Por Agustín Laje*
La Voz del Interior, 22-9-15
Así como existen determinadas sustancias que generan a nivel individual enfermiza dependencia en quienes las consumen, distorsionando su visión de la realidad, de idéntica forma existen, a nivel social, políticas y filosofías que generan adicción y alucinación en la población.
La diferencia entre una droga de consumo individual y una social estriba en el hecho de que en el caso de la segunda, cuando se instala en el Estado, nos vuelve a todos víctimas de sus efectos. Es decir, nos hace pagar a todos el costo de la adicción.
El estatismo, entendido como la paulatina e ininterrumpida injerencia del Estado en los más recónditos aspectos de la vida social e individual, es una de las drogas sociales por excelencia.
El premio Nobel de Economía Friedrich Hayek, en su célebre obra Camino a la servidumbre , explicó cómo funciona esta droga social, demostrando que a cada política estatista implementada, le seguiría otra del mismo signo, pero de mayor magnitud.
Herbert Spencer, uno de los filósofos más importantes del siglo XIX, predijo en su ensayo La esclavitud futura de qué forma el Estado iría adueñándose de la vida de los ciudadanos transformándolos en sus súbditos. Es innegable que sus vaticinios se han ido cumpliendo con precisión de centavo.
Pero además de generar –al igual que las drogas individuales– este círculo vicioso, el estatismo provoca, asimismo, distorsiones en nuestra percepción de la realidad. Entre otras cosas, nos empuja a creer que en el Estado se encuentra la solución a todo problema; que los recursos caen como maná del cielo y que, por tanto, sólo es cuestión de saber distribuirlos (algo que el Estado sabría hacer con perfección).
De ahí que, si bien no todo estatismo es populista, todo populismo suele ser estatista. Y es que mantener al pueblo bajo un efecto de alucinación permanente es condición necesaria para manipularlo.
Gigantismo
A lo largo de estos últimos 12 años, el Estado ha crecido como nunca y el estatismo como droga social se ha inyectado de manera ininterrumpida en una sociedad civil cada vez más anémica.
Algunos números sirven para ilustrar lo anterior. Según estudios de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (Fiel), a fin de año habrá 3.487.027 empleados públicos en el país.
Es decir que durante todo el ciclo kirchnerista se habrán sumado 1.276.858 personas a vivir del sector público, mientras en el sector privado (del cual vive el público) la creación de empleo ha estado en permanente caída desde 2008, según el mismo estudio.
El gasto público –en términos del producto interno bruto (PIB)– es una medida que también suele reflejar el nivel de estatismo. En los años kirchneristas, el crecimiento del gasto público no ha tenido parangón en la historia argentina.
Mientras en 2003, cuando asumía Néstor Kirchner, el nivel de gasto estatal, sumando Nación, provincias y municipios, rondaba el 30 por ciento, al finalizar el gobierno de Cristina Fernández estará por arriba del 45 por ciento.
Va de suyo que nada de esto es gratis. A medida que aumenta el estatismo, aumenta la presión impositiva. Como pasa con las drogas, de algún lado hay que financiar la adicción.
Así es que la presión impositiva del período K se llevará el triste récord de haber sido la más alta de la historia argentina (y haber superado incluso a la de muchos estados de bienestar europeos): el peso de los tributos sobre la economía ronda el 45% del PIB, lo que representa un aumento de casi un 100% respecto del 23,4% que teníamos en 2003.
Es evidente que estos aumentos desorbitantes no han tenido una contrapartida real en cantidad y calidad de bienes y servicios públicos.
Para todos
Reflejo del estatismo de la época kirchnerista fue la inyección ideológica del “paratodismo”. Así, hemos tenido políticas “para todos” de todo tipo: “Fútbol para Todos”, “Milanesa para Todos”, “Automovilismo para Todos”, “Pescado para Todos”, y hasta existió un proyecto bonaerense que felizmente no prosperó llamado “Implantes Mamarios para Todas”.
El “paratodismo” genera la alucinación consistente en hacer creer que determinado bien o servicio es gratuito cuando, en verdad, nada es gratis en esta vida de recursos limitados.
Que los aficionados del fútbol no paguen por ver los partidos, por ejemplo, no significa que este servicio no tenga costo alguno. Significa, al revés, que otras personas –muchas de las cuales no pueden siquiera acceder a bienes y servicios básicos–estarán pagándolo por aquellos.
En eso consiste el eufemístico “para todos”: algunos se benefician, todos lo pagan. ¿Cómo? Con los impuestos directos, indirectos e inflacionarios a los que nadie escapa.
Resulta tan potente el efecto estupefaciente del estatismo que, además, nos hace olvidar el llamado “costo de oportunidad”. Este es el nombre de una idea muy sencilla: que todo aquello que se hace tiene como costo de oportunidad todo aquello que se deja de hacer.
Así las cosas, en un mundo irreal donde los recursos son ilimitados y gratuitos (tal el espejismo que genera la droga estatista) el costo de oportunidad no tiene sentido, pues nada tiene costo.
¿Pero cuál es el verdadero costo de tantas políticas populistas “para todos”? A nivel individual, elevadísimas cargas impositivas que restringen la libertad de los ciudadanos, disminuyendo la porción de ingresos y ahorros que estos podrían administrar autónomamente.
A nivel social, un Estado más preocupado por el “pan y circo” que por cumplir su función básica: proteger los derechos de sus ciudadanos.
La cura de esta droga social llamada estatismo es de similar naturaleza a la cura de las drogas individuales: una revolución moral que revalorice las ideas de la responsabilidad, la libertad y la autonomía individual.
* Director del centro de estudios Libre