por CARLOS DANIEL LASA
• MAYO 25, 2015
Esta madrugada me desperté sobresaltado. Traté de
tranquilizarme para poder determinar qué me había causado semejante estado de
intranquilidad. Intenté, entonces, recordar mi sueño.
Había soñado que los niños y jóvenes de Argentina eran
subidos, compulsivamente, a un gran colectivo cuya única virtud era la de
ensancharse para albergar a los que iba reclutando a lo largo y ancho del país.
Sobre uno de los costados del ómnibus estaba inscripta esta palabra: INCLUSIÓN.
La inclusión, al modo de una epidemia ya convertida en
pandemia, afectaba a todos los tripulantes. Sus cabezas no podían escapar a la
lógica binaria: inclusión-exclusión. Recordé entonces el diálogo que tuviera
con una candidata a ocupar una Dirección de primaria. En su oportunidad le
dije: “‒¿Qué juicio le merece la ley de educación?” De inmediato me respondió:
“‒Me parece inadecuada porque no incluye a los mapuches”. Y yo le pregunté: “‒Pero
si la ley de educación se propusiese, por ejemplo, sacar idiotas en serie, ¿no
le parece que sería muy bueno para el pueblo mapuche no ser incluido dentro de
esa ley?” Desde su pobre lógica binaria sólo atinó a mirarme con una cara de
“Ud. no entiende nada”.
La aspirante a Directora de primaria ni siquiera
imaginaba que la omnipresencia de la sociología, tanto en su cabeza como en la
del ómnibus con que soñé, era una consecuencia de lo afirmado por Marx en su
tesis VI sobre Feuerbach cuando había reducido al hombre a la dimensión socio-histórica.
A partir de entonces, el ser del hombre pasa a configurarse dentro de un mundo
de relaciones socio-históricas y, en consecuencia, no estar incluido en ellas
equivale a no-ser.
Volviendo a mi sueño, me pregunté qué era aquello que
me había provocado tanto desasosiego. Y repasando cada secuencia del mismo,
tomé conciencia que era terrible advertir que ese vehículo marchaba a la
deriva. Recuerdo que algunas mentes más despiertas preguntaban al chofer: “‒¿Para
qué estamos marchando?” Y el chofer les respondía, sin que se le moviera un
músculo de la cara: “‒Para marchar”.
De inmediato se escuchó la voz de una Experta en
Educación que les dijo a estos preguntones: “‒ Interrogarse acerca de dónde
venimos y hacia dónde vamos es algo superado, chicos, algo filosófico”. Y
prosiguió: “‒ Nosotros, desde que sabemos que la única realidad es este grupo
socio-histórico, y que esta última ‒la realidad‒ depende de lo que nosotros
queramos, pasamos nuestras vidas “construyendo” conocimientos y
re-significándolos para que el colectivo-educación siga marchando. Nuestra
práctica en el aula se sostiene a partir de un pensamiento crítico”.
Pero uno de los preguntones no pudo con su genio y le
retrucó: “‒Pero dígame, ¿cómo será posible un pensamiento crítico si ya nos han
determinado qué preguntas podemos formular y qué otras preguntas no? Ya me
censuró Ud. cuando preguntamos por qué estaba marchando el colectivo?, ¿ y no
censuró Ud. misma, acaso, al filosofar como algo superado?”. [Recuerdo que,
hace un tiempo, le fue rechazado un plan de investigación a una investigadora
en educación porque ser “muy filosófico”].
Lo más grave de mi sueño es que representaba una
adecuación perfecta con la realidad. De allí que mi malestar no sólo se fuera
sino que se agudizara. Comencé a repasar en qué pasan sus horas los Expertos en
Educación: en fritar y refritar temas de corte puramente sociológico. Bajo una
apariencia de cambio, todo queda exactamente igual. Cambian los paradigmas, es
decir, lo que los miembros del colectivo van construyendo a medida que el
colectivo sigue avanzando pero, claro está, esos paradigmas jamás pueden poner
en cuestión al paradigma de los paradigmas: que la realidad y el hombre se
reducen a una construcción histórico-social que la escuela debe reproducir. A este
paradigma nadie lo discute; hay preguntas que están prohibidas. Hay que
proscribir a la filosofía del espacio educativo porque ella, como decía un
célebre general argentino, “aviva giles”.
Hace pocos días, una autoridad educativa reflexionaba
en estos términos acerca de la realización de un próximo Congreso que reúne ‒nos
dicen‒ a grandes expertos: “… la denominación del Congreso se realizó en
función del ‘nuevo paradigma’ de las escuelas que ya no son seleccionadoras y
clasificadoras, sino que pretenden ser inclusivas y esto supone el conocimiento
del otro”. Habría que preguntarle a esta autoridad, ¿qué brinda y qué debiera
ofrecer la escuela actual a los jóvenes que pretende incluir? Esta cuestión,
¿estará alguna vez en la agenda de las autoridades educativas y de los
realizadores de los Congresos?
En determinado momento de mis divagaciones no pude
dejar de recordar aquellas sabias palabras de Mattéi cuando se refería a la
pedagogía procedimental. Refería Mattéi: “De este postulado de equivalencia
entre la educación y la vida, la vida y los procesos, se deduce que la
educación será concebida como un proceso vital indefinido de procedimientos de
enseñanza que no remiten más que a ellos mismos y no a una fuente externa… En
el caso de la institución escolar, se reemplaza la finalidad pedagógica, es
decir, la constitución del hombre en su humanidad, o, como decía Kant, en ‘su
fin último’, por la función de enseñanza. A su vez, la función de enseñanza se
reduce a los métodos didácticos que se ponen en práctica, que, para concluir,
se degenerarán en procedimientos mecánicos…”[1].
Yo me pregunto, entonces: en el mientras tanto, ¿qué
sucede con los niños y jóvenes que van en el colectivo?
La respuesta no es demasiado compleja si se tiene en
cuenta que cada niño y cada joven son considerados sólo como ciudadanos y no
como personas. Su ser, reducido al contexto socio-histórico, no puede aspirar a
alcanzar la plenitud de lo humano, no puede darse el lujo de pretender una
educación de excelencia. Debe contentarse con viajar en el colectivo sin saber
hacia dónde va; renunciar al acto de pensar; contentarse con adquirir un nivel
mínimo de conocimientos que irá construyendo mientras el colectivo siga
marchando. Esos conocimientos mínimos deben hacer posible que los tripulantes
del colectivo adquieran un nivel óptimo de adaptación al ómnibus para que éste
continúe marchando. La misma autoridad educativa referida pontificaba que la
escuela trabaja “para que (se) alcance lo mínimo, básico e indispensable que
necesitamos de cada ciudadano en cuanto a sus conocimientos”.
Dentro de la terrible exaltación a la que estaba
sometido por mi pesadilla pude responder a aquel interrogante que Schiller, en
la carta VIII de su obra Cartas sobre la educación estética del hombre, se
había formulado: “¿De dónde viene, entonces, que seamos aún bárbaros?”
Citas
[1] Jean-François Mattéi. La Barbarie interior. Ensayo
sobre el inmundo moderno. Bs. As., Ediciones del Sol, 2005, p. 141.