Por
Eduardo Fidanza
Entre tantas
historias, verificables e inverificables, que se escuchan sobre los Kirchner en
Río Gallegos, circula una anécdota paradigmática. Según el relato,
"Lupo" -que así lo llamaban en su pago al ex presidente- habría dicho
una vez en privado, furioso: "¡La democracia es para la gilad a, acá se
hace lo que yo digo y se acabó!". Acaso no corresponda escandalizarse,
sino reflexionar. Si se viera en esta declaración sólo el talante autoritario
de un líder político, tal vez se perdería su significado más profundo: se trata
de la convicción realista de un hombre experimentado acerca de cómo se maneja y
administra verdaderamente el poder, aun en democracia. En rigor, lo que Néstor
expresó en lenguaje llano, probablemente ante un límite a su mando, no es un
capricho extravagante, sino un diagnóstico, avalado por los hechos y una larga
tradición política, que se remonta a Maquiavelo.
"Gil" es
una expresión rioplatense que significa ingenuo, sencillo, incauto. Una gilada
es un conjunto de giles, y en la anécdota referida, los giles son los
ciudadanos. El gil es cándido porque desconoce cómo se manejan realmente los
asuntos y, además, está dispuesto, y es propenso, a creer en lo que le digan
sin verificarlo. Por eso es la víctima de las estafas. En la vieja jerga
porteña, al gil se le vendían buzones o espejitos de colores, se le daba gato
por liebre, se lo engañaba. Hoy es el nabo al que lo duermen. Acorde con ese
juego de lenguaje, la frase atribuida a Kirchner redefine al pueblo de la
democracia, considerándolo un conjunto de incautos que se creen soberanos, sin
percatarse de que, en realidad, son una multitud manipulada por un sistema de
poder que toma decisiones arbitrarias a sus espaldas.
Cada vez que sale a
la luz, como en esta semana, la trama de los servicios de inteligencia, sus
oscuras relaciones con el poder político y la corrupción, el modo de vida de
los espías, sus sagas, disputas, secretos y ambiciones, cabe preguntar si la
democracia no es la punta del iceberg, visible y correcta, de una enorme
maquinaria de poder que queda velada para la mayoría. Los medios recurren a
expresiones como "un Estado dentro del Estado" para describir poderes
ocultos e incontrolables que operan en las sombras, desmintiendo con sus
procedimientos la transparencia informativa y el control de los actos de
gobierno que la democracia reivindica para sí.
La ciencia política
corrobora la cara oculta del sistema -inasible para los ingenuos-, convalidando
el diagnóstico orillero del ex presidente. En rigor, la política, como reconoce
Sartori, tiene una larga tradición vinculada a la idea de verticalidad y con
ella construyó gran parte de su vocabulario. En cambio, la noción de
horizontalidad, propia de la democracia, es contemporánea y plantea problemas
que van más allá de la teoría de la representación, ese "espejo turbio y
roto", según la metáfora de Laclau. Sartori la llama "cuestión
enojosa" y la formula así: "¿Cómo es que el dominio de la mayoría acaba
por ser el gobierno de una minoría?".
En este terreno, las
perspectivas lucen sombrías: la revolución tecnológica y de las comunicaciones,
la concentración económica, la transformación de la política en espectáculo y
la apatía de las masas favorecen una estructura de poder condensada y poco
transparente que manipula a la sociedad y sofoca a la democracia. Éste no es un
fenómeno local, sino mundial. El veterano politólogo Sheldon Wolin, en su libro
Democracy Inc., caracteriza al sistema político americano, otrora ejemplar,
como un totalitarismo invertido, donde se realiza la colusión de los negocios
privados y la política estatal, constituyendo una nueva forma de dominación
reñida con el ideal democrático.
En los últimos días
del régimen, los síntomas de esa descomposición se revelan con crudeza, sin
tapujos. Es un fenómeno paradójico: se parece al final del menemismo, pero lo
protagoniza un gobierno que proclamó, con hipocresía, estar en sus antípodas.
Negocios en la cima del gobierno, lavado de dinero, asociación entre
empresarios amigos y autoridades, ocultamiento de evidencias, persecución a la Justicia , servicios de
inteligencia sospechados prueban que el populismo de estos años, más allá de su
retórica, estuvo flojo de papeles democráticos.
Si la anécdota es
verídica, Néstor Kirchner tenía razón y fue un visionario. En estas
condiciones, la democracia es una ilusión para incautos, un edulcorado relato
para la gilada. La concentración del poder, el desprecio por las instituciones,
los organismos de control y la oposición posibilitaron que una minoría abusara
del Gobierno e hiciera lo que se le antojara por más de una década. Haber
mejorado las condiciones materiales de la población no justifica semejante
latrocinio.
Pero a no
confundirse: la democracia para la gilada cuenta con la complicidad de los
súbditos, que renuncian a involucrarse, entretenidos con la vida privada, el
consumo y los juguetes tecnológicos. El nuevo totalitarismo democrático, donde
se hace lo que el jefe dice y basta, sólo es posible, como afirma Wolin, en
épocas de analfabetismo político y amnesia colectiva.