Vicente Massot
InformadorPúblico,
13-11-14
Es cierto que bien
puede ser fruto de la casualidad. Al fin y al cabo, el hecho de que los tres
acontecimientos se hayan seguido el uno al otro y que en los mismos hayan
estado involucradas distintas personalidades de la vida política -algunas de
ellas crudamente antikirchneristas- no significa -al menos no de manera
necesaria- que detrás de la escena, entre bambalinas, los personeros del
aparato de inteligencia del Estado hayan dejado sus huellas digitales. En
rigor, nadie sabe a ciencia cierta quién fue el responsable del incendio que
redujo a escombros un negocio del conocido empresario y hoy diputado de Santa
Cruz, Eduardo Costa. Tampoco nadie sabe de dónde surgieron ni quién sacó unas
fotos del presidente de la
Corte Suprema de Justicia, junto a su actual pareja, durante
un reciente viaje a Nueva York. Por fin, siguen siendo un verdadero misterio
las veladas amenazas -anónimas para mayor abundamiento de datos- que le fueron
hechas en los últimos días a uno de los principales políticos del arco opositor.
Casualidad o no, han dado pábulo a que se tejan las más disímiles versiones
respecto de una campaña de acción psicológica e intimidatoria en marcha,
enderezada por el gobierno en contra de sus enemigos.
La mujer de Costa,
Mariana Zuvic, dirigente destacada de la Coalición Cívica
en aquella provincia, no se calló la boca ni dudó un instante a la hora de
señalar al hijo de la presidente, Máximo, como el autor -si no directo, sí
mediato- del atentado que conmocionó a la localidad de Río Gallegos el viernes
de la semana pasada. Lorenzetti, por razones obvias, debió ser más cauto en
atención a su investidura, aunque el seguimiento del cual fue objeto -sin él
tener idea, claro- en la mencionada ciudad norteamericana, no le debe haber
causado ninguna gracia.
Sea de ello lo que
fuere, a medida que transcurren los días y cobra mayor voltaje una campaña
electoral que, por muchas razones, será decisiva, no sería de extrañar que
episodios como los comentados antes y otros de similar naturaleza se
transformen en moneda corriente. Por de pronto, es notoria la virulencia con la
cual cruzan acusaciones a diestra y siniestra los presidenciables. Pruebas al
canto, los cargos que se hicieron Daniel Scioli y Sergio Massa con motivo de
las inundaciones que azotaron a diferentes zonas de la provincia de Buenos
Aires días atrás. El clima de crispación política que se vive en la Argentina preanuncia una
lucha sin cuartel en la que el kirchnerismo sabe manejarse de maravillas.
Basta recordar como
trataron el entonces jefe de gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández, y
su principal aliado en la capital federal, Aníbal Ibarra, de enlodar la figura
del recientemente fallecido dirigente radical Enrique Olivera cuando éste
presentó su candidatura a jefe de gobierno de la ciudad, en las elecciones del
año 2007. Horas antes de substanciarse los comicios echaron a correr una
versión infundada sobre supuestas cuentas ilegales que Olivera tendría fuera
del país, sin darle la posibilidad de defenderse. Luego, por supuesto, se
comprobó que todo era falso, pero el daño ya estaba hecho.
Fue la mismísima
Cristina Fernández, con una falta absoluta de responsabilidad, la que agitó no
hace mucho el fantasma de disturbios sociales que, según ella, podrían estallar
entre nosotros hacia finales de año. Claro está que, al hacer tan tremebundo
anuncio, no ofreció ninguna precisión, seguramente porque no las tenía. Dio
toda la impresión que, a través de semejante adelanto, la presidente quiso
instalar en la gente una sensación de miedo por si acaso sucediese algo. Es
más, no han faltado los mal pensados o simplemente los que dicen conocer los
recovecos del pensamiento de la viuda de Kirchner, que creen en un armado capaz
de justificar con posterioridad a cualquier estallido inducido la toma de
medidas de seguridad de carácter extraordinario, por parte del gobierno. Aunque
suenen excesivamente conspiracionistas, a esta altura de la disputa entre un
kirchnerismo que resiste la idea de quedar a la intemperie en términos de poder
después de diciembre de 2015 y el arco opositor, cualquier cosa resulta
posible. Nada, pues, debe descartarse.
En todo este
escenario es necesario traer a comento la salud de la Señora. No porque
vayamos a tejer una de esas historias acerca de males incurables que la
aquejarían o trastornos psicológicos que, tarde o temprano, la harían
renunciar. En más de una oportunidad hemos dicho que hay algo evidente,
visible, casi palpable en el modo que exterioriza la presidente sus simpatías,
fobias y sentimientos en general: su desequilibrio emocional. Los nervios y el
stress la tienen a mal traer y la internación seguida de reposo que le
recomendaron sus facultativos de cabecera -a los cuales ella accedió de buena
gana- son síntomas claros de lo dicho.
Cristina Fernández no
se halla inmersa en un estado de sopor ni vive obsesionada por las
conspiraciones que -presuntamente- a expensas suyas tramarían a diario sus
enemigos de fuera y dentro del país. En realidad, lo que sucede tiene más que
ver con un pensamiento político de carácter binario y con la descompensación
emocional a la que hacíamos referencia antes. Está sola, enferma, y sabe que la
impunidad con la que manejaron su marido y ella el país durante once años se
halla próxima a su fin. ¿ Cómo no estar nerviosa? ¿Cómo no reaccionar muchas
veces en forma histérica? ¿Cómo no tener miedo a que algún día también a ella
le toque dar cuenta de sus actos y de sus cuentas en los estrados judiciales?
Si su manera de ver
la realidad, de analizar los distintos escenarios que tiene por delante, de calibrar
sin preconceptos las fuerzas y flaquezas de sus adversarios y las suyas
propias, de vertebrar estrategias de cara al futuro y de decidir un rumbo para
transitar el último año de su mandato no fuese binaria, seguramente otra sería
la situación. Pero al ser su universo uno en donde sólo existen blancos y
negros, buenos y malos, patriotas y traidores, amigos y enemigos, es lógico que
actúe como hasta ahora y no conciba ningún tipo de acercamiento a sus
opositores ni juzgue conveniente una transición armónica.
El aire político que
respiramos se encuentra enrarecido precisamente por los efectos que esa manera
binaria de ejercer el poder produce en la sociedad. El kirchnerismo ha logrado
con su lógica de pueblo u oligarquía, populistas o neoliberales, defensores de
los derechos humanos o represores, generar un clima de encono y de pasión que
dista de ser esperanzador. Sobre todo porque entramos en el año final del ciclo
K y a nadie que no sea capaz de distinguir y valorar los infinitos tonos grises
que existen en una sociedad puede resultarle indiferente tener que entregarle
su pertenencia más preciada, el poder, a quien considera su enemigo.