Es común denostar la actividad política por ser una
tarea ejercida por hombres que, para lograr sus objetivos, negocian, ceden, pactan.
A veces lo hacen para lograr el voto que necesitan y otras, para obtener un
puesto de jerarquía. A veces, para que una necesidad regional sea atendida y
otras, para imponer una política de alcance nacional. Pero es una actividad que
realizan "ellos". Por eso hay quienes desde razonamientos ingenuos,
tal vez prejuiciosos, moralistas y simplistas consideran que ese afán de pactar
es un aspecto sucio de la política. No lo es.
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Con el ballottage, el ciudadano debe hacerse cargo
Tomás Linn
La Nación, 29-10-15
Hubo una época en que hablar de ballottage era hablar
de Francia y de Charles de Gaulle. Aquel método electoral que obligaba ir a una
segunda vuelta entre los dos primeros candidatos si ninguno lograba la mayoría
absoluta era un invento tan exclusivo como la Torre Eiffel. Típico, excéntrico
y exótico. Tardó un tiempo en llegar a esta región del mundo y cuando llegó se
extendió por varios países.
Antes o se ganaba por mayoría simple (lo cual luego le
exigía al presidente elegido hacer engorrosas negociaciones con el Parlamento)
o se necesitaba una confirmación del Poder Legislativo. Tal fue, por ejemplo,
el caso de Chile cuando en 1970 un Congreso renuente reconoció a Salvador
Allende como presidente, tras haber ganado con un menguado 36%.
La Argentina fue pionera en crear el ballottage en las
elecciones que permitieron el tránsito de la dictadura de Alejandro Lanusse a
la breve presidencia de Héctor Cámpora. No fue necesario usarlo.
Pero hubo que esperar al resurgimiento de las
democracias en todo el continente, en los años 80, para que diferentes países
comenzaran a incorporar la segunda vuelta, que dejó de ser una peculiaridad
francesa.
Por lo general, esa vía permitió confirmar a quienes
en el primer intento obtuvieron la mayoría simple. Pero no siempre fue así. En
2003, Carlos Menem aventajó por pocos puntos en una reñida elección a Néstor
Kirchner. Aun así su votación había sido tan baja que entendió que nunca
remontaría lo suficiente para obtener el 50% más uno que necesitaba. Decidió no
presentarse y Kirchner se convirtió en presidente.
En las elecciones uruguayas de 1999 el candidato del
Partido Colorado Jorge Batlle había quedado muy atrás de Tabaré Vázquez, del
Frente Amplio; sin embargo, lo superó con comodidad en la segunda vuelta, al
alcanzar el 54%. Cinco años después, Vázquez accedió a la presidencia sin
necesidad de un ballottage. Había obtenido, de primera, la mayoría absoluta.
Fue la única vez que eso ocurrió desde que Uruguay adoptó el mecanismo, en
1999.
Es común denostar la actividad política por ser una
tarea ejercida por hombres que, para lograr sus objetivos, negocian, ceden, pactan.
A veces lo hacen para lograr el voto que necesitan y otras, para obtener un
puesto de jerarquía. A veces, para que una necesidad regional sea atendida y
otras, para imponer una política de alcance nacional. Pero es una actividad que
realizan "ellos". Por eso hay quienes desde razonamientos ingenuos,
tal vez prejuiciosos, moralistas y simplistas consideran que ese afán de pactar
es un aspecto sucio de la política. No lo es.
El ballottage logró involucrar al ciudadano en esa
detestada actividad: lo compromete a definir en la instancia decisiva y lo hace
responsable de su decisión. Eso es saludable. Antes los presidentes ganaban,
pero la dispersión de partidos en el Parlamento era tal que todo lo
obstaculizaban. Al final parecía que nadie había votado a estos presidentes.
Ahora sí alguien los vota. La ciudadanía debe decidir
a cuál de los dos finalistas prefiere, aun cuando ninguno haya sido su primera
y más genuina opción. En esa última vuelta vota con la razón, con el cerebro, y
no con el corazón. Debe optar, a veces, por el mal menor. Tiene que decidir a
cuál detesta más para impedir que llegue al gobierno. Para eso deberá quedarse
con el otro, aunque tampoco le guste demasiado.
Mientras debate su decisión consigo mismo está
transando, pactando, desidealizando. Está haciendo aquello que consideraba
sucio cuando lo hacían los políticos. Y está aprendiendo que la democracia es
eso. Al no haber unanimidades, nadie tiene la potestad de hacer lo que se le
antoja, por lo tanto debe buscar apoyos fuera de sus filas y ceder.
En los países parlamentarios, partidos que fueron
duros adversarios en un período, necesitan entenderse para armar un gobierno de
coalición en el siguiente. No tienen más remedio porque de ello depende la
estabilidad del país y el bienestar de la gente. Por lo tanto pactar y negociar
es parte del quehacer en una sana y vigorosa democracia.
Los sistemas presidencialistas con segunda vuelta han
derivado al ciudadano la tarea de armar, con su segundo voto, esa coalición. Al
elegir a uno y descartar al otro, el votante decide quién pacta con quién y
dónde transa. Se despoja de toda pretensión puritana, romántica y emotiva
(válidas en las elecciones primarias y en la primera vuelta), para, en la
instancia final, apostar, arriesgar y definirse. Asume su responsabilidad y se
hace cargo de su propia decisión.
Eso es hacer política y es bueno que el ciudadano
salga de su torre de marfil para actuar también como hacen los políticos. Es
una manera de entrar de lleno en la idea de que una sociedad es compleja y
diversa, en la comprensión de que pactar es una sofisticación política, no una
bajeza, y aceptar aquello que es esencial a un Estado de Derecho: que nadie
tiene todo el poder.
Columnista de la revista uruguaya Búsqueda