Por Gerardo Scherlis
Para LA NACION, 17-5-15
En los últimos años ha surgido un contrapunto entre los analistas de la política argentina respecto de la actualidad de los partidos. Por un lado, están quienes reiteran hasta el hartazgo que los partidos están en crisis y hasta en vías de extinción. Se argumenta que el sistema político está estructurado sobre la base de figuras, los candidatos, y que los partidos como tales no logran generar fuertes vínculos de representación. Por el otro lado, están quienes remarcan que los viejos partidos que han dominado la vida política argentina durante la mayor parte del siglo XX, el peronismo y el radicalismo, siguen haciéndolo aún hoy, mientras que los intentos de generar figuras por fuera de las estructuras partidarias suelen tener la fugacidad de la popularidad de un líder. En esta segunda posición se subraya el poder institucional con el que cuentan peronistas y radicales: control de gobernaciones, de municipios, del Congreso y, con alguna excepción, de las candidaturas presidenciales con más chances.
Estas dos posiciones aparentemente antagónicas sobre la realidad de los partidos son mucho más complementarias de lo que sus defensores suelen reconocer. Sólo que mientras unos miran la relación de los partidos con la sociedad y, por lo tanto, analizan el rol representativo de los partidos, los otros se enfocan en el vínculo entre los partidos y las instituciones estatales y, por lo tanto, en el rol gubernativo.
Es obviamente cierto que los ciudadanos están mayormente alejados de los partidos y que las identidades partidarias se han resquebrajado. Ésta es una realidad que, como muestran centenares de estudios comparados, es poco menos que universal.
En la Argentina, y contra lo que a veces se cree, ni el peronismo ni el radicalismo suponen ya identidades extendidas en la sociedad. El caso del peronismo es quizás el más llamativo. La existencia de una base electoral tan extensa como persistente ha llevado a muchos a asumir que el peronismo sigue constituyendo hoy en día una identidad política que alcanza a una importante porción de argentinos. Pero mientras los datos electorales apuntan en este sentido, los estudios sobre el tema muestran otra cosa. Por caso, una reciente encuesta de Giacobbe y Asociados muestra que alrededor de un 13% de argentinos se identifica como peronista (y cerca de un 6% como radical), números que están lejos de explicar las abultadas cifras electorales. Precisamente lo notable de estas fuerzas, y especialmente del peronismo, es que su repliegue en términos de identidad social es acompañado por un afianzamiento en el poder institucional.
Por supuesto, los partidos se encuentran hoy con la misma necesidad que han tenido siempre de agregar una multitud de voluntades individuales a la hora de votar. Sólo que actualmente lo hacen en el marco de sociedades complejas e individualizadas, en las que las identidades colectivas están muy escasamente ligadas a cuestiones ideológicas y menos aún a los grandes hitos que dieron origen a estos partidos. En verdad es imposible analizar lo que los líderes partidarios hacen hoy sin contemplar que, según datos recientes, entre quienes tienen mucho y algo de interés en la política apenas se alcanza al 30% de los argentinos. Y pese a la reivindicación que se hizo en los años kirchneristas de la militancia, quienes participan de actividades partidarias no llegan al 5%. Tampoco cabe enojarse con los partidos por esta situación.
UN VÍNCULO CON EL ESTADO
En la Argentina, como en tantos otros lugares, los partidos se han escindido estructuralmente de la sociedad, para devenir en estructuras semiestatales de gobierno. Su vínculo más permanente y definitorio se da en cambio con el Estado, de donde obtienen recursos para su reproducción y legitimidad, a partir del ejercicio del gobierno, para reclamar votos. Los ciudadanos en general descreen de los partidos, pero los observan como un mal necesario, una suerte de servicio público para el funcionamiento de la democracia.
Exigir en términos abstractos que los partidos tengan hoy las mismas características y cumplan con similares funciones de las que tenían hace 50 años no parece tener mayor sentido. Lo interesante es cómo han hecho partidos con tantas décadas en sus espaldas, surgidos en contextos en los que no existía ninguno de los medios usuales de comunicación actuales, para reinventarse y seguir dominando la escena electoral.
Al respecto, se ha dicho ya reiteradamente que el peronismo ha sido particularmente exitoso en este campo a partir de combinar enormes dosis de flexibilidad ideológica con el control de vastos recursos estatales, lo cual le ha permitido erigirse en una formidable maquinaria electoral. Tal como ha sugerido Marcos Novaro, una de las claves del predominio peronista debe hallarse en su capacidad para procesar el sentido común del votante medio argentino en cada etapa histórica, al menos desde fines de los 80 hasta la fecha. Pero el resto de los competidores parece haber atendido a esta lección de la historia reciente. De modo que casi todos apuntan hoy a adquirir estas "virtudes" organizativas en las que la flexibilidad ideológica y el amplio margen de maniobra de los líderes es un pilar central.
Es imposible sorprenderse, en este contexto, de que un escenario más que propicio que pueden valorar los candidatos para conectar con sus votantes sea justamente ShowMatch, un programa de entretenimientos. Programa que, por otra parte, y a diferencia de casi cualquier otro canal de comunicación, se mira masivamente tanto en los coquetos barrios del norte de la capital como en las periferias más postergadas del país. La flexibilidad y el pragmatismo son normalmente recursos valiosos en la competencia electoral, aun cuando su uso en las dosis a las que nos tienen acostumbrados nuestras principales fuerzas políticas nos deparen un debate electoral menos edificante que el que muchos desearíamos.
El autor es doctor en Ciencia política y abogado, investigador del Conicet y profesor de la UBA