Rolando Barbano
Clarín, 22-10-14
Hubo un tiempo en el
que se decía que, para un ladrón, su propio barrio era sagrado. Que podía robar
en cualquier lado, pero jamás a sus vecinos.
Ese tiempo quedó muy
atrás.
Cada vez hay más
zonas donde los que se levantan de madrugada para ir a trabajar ya se
acostumbraron a encontrarse en la parada del colectivo con asaltantes de
rostros conocidos. En los comedores comunitarios abundan los ejemplos de
aquellos que se han enfrentado con armas empuñadas por los mismos que de tanto
en tanto van a pedir comida. Escuelas saqueadas, guardias hospitalarias copadas
por adictos en busca de drogas, médicos y maestros asaltados al entrar o salir
de los lugares donde trabajan son ya algo frecuente, al igual que los robos en
las iglesias y hasta los ataques a comisarías.
El asalto a la
ambulancia que iba a asistir a una mujer infartada es apenas un ejemplo más de
un fenómeno cuya explicación no hay que buscarla en lo criminológico sino en lo
social. Para quienes se han criado a la sombra de un Estado ausente, que poco o
nada de educación, salud y trabajo les ha acercado, es difícil que estas
actividades generen algún tipo de respeto. No se puede esperar que se preserve
aquello que nunca se ha tenido.
El mayor problema es
que nada de esto puede solucionarse con las políticas que se piensan cuando se
habla de inseguridad. Poner más patrulleros o generar mayor presencia policial
sólo pueden ayudar a atenuar las consecuencias. Nunca las causas.