Por Prudencio Bustos Argañarás.
25-4-15
La llamada Asamblea del Año XIII, que mediante torpes
maniobras nació dominada por Buenos Aires –por caso, los dos diputados que
“representaban” a Córdoba eran el porteño Gervasio Antonio de Posadas y el
catalán Juan Larrea– impidió que se declarara la independencia, llegando al
extremo de impedir la incorporación de los representantes de la Banda Oriental,
que llevaban ese expreso mandato. El licenciado Nicolás Laguna, diputado por
Tucumán, fue expulsado de la Asamblea por haber declarado que el mandato
otorgado por sus coterráneos le obligaba a votar una constitución federal, lo
que le mereció ser incluido entre los “hombres díscolos, malditos, revoltosos y
enemigos del orden”. Huelga decir que tampoco se sancionó ninguna constitución.
El 26 de enero de 1814 la Asamblea creó un gobierno
unipersonal bajo el nombre de Director Supremo y designó para ejercerlo a
Posadas, disponiendo que se concentraran en él “la Suprema Potestad Ejecutiva”
y “todas las facultades y preeminencias acordadas al Supremo Gobierno”.
El 11 de febrero 1814 Posadas declaró a Artigas
“infame, privado de sus empleos, fuera de la ley y enemigo de la Patria”,
ordenó que fuese “perseguido y muerto” y ofreció una recompensa de 6.000 pesos
a quien lo entregare. A poco de cumplir un año de su mandato, Posadas renunció
y fue reemplazado por su sobrino, Carlos María de Alvear.
El 28 de enero de 1815, en la mayor clandestinidad,
partía hacia Río de Janeiro Manuel José García portando dos cartas de Alvear
fechadas el 25 de dicho mes, quince días después haber asumido como director.
Una de ellas iba dirigida a lord Strangford, embajador inglés en Río de
Janeiro, y la otra a lord Castlereagh, ministro de Relaciones Exteriores
británico. La primera de ellas decía textualmente:
Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver a
todos los hombres de juicio y opinión que este país no está en edad ni en
estado de gobernarse por sí mismo y que necesita una mano exterior que la
dirija y contenga en la esfera del orden antes que se precipite en los horrores
de la anarquía (...) En estas circunstancias solamente la generosa Nación
Británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos
a estas provincias, que obedecerán a su gobierno y recibirán sus leyes con el
mayor placer. (…) La Inglaterra (…) no puede abandonar a su suerte a los
habitantes del Río de la Plata en el acto mismo en que se arrojan a sus brazos
generosos.
El pliego destinado a lord Castlereagh, cuya entrega
fue encomendada por García a Bernardino Rivadavia, que partía a Londres, era
aún más elocuente respecto a las sórdidas intenciones de Alvear, cuando
afirmaba sin ambages:
Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña,
recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso.
Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo
inglés, y yo estoy dispuesto a sostener tan justa solicitud para librarlas de
los males que las afligen. Que vengan tropas que impongan a los genios díscolos
y un jefe autorizado que empiece a dar al país las formas que sean del
beneplácito del Rey y de la Nación, a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus
avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente su
ejecución.
No se habían cumplido aún nueve años de las invasiones
inglesas a Buenos Aires y desde el más alto sitial de poder se ofrecía la
entrega del país a su gobierno. Vicente Fidel López intenta exculpar estas
conductas vituperables aludiendo a la “incompatibilidad absoluta de volver a
entrar en el gobierno español bajo forma alguna”, a cuyos efectos no resultaba
grave, a su juicio, el intento de “poner al país bajo el protectorado de un
gobierno libre, que daba garantías eficaces a todos los progresos y medios de
prosperidad que hacen cultos y felices a los pueblos”.
Pero Alvear no se mostraba muy constante en sus
“incompatibilidades absolutas” para con España ni tampoco en sus ofrecimientos
de sumisión a Inglaterra. El 23 de agosto de ese mismo año, destituido ya de su
cargo y refugiado en Río de Janeiro, escribía a Andrés Villalba, encargado de
negocios de Fernando VII en Portugal, proclamando su intención de “poner
término a esta maldita revolución” y protestando que “mi decidido conato ha
sido volver a estos países a la dominación de un Soberano que solamente puede
hacerlos felices”.
Tras manifestar su arrepentimiento por haber sido
desleal al rey, se presentaba a “vindicar su conducta en actitud de delincuente
y con la sombra de rebelde o enemigo de su Majestad”, suplicando “la clemencia
de mi Soberano y la indulgencia de sus ministros (…) considerándome como
vasallo que sinceramente reclama la gracia de su Soberano”.
También Rivadavia, portador como dije de la carta que
Alvear enviara a Castlereagh, dio un giro a su lealtad hacia los ingleses y la
derivó hacia España. Desde Madrid le escribió el 28 de mayo de 1815 a Pedro de
Ceballos, ministro de Fernando VII, manifestándole que la comisión que se le
había conferido se reducía
...a cumplir con la sagrada obligación de presentar a
los pies de su Majestad las más sinceras protestas de reconocimiento de su
vasallaje, felicitándolo por su venturosa y deseada restitución al trono, y
suplicarle humildemente el que se digne, como padre de sus pueblos, darles a
entender los términos que han de reglar su gobierno y administración.
Las estatuas de Alvear y Rivadavia lucen en Buenos
Aires y sus nombres abundan en las calles de todo el país. Pero sus intrigas no
pudieron impedir su marcha hacia la Independencia que, ya sin retorno,
culminaría un año más tarde, el 9 de Julio de 1816, con la declaración del
Congreso de Tucumán.
Fuente: La Voz del Interior