Gregorio Badeni
LA NACION,
JUEVES 17 DE DICIEMBRE DE 2015
El decreto con el cual el presidente de la República
decidió cubrir provisoriamente las dos vacantes que se presentaban en la Corte
Suprema de Justicia suscitó una serie de interrogantes y severas críticas en
las que, como es usual, se embrollan fundamentos jurídicos y de apreciación
política cuyo análisis independiente se impone para forjar un conocimiento
serio y cierto.
Los jueces de la Corte Suprema deben ser nombrados por
el Poder Ejecutivo con acuerdo de los dos tercios de los miembros presentes del
Senado, en el marco de una sesión pública convocada al efecto (art. 99, inc.
4°, de la Constitución Nacional). Además de esos jueces, como los de las
instancias inferiores, hay otros funcionarios respecto de los cuales se
requiere ese acuerdo, aunque por decisión de la simple mayoría de los
presentes. Tal el caso de los embajadores, ministros plenipotenciarios y
encargados de negocios, cuyos nombramientos y remociones exigen el acuerdo del
Senado (art. 99, inc. 7°, CN), y la cobertura de los empleos o grados
superiores de las Fuerzas Armadas (art. 99, inc. 13°, CN). Los restantes
empleados y funcionarios públicos respecto de los cuales no se requiere el
acuerdo previo del Senado y que integran la órbita del Poder Ejecutivo son
nombrados discrecionalmente por el Presidente, siempre que los candidatos
reúnan los requisitos fijados por la ley en orden a su idoneidad técnica y se
cumplan los emanados de la ética republicana (art. 16, CN). Tal lo que acontece
con el jefe de Gabinete, los ministros y sus dependientes políticos, los
agentes consulares y quienes integran las plantas permanentes de las áreas
administrativas (art. 99, inc. 7°, CN). El único límite impuesto por la
Constitución al presidente alcanza a los empleados públicos de planta
permanente, quienes no pueden ser removidos arbitrariamente de sus puestos
laborales debido a la estabilidad que les otorga el art. 14, nuevo, de la Ley
Fundamental.
Esta potestad no puede ser modificada por el
legislador cuando crea empleos públicos o entidades dependientes del Poder
Ejecutivo sin alterar el principio de la separación de las funciones
gubernamentales. Como excepción, en algunos casos se acepta que la remoción sea
precedida por un informe remitido al órgano legislativo explicando las razones
de la decisión, aunque la opinión que sobre el particular emita ese cuerpo no
es vinculante para el Presidente. Es una suerte de control interórganos que
procura satisfacer el derecho de los legisladores a conocer la marcha general
del gobierno.
Las cláusulas constitucionales citadas contemplan la
hipótesis de que el Congreso se encuentre en receso y resulte imposible
obtener, por esa razón, el acuerdo del Senado. En tales casos, el presidente
puede cubrir los cargos efectuando nombramientos en comisión cuyo mandato
concluye al finalizar el siguiente año legislativo, a menos que, reunido el
Senado, preste o rechace el acuerdo correspondiente (art. 99, inc. 19°, CN). En
el primer caso, el nombramiento se torna definitivo, y en el segundo, el
funcionario cesa en el cargo, sin perjuicio de la validez de los actos que
hasta allí haya dictado.
Esta cláusula constitucional, que figuraba en su texto
de 1853 y fue modificada en 1860 reduciendo la potestad del presidente, tiene
su fuente directa en el art. II, sección 2, cláusula 3, de la Constitución de
los Estados Unidos, país en el que es frecuente su aplicación. Su objetivo es
dotar de mayor dinamismo y eficiencia al Estado al permitir que el Poder
Ejecutivo disponga la cobertura de aquellos cargos durante el receso del órgano
legislativo. Por otra parte, las designaciones se realizan mediante un simple
decreto, sin que sea necesaria la existencia de una causal de necesidad o
urgencia como acontece con los actos legisferantes del presidente. Es
suficiente la decisión del Poder Ejecutivo, que, como acto político propio, no
es susceptible de revisión judicial, como tampoco los nombramientos del jefe de
Gabinete o los ministros. Esa revisión la podrá efectuar el Senado a partir del
1° de marzo del año próximo.
El 15 de septiembre de 1917, el Senado aprobó una
propuesta elaborada por Joaquín V. González sobre el tema conforme a la cual:
1) el nombramiento en comisión es viable respecto de todas las vacantes
existentes cuando el Senado entra en receso y antes de su conclusión; 2) el
receso presupone que el Senado no sesiona en forma ordinaria, ni en sesiones de
prórroga o extraordinarias; 3) el nombramiento en comisión cesa si, al concluir
el receso, es rechazado por el Senado o si se llega a la conclusión del año
legislativo sin que se expida el Senado; 4) si bien los funcionarios en
comisión pueden ser removidos por el presidente, esa facultad no se extiende a
los jueces.
Esa declaración del Senado sobre un tema tan sensible
disfrutó de plena vigencia doctrinaria en el pensamiento de juristas de la
talla de Juan González Calderón, Rafael Bielsa, Carlos Sánchez Viamonte y
Segundo V. Linares Quintana, aunque luego fue soslayada en las obras de la
mayoría de los juristas contemporáneos.
En nuestra historia institucional se registraron
varios casos de jueces de la Corte Suprema que fueron designados en comisión.
Entre otros, José Domínguez (1872), Onésimo Leguizamón (1877), Uladislao Frías
(1878), Manuel Pizarro (1882), Luis Varela (1889), Abel Bazán (1890), Luis
Sáenz Peña (1890), Benjamín Paz (1892) y José Bidau (1962).
Podremos estar de acuerdo o no con el texto
constitucional, pero en modo alguno podemos desconocerlo y alegar su presunto
contenido "antidemocrático" o "vetusto" o "lesivo para
la ética republicana" o efectuar interpretaciones literales que se apartan
de la hermenéutica semántica resultante del sentido de los vocablos e ideas
vigentes en 1853/60. Esto importaría una grosera desconstitucionalización que,
en definitiva, está ocultando ciertos intereses sectoriales o políticos
haciendo decir a la Constitución lo que ella no dice.
Abrigamos la esperanza de retornar al cauce del Estado
de Derecho, que nunca debió ser abandonado, donde la ley se impone sobre
nuestras aspiraciones políticas. Ellas son legítimas, propias del pluralismo
democrático y de su debate consecuente, pero no pueden llegar al extremo de
transformarse subjetivamente en normas jurídicas para propiciar la inconstitucionalidad
de la propia Ley Fundamental bajo cuyo amparo se forjó la Argentina.
El autor es abogado, especialista en derecho
constitucional