Alberto Buela (*)
De entrada es
interesante notar que el concepto de representación posee en las todas las
lenguas romances el mismo término: rappresentazione
en italiano, representaçao en
portugués, Repräsentation en alemán, représentation en francés, representation en inglés, reprezentare en rumano. En todas estas
lenguas (y otras)[1]
el término menta la idea de volver a presentar a alguien o algo. Por eso se
afirma en derecho que representar es actuar en interés de algo o alguien. Y no
está mal. ¿Pero la representación política no se agota en función del interés
de alguien, por ejemplo, del pueblo que lo votó?
No, la
representación política supone otro condimento, un paso más allá de la simple
representación jurídica, pues se encuentra vinculada a la idea de bien común.
Claro está que en los gobiernos de corte jacobinos, aquellos que gobiernan en
función de los intereses de ciertos grupos, esta idea de bien común es
descartada de plano.
La idea de bien
común exige de la representación política un compromiso mayor que el mero
representar, exige representar en función de la unidad de las partes representadas.
En una palabra, hay una exigencia de concordia (cum cordis= con el mismo
corazón) de la representación.
De modo tal, y aquí
aparece un segundo rasgo de la representación política, permite que la
pluralidad de opiniones del todo social no sea excluida ni negada.
Repetimos, la
representación política va más allá de la simple representación jurídica de
actuar en función del interés de tal o cual causa y por estar regida por la
idea de bien común, tiene que buscar el logro de la unidad en la diversidad del
todo político. Esto es, de la nación.
Fue Carl Schmitt
(1888-1985) quien modernamente llamó la atención sobre esta distinción y
tomando la genial caracterización de la Iglesia católica como complexio oppositorum realizada por el
eximio exegeta Juan Maldonado,[2] la extrapoló al plano
político para caracterizar la idea de representación.
Complexio podemos traducirlo por
conjunto, reunión, unión, enlace, así la Iglesia sería ante todo aquella que
pone unidad en la diversidad de los opuestos que en ella convergen. La Iglesia
es la que mantiene la genuina unidad del mundo y al mismo tiempo la verdadera
heredera de la jus romano.
El asunto es
explicable en Schmitt para el cual las categorías de la política no son otra
cosa que categorías teológicas desacralizadas o mundanizadas. Pero el asunto es
complejo pues la representación de la Iglesia es personal, Ella representa a
Cristo como Institución (algo que escandaliza al mundo protestante) y en cada
celebración eucarística, en tanto que la representación política, al menos
modernamente a través del sufragio, es colectiva.
Es cierto que el
parlamento o asamblea es de suyo un punto de unión de la diversidad de
opiniones, aunque raramente se ponen de acuerdo en una de ellas. Es cierto que
la totalidad del parlamento o asamblea o congreso representa tanto la unidad
como la pluralidad de una nación, pero lo que no es cierto que esa
representación se haga a título personal.
Formalmente los
diputados lo son de la nación y no del partido que los llevó a poder representar,
pero ese representar está sustancialmente vinculado al colectivo que lo votó, y
no a tal o cual persona en particular. En la práctica patidocrática los
diputados lo son del partido y salvo cuestiones de conciencia siempre votan
colectivamente con y como el partido.
La crisis de
representatividad que vive en forma permanente la democracia está enlazada a
este aspecto no tenido en cuenta. Pues la representación política al no ser una
representación personal, como exige Schmitt que sea, tiene que revalidarse
continuamente. La Iglesia en cambio no
tiene esa exigencia pues su representación, sí es personal. Y entonces no tiene
que revalidar ningún título.
La ruptura de la
representación
Hace ya varios años que venimos sosteniendo que nosotros no estamos en crisis sino en decadencia[3], porque las crisis
siempre son pasajeras (crisis de la adolescencia, de la andropausia, de la
menopausia, etc.) en cambio la decadencia indica una declinación constante y
permanente de la que difícilmente se pueda salir desandando el camino. Es
necesario pasarla por arriba. La mejor definición que encontramos es la que nos
brinda el periodista y pensador Gilbert Comte cuando la define como le refus du sacrifice, el rechazo del
sacrificio “La décadence débute quand
chacun refuse de prendre des risque pour les autres[4].
Ahora bien, la noción de decadencia encierra un enigma poco común, y es
que siempre se puede ser un poco más decadente. Su concepto significa tanto
naufragio, hundimiento, ruina, caída u ocaso. Encierra la idea de declinación
necesaria de la que no se puede salir recorriendo el camino hacia atrás. Es
necesario comenzar de nuevo como lo hace el sol luego del ocaso o el
comerciante después de la ruina.
Así, pues, de la decadencia sobre todo de la social, política, económica
y cultural que es la que nos afecta hoy, aquí y ahora, en Argentina solo se
puede salir por dos vías: O la restauración o la revolución. Ejemplos
históricos tenemos de ambos caminos. Así Augusto, luego de las desastrosas
guerras civiles que sumieron en decadencia a la República comienza la restauración de las costumbres
antiguas que habían hecho grande a Roma. De idéntica manera, mutatis mutandi, en nuestro país Rosas
luego de la desastrosa anarquía de la década de 1820/29 que sumió en
decadencia, se alzó como el Restaurador de las leyes.
Ejemplo de la vía revolucionaria lo ofrece Fidel Castro con la
revolución cubana, con todos los reparos que pueden hacérsele, que vino a
cambiar el orden constituido de prostitución, corrupción y decadencia que el
régimen de Fulgencio Batista había sumido a Cuba. Esperemos que el
levantamiento del embargo norteamericano no lo haga caer de nuevo en los viejos servicios.
Entonces del estado de decadencia no se puede salir remontando la decadencia,
sino que se tiene que salir por afuera de la misma, sea por restauración si
hubo un régimen donde se vivió mejor o por revolución si no hay una experiencia
histórica donde referenciarse.
De la decadencia como del laberinto, no se sale desde el interior sino
por arriba como Dédalo y su hijo Icaro lo hicieran del laberinto cretense.
Nuestros representantes rechazan sacrificarse por sus representados, no
toman ningún riesgo a favor de los otros, sus representados. El pueblo en su
conjunto es simplemente un convalidador de representaciones que sus dirigentes,
los representantes, no se ven obligados a cumplir.
La única obligación que tienen es cumplir con el procedimiento jurídico
formal de acceso a los cargos, a las representaciones. Una vez en posesión de
las mismas su responsabilidad se diluye en un discurso político que dice y no
dice: que promete sin comprometerse, ni moral ni existencialmente. En una
palabra, promete pero no se obliga.
Esta ruptura de la representatividad que se da en todos los niveles y
dominios de la actividad ha hecho que el pueblo llano busque la solución de sus
problemas, a sus demandas, a través de las movilizaciones, las tomas de
edificios, los piquetes en las rutas y calles, la ocupación de los espacios
públicos, la interferencia en los servicios y las mil medidas y revueltas
hechas ad hoc.
El pueblo ha tenido que tomar la representación en sus manos porque sus
representantes, políticos y sociales, no lo han representado, no han estado a
la altura de sus necesidades.
¿Para qué sirve el parlamento si con sus leyes no soluciona los
problemas del pueblo que lo votó?. ¿Para qué sirven los sindicatos si no logran
las reivindicaciones reclamadas por sus trabajadores?. ¿Para qué sirven los
científicos si no investigan lo que es y lo que se necesita en lugar de descular
hormigas o desentrañar sombras?. ¿Para qué sirven los pastores que no se ocupan
de las necesidades de sus ovejas y las protegen del lobo?. ¿Para qué sirven los
jueces que ignoran la noción de equidad, limitándose al procedimiento?. ¿Para
qué sirven los dirigentes locales y barriales si en lugar de ocuparse del
vecino se ocupan del ciudadano o peor, de la humanidad?
Cuando un dirigente enaltezca el sacrifico personal como su método en el
ejercicio de la representatividad podrá, entonces, el pueblo confiarle su
representación, en el mientras tanto, está la exigencia de construir en la
lucha, que es donde se muestran los talentos, nuevos dirigentes que tengan como
apotegma tomar riesgos personales a favor de sus representados. Sólo así se
podrán reemplazar a los antiguos, de lo contrario se reciclarán automáticamente
como lo vienen haciendo desde hace décadas. Así como lo hicieron
ostensiblemente luego débacle del
2001, interpretando el grito popular: “que se vayan todos”, no yéndose ninguno.
(*) arkegueta, eterno comenzante
[1] En
polaco reprezentacja, et alii.
[2] Juan Maldonado (1534-1583) jesuita español fue y es
reconocido como el mayor exegeta del siglo XVI. Nació en Casas de la Reina (Extremadura) en 1534.
Aunque los franceses sostienen que era francés, tanto por sus escritos, por su
inseparable amistad con Montaigne y su larga enseñanza allí. Fue profesor de
teología y filosofía en París en donde gozó de un gran prestigio. Sus clases en
el colegio de Clermont contaban con una asistencia regular de más de mil
alumnos. Su biógrafo inglés
dice: your courses in humane letters and
philosophy, that crowds of excited students filled his classroom. Sometimes he
had more than 1,000 students in his class and some even arrived two or three
hours before the lecture to get a seat. Maldonado es a la teología
lo que Werner Jaeger a los estudios de Aristóteles. Ellos han creado un antes y
un después con sus aportes que no se pueden
obviar o peor aún, ignorar.
[3] Buela, Alberto: Metapolítica y filosofía, Bs.As., Theoría, 2002, p. 59.-
[4] Comte, Gilbert: Notes sur un temps
rompu, Paris, Le Labyrínthe, 2003.- redactor de Le Monde 1969 a1982.-