JAVIER LORENTE
El Manifiesto, 12 de febrero de 2016
La crítica a los derechos humanos realizada por Michel
Villey constituye un paso casi obligado en la literatura sobre el tema. Antiguo
profesor de derecho y de filosofía del derecho en la Universidad de Paris II,
Villey es autor de una de las más acerbas críticas a los derechos humanos,
tanto más significativa cuanto que ella tiene lugar en el siglo XX, el del más
grande esplendor del derecho internacional de los derechos humanos. Autor
iconoclasta y radical, Villey la emprende contra la casi totalidad de la filosofía
moderna, desde los racionalismos cartesiano y kantiano hasta el marxismo o el
existencialismo sartriano, pasando por el iusnaturalismo contractualista y el
positivismo en todas sus manifestaciones.
Su filosofía del derecho puede ser interpretada como
una reivindicación del pensamiento de Aristóteles en relación con la justicia y
por la recuperación del concepto de derecho en la Roma antigua. En este sentido
la finalidad específica del derecho no es otra que la justicia. Esta se deriva
de una adjudicación, esto es, de una decisión de un tercero que asigna a cada
una de las partes de un proceso lo que le corresponde. Lo que es asignado (un
bien corporal o incorporal) es precisamente el derecho. Nadie posee un derecho
sino por intermedio de la decisión de un tercero imparcial.
Es, especialmente, en su Le droit et les droits de
l’homme, publicado en 1983, que Villey expone claramente su pensamiento en
derechos humanos. Pero el tema aparece de nuevo en su Definitions et fins du
droit publicado en 1986 y republicado en 2001, bajo el nombre de Philosophie du
droit con un segundo tomo bajo el titulo de Les moyens du droit.
Villey denuncia la “religión de los derechos humanos”
con sus “potentes asociaciones”, sus “prestigiosas instituciones
internacionales”, su “clero de iglesias cristianas” y su “culto”. Haciéndose
eco de las críticas de Burke, Bentham y Marx, Villey declara “ilusorios”,
“irrealizables”, “contradictorios” e “ideológicos” estos “pretendidos”
derechos. Recordando las afirmaciones de Burke sobre los ataques a la
propiedad, las violaciones al derecho a un debido proceso y las decapitaciones
en la época de los revolucionarios franceses, Villey constata que los derechos
humanos no son siempre para todos. Esto es cierto tanto para los derechos-libertad
como para los derechos-crédito. «Suponed –nos invita el autor– que tomamos en
serio el derecho de todo el mundo a la salud y que hacemos atribuir por medio
de la seguridad social un trasplante de corazón a todo cardíaco.
En tal caso,
sería necesario recortar los derechos
humanos de cada uno al mínimo vital, a la huelga y a la cultura, comenzando por
la libertad». Así mismo, según el autor, es difícil conciliar el derecho a la
vida con el derecho a la interrupción del embarazo, el derecho al pudor con la libertad
sexual, el derecho al matrimonio con el derecho al divorcio, para no mencionar
sino algunos ejemplos. Sobre este particular, en su Droit et les droits de
l’homme, Villey afirma que cada uno de estos pretendidos derechos humanos es la
negación de otros derechos humanos.
Villey hace suyas las críticas de Marx sobre el
“seudouniversalismo” de los derechos humanos. Estos están constituidos de
“libertades formalmente iguales para todos” pero, de hecho, están reservados a
ciertas categorías de personas. El autor comparte con Marx que la «proclamación
del carácter sagrado de la propiedad y el derecho de contratar libremente fue
un medio de precipitar al mayor numero en la pobreza y la dependencia respecto
de los capitalistas». Villey ve en el desfase entre la proclamación formal de
libertades iguales para todos y la imposibilidad real para todos de disfrutar
de ellas, una parte de impostura de la cual se aprovechan los políticos.
Los derechos humanos están dotados de un lenguaje
“especioso”, indefinido, cuyo resultado es una lista creciente de “derechos”
sin posibilidad real de concretarse en los hechos, puesto que estos “derechos”
no pueden ser verdaderamente reivindicados, como sí es el caso de los derechos
que nos son verdaderamente debidos. Según nuestro autor, la ambición
desmesurada caracteriza los derechos humanos. Sus promesas, simplemente, no
pueden ser cumplidas puesto que son demasiado “inciertas” e “indetermina-das”.
La libertad que ellas otorgan muy difícilmente puede encontrar un sentido preciso.
La libertad de expresión, por ejemplo, no puede ser respetada en el caso de
“provocación a la violencia racista o los falsos testimonios”. Ellas, las
libertades, son también “inconsistentes”, en el sentido de que no pueden ser
cumplidas para todos en las mismas condiciones.
Finalmente, las promesas de los
derechos humanos son “contradictorias”. Los derechos formales o de primera
generación luchan contra los derechos sustanciales o de segunda generación, los
derechos de los jóvenes están codificados al lado de los de las personas de la
tercera edad. Y la profusión de derechos no cesa: los derechos de las mujeres,
los derechos de los homosexuales, los de los peatones, los de los
motociclistas. Villey ironiza recordando que en Estados Unidos se habla hasta
de un “poético derecho al sol” entendido como el “derecho de cada uno y de cada
una a broncearse en una playa de la Florida”. Y agrega que sobre este punto la
imaginación de nuestros contemporáneos parece inagotable.
Irreales, ilusorios contradictorios, inconsistentes,
los derechos humanos son, sin embargo, invocados en apoyo de causas nobles, ya
sea para la lucha contra el hambre, ya sea contra la tortura, y en general,
para mejorar la suerte de personas y de poblaciones sometidas a tratamientos
crueles, inhumanos o degradantes. Villey es, pues, muy consciente de que la
empresa de demistificación de los derechos humanos no lo convierte en alguien
popular. Sin embargo, se lanza a la deconstrucción del discurso de los derechos
humanos con la ayuda de la historia de la filosofía del derecho y del derecho
romano, de los que es un conocedor profundo.
De este modo, Villey pone en cuestión las acepciones
modernas del concepto de derecho. Éste ha sido reducido por el positivismo a
simples formulas legislativas y a órdenes surgidas de la costumbre y la
jurisprudencia. La justicia allí está ausente o, al menos, ella no es
forzosamente su objetivo. A su vez, los iusnaturalistas identifican el derecho
con preceptos morales surgidos de la razón con pretensión universal. En uno y
en otro caso, la justicia no es el producto de una adjudicación, de una
decisión.
El análisis del derecho romano y de la historia de la
filosofía lleva a Villey a afirmar que los derechos humanos son un producto de
la época moderna. No hay que buscar los orígenes de los derechos humanos en la
tradición cristiana, judía o musulmana, o en el Código de Hammurabi. «La unidad
de la naturaleza del hombre y su eminencia fueron reconocidas desde los tiempos
más remotos. Pero los derechos humanos son otra historia». De acuerdo con
Villey, la expresión “derechos del hombre” surgió en el siglo XVII, pero sus
fundamentos datan de la Edad Media. La modernidad conoce dos grupos de
acepciones del derecho. El primer grupo se relaciona con el nominalismo individualista
de Occam y Scotto, seguido por los filósofos de los siglos XVII y XVIII. El
derecho aparece allí como “ventaja”, “facultad”, “poder” o “libertad”. Esto es, como derecho
subjetivo. El segundo grupo de acepciones considera el derecho como un conjunto
de leyes hechas por el Estado, la costumbre o la jurisprudencia; aquí, el
derecho es visto “tal como es”. Esto es, como derecho objetivo. Según Villey,
los derechos humanos se presentan bajo el influjo del primer grupo de
acepciones. «Lejos de derivar su autoridad de los textos positivos del Estado,
ellos se presentan como inferidos de una idea del “hombre”. Las leyes no hacen
mas que declararlos». A menudo, ellos se oponen a los textos de derecho
positivo.
De esta manera, la Modernidad ha construido la noción
de los “derechos” en plural, mientras que la noción romana de derecho no conoce
sino la noción de “derecho” en singular. Villey afirma que el derecho es una
invención de los romanos, entre ellos, cita a Cicerón en tiempos de la
República. Esta invención tiene por fuente la cultura griega, especialmente a
través de la aportación de la filosofía de Aristóteles. El derecho se define en
Roma por su finalidad (según Cicerón, el servicio de una justa proporción en la
asignación de los bienes en los procesos ante tribunales). Aristóteles –nos
recuerda Villey– distingue entre justicia general y justicia particular. El
primero de estos géneros de justicia se refiere a la realización del orden
natural de las cosas: que el esclavo realice su trabajo, que el guerrero
corajudo se emplee a defender la ciudad, etc. Esta clase de justicia tiene que
ver con la moral general. La justicia particular, en cambio, se refiere a la
asignación de bienes en un grupo en aras de asegurar que nadie tome más o no
reciba menos que su parte.
De este modo, la justicia particular realiza a su
vez una parte de la justicia general. Las dos son complementarias. Es entonces
de la justicia particular, en clave aristotélica, que va a emerger el derecho.
Éste es, entonces, un producto de una decisión de un juez que decide en cada
caso lo que le pertenece a cada uno. «De los particulares sólo es requerido,
para ser justos, “ejecutar” las determinaciones del derecho cuyos autores son
los juristas». Así la justicia particular supone la existencia de jueces. No
hay derechos abstractos y universales que pertenezcan a las personas puesto que
el derecho es un objeto exterior al hombre (la cosa o el bien objeto de
adjudicación). El derecho es, en consecuencia, una proporción resultante de una
adjudicación. Nada más extraño al derecho –según Villey– que las promesas de
las declaraciones de los derechos humanos que incluyen la libertad y la
dignidad. Estas promesas desconocen que “ni la libertad ni la dignidad no
corresponden al género de “bienes exteriores” que son adjudicados.
La segunda concepción del derecho moderno, el derecho
objetivo constituido de textos que contienen “reglas de conducta”, testimonia,
según Villey, la supremacía de la moral sobre el derecho. Villey rechaza,
entonces, la identificación del derecho y la moral dado que «el oficio del
jurista no consiste, como el del moralista, a hacer al hombre justo (dikaios).
Ser un hombre justo o una mujer justa es efectuar actos justos (no tomar de
hecho más de lo que le pertenece)». Y agrega que el jurista “no tiene que
ocuparse de moralidad subjetiva”. Los filósofos de los siglos XVII y XVIII
confundieron el derecho y la moral en armonía con la filosofía nominalista de
Occam, de Scotto y de la Escolástica española.
Para terminar, según Villey los derechos humanos son
un testimonio de la “descomposición” del derecho y de la desaparición del
concepto de justicia entendida como “medida de las justas relaciones”. Los
derechos humanos son obra de no-juristas que han sacrificado la justicia y el
derecho. Este sacrificio es una gran pérdida. El triunfo de los derechos
humanos implica la “decadencia de la cultura” a expensas del “progreso
técnico”.