Por Vicente Massot
La Nación, 16-1-15
Los redactores del semanario Charlie Hebdo se
creyeron con derecho a hacer befa de todo lo divino y humano que se pusiera a
tiro de sus plumas aceradas y de su espíritu volteriano. Se consideraron
facultados, en consonancia con los principios del pluralismo democrático
occidental, para mofarse de las ideas políticas, pero también de la fe y
valores de otros credos, distintos de los suyos, que fueron puestos en ridículo
cada vez que les vino en gana. Tributarios, en buena medida, de los tópicos
echados a rodar en el Mayo Francés y venidos de las más diversas corrientes de
la izquierda gala, a ninguno de entre ellos se le ocurrió pensar, por lo visto,
en algo que les pasó desapercibido en atención a su formación ideológica: para
el islam lo sagrado, valga la redundancia, es sencillamente sagrado.
Faltarle el respeto a la Santísima Virgen
María, a Martín Lutero o al rabinato israelí podría haber causado al citado
periódico un dolor de cabeza o una rotunda paliza a sus editores responsables,
nada más. Entre otras razones, porque la neutralidad axiológica que caracteriza
a la sociedad francesa, su laicismo militante y su proverbial sentido del humor
harían imposible que alguien decidiese cobrarse venganza de las injurias
enderezadas contra sus creencias tomando las armas con el propósito específico
de matar a los ofensores.
Permítaseme trazar una comparación para
explicar mejor el tema. Musulmanes, judíos, protestantes y católicos pueden
entrar en calidad de personas, vestidos decorosa o indecorosamente, con cámaras
fotográficas y teléfonos celulares a cualquier iglesia sin inconveniente. De
hecho eso sucede en las grandes catedrales de la cristiandad. Templos ornados
con las pinturas de Rafael y de Caravaggio, las estatuas de Miguel Ángel y de
Bernini y los baldaquinos y baptisterios nacidos de la creatividad de tantos
otros maestros del Renacimiento se transforman a diario en obligados recorridos
turísticos. Allí se habla, se grita, se gesticula, se comenta, se filma, se
sacan fotos y se camina de un lado al otro al compás de los guías. Sería
impensable, en cambio, que espectáculo de semejante naturaleza ocurriese en una
mezquita.
Por de pronto habrá que olvidarse, salvo en
contadísimas excepciones, de las faldas cortas, las máquinas fotográficas, las
filmadoras, los teléfonos portátiles y, sobre todo, de esas largas procesiones
encabezadas por supuestos especialistas en la materia, puestos en ese lugar por
alguna de las innumerables agencias de viajes que existen en el mundo. Y algo
más, desconocido entre nosotros, que en los países islámicos se respeta a
rajatabla: lo divino es inviolable. Así como en las mezquitas abiertas al
turismo se cuidan las formas de manera estrictísima, así también se castiga la
blasfemia en forma brutal.
Para los humoristas políticos de Charlie
Hebdo la religión no era cosa muy distinta de la sociología, las matemáticas,
la gastronomía, el deporte, la publicidad o el erotismo. Es lógico, pues, que
la tomaran a risa y no aceptasen poner límite a sus pullas e improperios
levantados a expensas de Mahoma. Ateos confesos en su inmensa mayoría, no es
que despreciasen la religión del islam como que la trataban a la manera de una
superchería peligrosa e intentaban combatirla mediante el sarcasmo. En esto
seguían una tradición que los había convertido en celebridades: la de
ridiculizar a sus oponentes.
Lo que no percibieron en su verdadera
dimensión -y si lo hicieron, no adoptaron, en todo caso, las debidas
precauciones- es que Mahoma no era lo mismo que Jesús, Sarkozy, Messi o Woody
Allen. Para ellos no había grandes diferencias a la hora de tomarlo como objeto
de burla y seguramente para buena parte de la sociedad francesa tampoco. En
este sentido, la libertad carece de límites. Sólo que cuanto para los
occidentales es parte del sentido común, para ciertas sectas islámicas es el
peor de los pecados. No una idea política antagónica, una concepción de la
economía errónea o una variante teológica heterodoxa, sino un insulto al
Profeta. Nadie hubiese reparado en los redactores y luego procedido a
asesinarlos si éstos hubiesen ensayado una crítica a tal o cual rama del
fundamentalismo. Pero meterse con Mahoma entra en una categoría
cualitativamente distinta.
Suponer que los responsables de este crimen
brutal son un producto de la fallida experiencia de integración llevada a cabo
por Francia respecto de los inmigrantes de origen árabe o de las desigualdades
de su sistema económico es no entender la profundidad de un fenómeno que tiene
menos que ver con las finanzas, programas de ayuda social e inequidad en la
distribución del ingreso que con una concepción del mundo, de los valores y de
la vida.
Es cierto que no sería legítimo extender las
creencias de estos presuntos miembros de Al-Qaeda al resto del universo
islámico. Siquiera insinuarlo resultaría un reduccionismo inaudito. Pero no hay
que perder de vista que las tres religiones del libro, la católica, la islámica
y la judía, han dado lugar en la historia a toda clase de ramificaciones,
precisamente por el hecho de que el Corán, la Biblia y el Talmud admiten
-conforme se entiendan sus enseñanzas, parábolas, mandamientos y relatos-
interpretaciones muy distintas. Eso sí, tratándose de islamitas, las blasfemias
siempre resultan peligrosas.
El autor es director de La Nueva Provincia.