno saudí estaba últimamente muy molesto porque las
circunstancias habían llevado a los Estados Unidos a acercarse a Irán (y
viceversa). Una intervención multinacional contra el Estado Islámico, con
protagonismo árabe, devolvería sin duda a los saudíes un papel primordial en
Oriente Medio.
Ahora bien, Irán
también tiene sus bazas que jugar. De hecho, este mismo viernes anunciaba su
intención de cooperar con la operación contra el Estado Islámico. Irán tiene
una larga y tortuosa frontera con Irak, luego el asunto le concierne
directamente. Irán es una república islámica, lo cual le confiere cierta
autoridad en el mundo musulmán, pero es un Estado sólido que se parece muy poco
al demencial califato yihadista, en el que Teherán sólo ve un peligro. Irán es
chií, como todo el suroeste de Irak, y sus relaciones con el gobierno iraquí
post-Sadam son muy estrechas (incluso ahora, cuando ya no está el chií
al-Maliki al frente de Bagdad), mientras que el Estado Islámico es suní.
Irán
se halla en plena negociación con los Estados Unidos para dotarse de energía
nuclear y necesita oportunidades para demostrar que puede ser un socio fiable.
Sobre todo: si Irán consiguiera jugar un papel relevante en este conflicto, se
revestiría de una enorme legitimidad ante un orden internacional que hasta
ahora ha considerado al país de los ayatolás poco menos que como un apestado.
De manera que Teherán no quiere dejar pasar este lance sin postularse como
parte de la solución.
Tal y como va
configurándose el escenario, y a la espera de lo que decida el Consejo de
Seguridad de la ONU
a finales de este mes, parece bastante viable la formación de una coalición
internacional con la bendición americana (la bendición y los aviones) y, sobre
el terreno, una fuerza militar íntegramente musulmana que ocupe el territorio,
aniquile a los yihadistas del Estado Islámico, devuelva el control del noroeste
del país al gobierno de Bagdad e incluso garantice el orden durante los años
siguientes bajo supervisión de Naciones Unidas. Ese sería seguramente el guión
deseable para Washington, que ya no puede permitirse avisperos como el de Irak
y Afganistán. Nadie ignora, sin embargo, que el plan tiene sus inconvenientes.
Para empezar, Irán y Arabia Saudí se profesan un odio nunca desmentido, de modo
que es inconcebible una cooperación armas en mano. Además, tanto árabes como
iraníes ofrecen garantías limitadas: los primeros llevan años financiando –bien
que no institucionalmente– a todos los movimientos yihadistas del mundo suní, y
los segundos no han renunciado nunca a su proyecto de extender el islamismo por
todo el mundo. ¿Quién se arriesgaría a entregarles el control de Irak, que
sigue teniendo la tercera reserva petrolífera del mundo?
Este último punto, el
del petróleo, merece unas palabras, porque precisamente la venta del petróleo
robado está siendo la principal fuente de ingresos de las milicias yihadistas,
incluido Estado Islámico. El pasado mes de junio –entre el 15 y el 19– se
celebraba en Moscú el congreso anual de las compañías petroleras. Allí se supo
que el petróleo robado en Siria por la milicia suní de Al Nusra lo está
comercializando Exxon-Mobil, empresa de Rockefeller que opera en Qatar. ¿Y el
crudo del que se ha apoderado Estado Islámico? Éste lo vende la compañía Aramco
(Arabian American Oil Co.). El capital de Aramco es íntegramente saudí desde
1988, pero sus lazos con el sector petrolero americano no son un secreto para
nadie. Lo cual, por cierto, explica por qué el problema del Estado Islámico se
le ha ido al mundo de las manos.
En este contexto,
cualquier iniciativa armada sobre el Estado Islámico va a exigir un intenso
trabajo diplomático previo. Aunque casi todo el mundo esté de acuerdo en la
necesidad de poner fin a esa orgía de sangre en nombre de Alá, nadie está seguro
de poder calcular las consecuencias. El Estado Islámico, por supuesto, lo sabe.
Y seguirá explotado esta circunstancia para apretar aún más su lazo de muerte
sobre su demencial califato.