Alberto Buela
InformadorPúblico,
13-2-15
Estuvimos en París en
el momento del atentado a Charlie Hebdo y la reacción unánime de los medios y
los comentaristas fue “hay que profundizar sobre la laicité”.
Cualquiera sabe que
la laicidad es una idea que viene de la Revolución Francesa para combatir la
influencia cristiana en la educación, la vida y la cultura del pueblo francés.
Por supuesto que hay
otras lecturas como asimilarla a la neutralidad del Estado en tanto árbitro de
los conflictos interreligiosos entre católicos y protestantes. Pero la idea que
prevalece es la primera.
Los datos oficiales
afirman que en Francia hay cinco millones de musulmanes pero los extra
oficiales nos hablan de diez a doce millones. Musulmanes que tienen hijos y
nietos nacidos en Francia, que ya no saben ni de donde vinieron y que no tienen
otro origen que el Hexágono.
Pero estos
musulmanes, los franceses los llaman islamistas, no están integrados a la
sociedad francesa, por mayor laicidad que se predique, porque como dice el
español Juan Manuel de Prada “morir en defensa del laicismo es tan ridículo
como hacerlo en defensa del sistema métrico decimal”. Todo hombre intenta
permanecer en su ser, esto es, al menos no morir, y si lo hace es por valores
superiores: Dios, la Patria, la familia, los amigos.
Estos millones de
personas, como pasó con los asesinos de Charlie Hebdo, no están integrados a
nada. Lo dice muy bien Fabrice Hadjadj “Les Kouachi, Coulibaly, étaient
«parfaitement intégrés», mais intégrés au rien, à la négation de tout élan
historique et spirituel de la France”.
Integrados “a nada”.
Qué integración se puede lograr de un inmigrante en cualquier país del mundo
que no sea a los valores del pueblo a donde va. Un politólogo liberal de talla
como Giovanni Sartori afirma: no hay inmigración sin integración, pues de lo
contrario se destruye la democracia.
El tema es que la
laicidad no es nada, no es un valor sino un disvalor, que viene a negar el
“impulso histórico y espiritual” que dio sentido a Francia dentro de la
historia del mundo.
Nosotros tuvimos
ocasión de hablar con un marmota como Jack Lang, antiguo secretario de cultura
socialista, que le echaba la culpa del atentado a la escuela porque no se
enseñaba desde los primeros años la existencia del Holocausto.
A lo que respondimos:
señor, no es creando más confusión de la que existe hablándole a niños de seis
años de un tema sobre el que los grandes triunfadores de la segunda guerra
mundial, de Gaulle, Churchill, Eisenhower y Adenauer, no hablaron nunca en sus
autobiografías, sino, en todo caso, enseñando la historia de la religión en
Francia.
Es muy probable que
nuestra propuesta tampoco sea una solución porque tal como se muestran las
cosas, lo más probable es que la población francesa sea reemplazada por una
mezcla de musulmanes y extranjeros dentro de unos treinta años. La figura de la
Madelaine es ya un dato del pasado. La francesita del tango ya no existe más,
lo que tienen ahora son turquitas. Es más, la ministra de cultura es una linda
turquita.
La decadencia tiene
un principio fundamental, y es que siempre se puede ser un poco más decadente.
Y esto es lo que hemos visto en Francia. Una vida pública reglada por la racionalidad
y una sociedad desintegrada. Uno camina por París y la coloratura (para hablar
como Ugo Spirito) es mora, pues es difícil cruzar a un blanquino francés por la
calle.
Si analizamos el tema
desde el gobierno vemos que éste no puede salir del atolladero, porque la
laicidad que propone profundizar es la que lo llevó a semejante situación: una
sociedad civil partida en dos y desintegrada.
Una respuesta simple
y lineal sería si el mundo musulmán sigue anclado en la edad media, entonces
apliquemos la fuerza de la espada, expulsándolos y restringiendo su culto. Pero
eso no se puede hacer, es de imposible realización hoy en el mundo.
Nosotros solo
barruntamos la respuesta católica al problema, que es lograr su conversión, no
existe una tercera posibilidad.
A Francia solo la
puede salvar una revolución o mejor dicho, una contra revolución. Ante un mundo
musulmán que aun está en la edad media, que no pasó por la etapa de la
Ilustración ni de la modernidad, y que vive a Francia como un caserío de
herejes, solo puede oponerle u ofrecerle la Francia como fillie ainée de
l’église, como hija mayor de la Iglesia. Francia tiene que mostrar al mundo
musulmán, que se le ha instalado para siempre, su costado sagrado, su costado
religioso, productor de tantas y tantas hazañas.
Si a los millones de
musulmanes instalados en Francia, como también en Europa, se le ofrece como
panacea la sociedad de consumo, agnóstica y prostituida, corrupta y viciosa en
la que solo vale lo que se tiene y no lo que se es. Ese mundo musulmán nunca se
integrará sino que más bien luchará siempre en su contra.
Francia, y con ella
Europa, tiene que recuperar la religiosidad popular que tanto caracteriza a los
pueblos iberoamericanos. Así, las grandes procesiones, las grandes marchas, los
movimientos de masas enteras peregrinando a la Virgen que vivimos nosotros, son
todos signos que indican que aun alienta aquí lo sagrado.
Francia y Europa en
general, tienen que recuperar la sacralidad profunda que poseen con creces y
que ha sido enterrada bajo la pesada loza de dos siglos de liberalismo y
banqueros usureros. Esa sacralidad profunda y viva aun que se muestra en la
actio sacra por excelencia y que no debe confundirse con lo sublime, con lo
bello grande, como lo hace cierto neopaganismo.
Todos sabemos que es
muy difícil la integración de los musulmanes a las sociedades europeas, el
padre Foucauld, que misionó durante largos años en África, así lo afirma, pero
si estas sociedades no detienen la estulticia de querer solucionarlo con mayor
laicidad es imposible la integración.