Alberto Buela
Alrededor de la primera guerra mundial de 1918 se
inaugura la radio y en torno a la segunda de 1945 la televisión, estos dos
hechos brutos e incontrastables terminan con la educación o domesticación clásica
del hombre a través del sacerdote y el maestro, la Iglesia y la escuela, y
comienza la domesticación mass mediática que está en manos de los maestros del
resentimiento, según la precisa observación del filósofo Max Scheler.
Hoy, setenta años después, casi nadie puede escapar a la
época de la nivelación inducida por la manipulación de las conciencias.
Un autor suizo que allá por los años 40 y 50 brilló
dentro de la república de las letras, Denis de Rougemont (1906-1985), que aquí
en Argentina fue recibido con bombos y platillos por el grupo de la revista Sur
liderado por la inefable Victoria Ocampo. Y que tuvo la ventaja que toda su
vida pasó por francés, fue bilingüe con el alemán y fue un pensador sin
prejuicios, fue a nuestro juicio el primero en detectar el mecanismo de
dominación o domesticación. Su Diaro de
Alemania (1939) es imperdible para todo aquel que quiera comprender en
profundidad y sin preconceptos la experiencia del nazismo.
El totalitarismo mediático funciona así: Cuando alguien revela hechos ciertos que no
convienen al poder de turno, y que éste se niega a reconocer, es acusado de cómplice
del imperialismo o de pasiones inconfesables.
Si alguien
pretende ser fiel y objetivo a tal o
cual realidad, lo que busca es, en realidad, favorecerla. Esta es la argumentación.
Vemos como la característica de toda mentalidad
totalitaria, sea nazi o democrática, es la negativa a discutir y para ello
utiliza el chantaje de la transferencia. Hoy ello se denomina como la reductio ad hitlerum para los disidentes
al sistema de dominación.
“El terror
(jacobino, bolchevique o fascista- hoy socialdemócrata) ha denunciado siempre a
la vindicta pública a los individuos, es decir, a aquellos que discuten: los
que aún sin ser contrarios, no manifiestan sin embargo una voluntad de sumisión
ciega y jubilosa a las órdenes y contraseñas del Partido” [1]
Por supuesto que cualquiera que vive en la Argentina de
los Kirchner o en el México de los Peña Nieto o en la España de los Rajoy o en
la Francia de los Hollande conoce y padece en la práctica cotidiana este
mecanismo de denigración.
Los totalitarismos ya sean democráticos como las
socialdemocracias del siglo XXI, como los dictatoriales de mediados del siglo
XX, todos se caracterizan por: a) buscar la unanimidad que no debe confundirse
con la mayoría sino con lograr la aceptación de un único relato (uso del
plebiscito). b) la imposición de la guerra semántica de términos utilizados
unívocamente en su provecho (pueblo, democracia, liberación, inclusión, derechos
humanos, etc.) y c) los grandes espectáculos populares como medios de
disciplina cívica o domesticación ciudadana.
La única y sola posibilidad de reacción es ser reactivo.
Esto es, sostener la verdad de la realidad con ocasión o sin ella y no
excusarse, por aquello de “el que se excusa se acusa” y seguir sosteniendo su
postura sin importarle el que dirán.
Para ello se necesita valor, es decir, superponerse a la
adversidad con firmeza y estar convencido que, finalmente, la verdad triunfará,
pues de las tinieblas no puede salir nunca una chispa de luz.