Por
José Antonio Riesco
A
pocos metros de la llegada de la tropa de competidores, de uno y otro frente,
casi todo exhibe las virtudes y vicios de los viejos tiempos. Un electorado
partido en cuatro o cinco parcialidades, se muestra perplejo, y sobre todo
indiferente, a lo que ocurra en los comicios que se avecinan.
Lo
domina la convicción de que “nada
cambiará, todo está como era entonces”,
sólo quien tiene hoy el poder del Estado, habiendo hecho uso y abuso de los
recursos públicos, violando la
Constitución , espera que la mayoría ratifique al “modelo”. Ergo, no se le puede pedir
entusiasmos a un pueblo al que tantas frustraciones lo han vaciado de fe en las
instituciones republicanas.
Después
que lo echaron a Perón –y no por santo-- el escenario político dejó de contar
con aquéllos “hombres síntesis” que, uno mejor que otro, habían construido una
nacionalidad orgullosa de sí misma. Incluso luego de 1955, con un país
peligrosamente dividido, la opción que quiso establecer Arturo Frondizi fue
demolida. Lo hizo una alianza de sectores partidarios que mostraron, luego de Perón,
que no habían aprendido nada ni entendido nada.
Codovilla,
el “capo” del PC moscovita los convenció que habían derrotado al “fascismo” y del
brazo con el embajador Spuille Braden (USA) sacralizaron a la Unión Democrática
con la candidatura de J. P. Tamboríni, el fundador en 1925 del Antipersonalismo
que ayudó a voltearlo a Yrigoyen. Y los
militares, sin un gran líder al frente (Roca, Justo, etc) se plegaron al
golpismo comiteril, acaso sin idea de lo que pasaba y menos de lo que podría
pasar. Por eso el líder del programa de “integración y desarrollo” fue a parar
al calabozo.
Aquel
deterioro de la calidad política sigue vigente y acaso aumentado. Por eso,
desde el exterior, no se nos mira con el respeto y la admiración de otros
tiempos; ni la clase política, en salvo las excepciones, conlleva la carga de
pudor cívico que demanda la democracia republicana. Lo que resulte de los
comicios será, formalmente, una democracia dolosa, o sea sin el contenido de virtudes que exige una
república. Es que, en la
Argentina , y esto va para largo, los partidos políticos
sufren una crisis de organicidad y por eso dejaron de ser herramientas idóneas
de la representación. De ahí que el voto ciudadano sola y únicamente se reduce
a convalidar las listas que imponen las minorías dominantes en cada agrupación.
En ellas cabe de todo : amigos, socios, familiares, cortesanas y alcahuetes.
Uno
de los déficits más dañinos de nuestra política es la incapacidad psicológica y
moral para establecer acuerdos sensatos y constructivos, un vicio que
cultivamos en lo interno y que a cada rato remitimos a las relaciones
internacionales. Por eso somos un país desarticulado, por un lado, y aislado
por el otro. Así nos va. Nunca nos falta un prejuicio doméstico o una estupidez
ideológica que justifique negarle a la nación su derecho a militar entre los
grandes. En muchos aspectos –y sin que nos falten oportunidades y medios-- tenemos vocación de tranco corto.
El
acuerdo –como el conflicto-- es uno de los términos de la dialéctica política.
El Sacro Imperio Germano-Romano nació de un acuerdo entre el Papa y Otón1º de
Alemania; el entendimiento pragmático de Luis XIII y el Cardenal Richelieu, a
quien aquél quería poco, hizo de Francia una gran potencia en Europa; el acuerdo entre liberales (whigs) y conservadores (tories) cerrró el ciclo del absolutismo
inglés, consagró la independencia de los jueces y que emergiera el parlamento
como un creciente co-poder. En 1814 la tozudez y soberbia de Napoleón destruyó
la buena paz negociada por Tayllerand e hizo perder a Francia sus logros
territoriales. En 1821 América Latina renegó de la oportunidad de ser un bloque
de naciones por el vanidoso rechazo de Bolívar a un acuerdo con San Martín. En la Argentina de 1851 el
Pacto de San Nicolás adelantó lo fundamental para que el país se diera una
Constitución dos años después.
Vale
recordar un caso legendario pero aleccionador para lo que nos está pasando hoy
a los argentinos : el voto de Alexander Hamilton. Era uno de los principales
líderes de “los federalistas”, con una probada formación jurídica y
especialmente dotado para el plan financiero (impuestos y recursos) que
requerían los Estados Unidos en su primer tramo. Y no tenía ninguna simpatía por el
“republicano” Thomas Jefferson, candidato a la presidencia en 1800.
Hamilton,
una y otra vez, había atacado por medio de discursos y panfletos las ideas y
los actos del postulante republicano. Cuando llegó la convención resultó un
empate entre Jefferson y Aaron Burr, con el cual había un serio compromiso de
los federalistas. Hamilton, convencido de que Burr no tenía méritos para el
cargo, decidió –pese a su enemistad---
dar su apoyo al primero que así logró la presidencia, con gran disgusto
de los amigos de Burr. Por ese y otros
motivos Burr lo mató en un duelo en 1804.-
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