BENITO ARRUÑADA
El País, 12 MAR 2015
Cuanto mayor es el
campo de decisión de políticos y funcionarios, más favores distribuyen y más
fuertes son sus tentaciones. De ahí que la corrupción esté tan ligada al peso
del Estado. Para reducirla, los gobernantes deberían tomar menos decisiones;
pero el español aún cree que el Estado es la solución de todos sus problemas, y
los políticos le dan lo que pide. Igualmente, lejos de limitar la actuación del
Estado, muchas propuestas de regeneración sólo buscan mejorarla, dando por
supuesto que ello es posible. Si no lo es, y aun en el caso de que esa
actuación ideal fuera deseable, estas propuestas aumentarían las oportunidades
de corrupción y despilfarro. Con la pretensión de intervenir mejor, acabarían
por intervenir más.
Esta crítica no es
una enmienda a la totalidad de los esfuerzos regeneradores y regulatorios. Tan
sólo a los que omiten dos condiciones “coasianas”: comparar todas las opciones
relevantes, incluyendo las de un menor estatismo, y considerar las experiencias
previas como un indicio de qué posibilidades reales ofrece cada una de las
opciones.
Pero muchas
propuestas incumplen ambas condiciones. Sobre todo, cuando suponen que una
reforma será eficaz sin más que cambiar la ley, crear un nuevo órgano o
reemplazar al decisor, un voluntarismo ordenancista que es muy común.
En lo económico,
suelen padecerlo las ideas relativas a la independencia de los órganos
reguladores. No sólo prejuzgan que tales órganos son siempre necesarios, sino
que pueden ser en verdad independientes; y ello en un país que aún no ha
logrado separar el poder ejecutivo del judicial. Está claro que no basta con
sustituir a las personas, pero tampoco con trasplantar reglas formales. Si
somos incapaces de regular bien, lo más lógico quizá sea regular menos.
En lo político, las
propuestas para cambiar los mecanismos de representación también padecen un
defecto similar: al no comparar de forma exhaustiva, dan por hecho que el resultado
será favorable a sus reformas favoritas. Suponen, por ejemplo, que reformar el
sistema electoral engendraría más competencia política y ésta llevaría a elegir
mejores líderes, quienes sí racionalizarían el sector público. Olvidan que son
muchos más quienes apoyan reformas parecidas porque creen que, por el
contrario, nos llevarían a aumentarlo.
El voluntarismo cree
que una reforma es eficaz solo por cambiar una ley
En lo institucional,
también se defienden a veces cambios radicales y costosos sin contemplar
escenarios alternativos. Sucede así cuando se proponen rupturas institucionales
que prometen el bienestar de forma automática. Es lo que hacen las propuestas
más populistas, tanto nacionales como regionales. Pero muchas otras, en
apariencia mucho menos emocionales, también tienen algo de magia, pues sugieren
cambios cuyos beneficios se limitan a suponer. Su retórica es más sofisticada,
pero tampoco suelen comparar opciones reales, sino una realidad parcial,
descrita por sus peores atributos, con un paraíso virtual.
Las propuestas más
simples son incluso explícitas en este punto: se limitan a sustituir
reguladores, gobernantes o sujetos de soberanía, pero no se molestan en definir
nuevos incentivos, ni a ciudadanos ni a políticos. Tan sólo confían en que los
nuevos decisores se comporten mejor que los anteriores. Y ello pese a que, al
no cambiar cultura ni incentivos, parece sensato suponer que todos ellos lo
harían de forma similar.
Cierto que algunas
propuestas sí modificarían los incentivos, en especial las que lograsen
intensificar la competencia entre partidos. Pero también caen en el idealismo,
pues suponen que la cultura y en especial las actitudes ciudadanas, incluso en
el corto plazo, carecen de importancia. Por desgracia, esas actitudes hacen que
no sea obvio a qué nivel conviene aumentar la competencia política. Ni siquiera
está claro que sea bueno aumentarla con una ciudadanía que sabemos poco
predispuesta a informarse y contribuir con su esfuerzo al control de lo
público. En tales condiciones, hasta es probable que aumentar la competencia
entre partidos sólo genere más populismo, como sucedía en la década de 1930, y
como en parte ya hemos presenciado, a raíz de la creciente competencia política
que ha traído la crisis.
Incluso sucede algo similar
con la competencia dentro de los partidos. Se cree que el control que ejercen
sus cúpulas es excesivo, que inhibe la discusión de ideas y la selección de
buenos líderes. Es una crítica verosímil, pero algunos indicios empíricos la
ponen en duda. Las escisiones a escala local y autonómica han sido numerosas y,
lo que es peor, a menudo han dado lugar a partidos de calidad cuestionable. De
un lado, las escisiones indican competencia interna. De otro, esa baja calidad
confirma la conjetura de que, en este ámbito, los efectos de la competencia
pueden ser negativos. No olvidemos, por último, las dudas que suscita el
funcionamiento de las primarias, ni que los nuevos partidos, pese a tener
reglas internas diferentes, exhiben algunos vicios similares a los de los
antiguos.
Si somos incapaces de
regular bien, lo más lógico quizá sea regular menos
Las reformas
institucionales son, sin duda, necesarias. Pero debemos ser rigurosos en su
planteamiento. Además, es esencial complementarlas con un remedio más simple y
democrático, pero que requiere un enfoque radicalmente distinto, mucho más
bottom-up. En vez de cambiar tan sólo los liderazgos, su ilustración o su
benevolencia, mejoremos la información que nutre las preferencias ciudadanas,
muchas de las cuales no reflejan nuestros valores. Me refiero, en especial, a
la información sobre los servicios públicos y el pago de impuestos, información
que hoy distorsionamos mediante todo tipo de gratuidades ficticias e impuestos
invisibles. Hagámosla más clara e ineludible, de modo que el ciudadano ya no
haya de esforzarse tanto para votar mejor, ni menos aun depender de la buena
voluntad de los nuevos “predicadores”, ya se trate de políticos, periodistas o
intelectuales. No ocultemos las diferencias de rendimiento y calidad en los
servicios públicos, desde las escuelas a los hospitales, o la cuantía de
nuestra futura pensión. Y dejemos de engañarnos, como hacemos con la falacia de
las cargas sociales “a cargo de la empresa”, como si éstas no fueran parte del
impuesto al trabajo. En una palabra, hagamos que el ciudadano sienta qué paga y
qué recibe, de tal modo que pueda prescindir tanto de la mera transparencia
documental como de homilías interpretativas.
No es una propuesta
espectacular, pero ofrece una gran ventaja: en vez de prometer un maná
inaccesible para, en el fondo, suplantar la voluntad del ciudadano, busca
tratarle como adulto, para que sea él quien en verdad decida la cuestión clave:
dónde quiere más o menos Estado. La propuesta cobra todo su valor al ponderar que,
sin ciudadanos adultos, los cambios institucionales ni se intentan; o, si se
intentan, generan graves conflictos y no suelen perdurar.
En otro caso, también
el buen gobierno corre el riesgo de convertirse en una excusa al servicio de
quien lo predica. Ello en modo alguno justifica el mal gobierno que, hoy como
ayer, padecemos; pero el regeneracionismo ha de evitar volver a equivocarse, un
error con el que sólo iniciaríamos un nuevo ciclo de frustración colectiva.
Benito Arruñada es
catedrático de la
Universidad Pompeu Fabra.