FRANCISCO JOSÉ SOLER GIL
El Manifiesto, 3 de marzo de 2016
El invierno está resultando relativamente suave este
año en Alemania. Poca nieve, poco frío, y a veces, según los días, un cierto
aire casi de anticipo primaveral. El ahorro en gastos de calefacción, dicho sea
de paso, ya podemos calificarlo de considerable. Para un pueblo cuyo estado de
ánimo depende tanto del factor meteorológico como el alemán, los dos primeros
meses de este año deberían haber generado, por tanto, un ambiente de moderado
optimismo. No es el caso. Y ni siquiera las noticias que certifican el buen
estado de las finanzas federales ―noticias que, para qué negarlo, siempre
alegran― han conseguido esta vez levantar los ánimos.
Y es que las preocupaciones son muy otras. Aún no hace
tantos meses, a comienzos del pasado verano, la llegada de los primeros grandes
contingentes de refugiados ―¿sirios?, ¿iraquíes?, ¿afganos?, ¿libios?, ¿sin
identificar?, ¿de todas partes del mundo islámico?― era acompañada de palmas y
gestos de solidaridad. ¡Qué gran ocasión para mostrar a la humanidad que no
somos nazis, que no somos monstruos, sino todo lo contrario!
Entretanto, siguen
llegando refugiados. Menos, pero siguen llegando. Más de un millón y medio a
estas alturas. Y el alemán, lo confiese o no, aguarda con preocupación a la
primavera, cuando, si una feliz combinación de circunstancias no lo impide,
podría producirse la siguiente avalancha millonaria.
Entusiasmo ya no queda ninguno. Miedo, mucho. Cada vez
más. Y la sospecha, un tanto vaga, pero no tanto, de que se han cometido
errores de esos que alcanzan hasta los libros de historia. De esos errores que
pueden terminar sellando el destino de un pueblo. Los alemanes son así:
extremadamente autocríticos y extremadamente seguros de sí mismos, según los
tiempos. Los de ahora empujan a la autocrítica.
Y motivos no faltan. Empezando por el más obvio,
muchos piensan ahora que Merkel se equivocó este verano pasado cuando ―no resulta
fácil saber si por convicción propia, o quizás más bien animada por las
encuestas, entonces favorables― dio claras muestras de animar a la inmigración;
y, sobre todo, de hacerlo hasta el inaceptable punto de dar por bueno el
incumplimiento generalizado de una ley de la Unión Europea: la convención de
Dublín.
Aceptar el incumplimiento (y más generalizado) de una ley vigente, por
los motivos que sea, es considerado en Alemania como uno de los más graves
cargos que pueden pesar contra un personaje público. Ese cargo pesa hoy sobre
Merkel y su gobierno, mientras crece el número de los que perciben las
desgracias presentes (y más aún las que se temen) como un castigo de los dioses
a la sacrílega transgresión cometida.
Está luego el asunto del trato que se dispensó, en los
inicios de la crisis, a los gobiernos del este europeo reticentes con las
directrices que marcaba la cancillería berlinesa, y muy en particular a Viktor
Orbán, el primer ministro húngaro. En julio, en agosto y aún a primeros de
septiembre, no se ahorraron palabras de condena y desprecio ante su
“insolidaria actitud”.
Sobre todo el anuncio de la construcción de una valla
fronteriza dio lugar a las más indignadas reacciones de superioridad moral
germana. Pero ya a finales de ese mismo mes, y ante una situación fronteriza
cada vez más fuera de control, los delegados y dirigentes bávaros de la CSU
aclamarían a Orbán en el congreso del partido gobernante. Y en estos momentos,
transcurridos apenas unos pocos meses más, medio país espera con ansiedad que
eslavos y magiares logren cerrar la grieta en el muro europeo. Otra cosa es que
no se diga así, tan abiertamente...
Desde luego, sería muy bonito que fueran
ellos, los países periféricos, los que hicieran el trabajo sucio, al tiempo que
Ángela Merkel mantiene sus expectativas al Premio Nobel de la Paz. Pero hay
algo muy falso y muy desesperado en esta secreta esperanza. Y lo saben.
Se plantea además el problema que supone la nueva y
grave dependencia de Alemania, y por tanto de Europa, con respecto al gobierno
turco. Hasta ayer mismo, como quien dice, el ejecutivo alemán se desmarcaba
claramente de las aspiraciones de Turquía a ingresar en la Unión Europea. ¿Cómo
podrían aceptar como socio a un país con tales deficiencias ―acreditadas por
todo tipo de informes― en la garantía de los derechos más elementales, como son
el de asociación, expresión, libertad religiosa, etc.?
Pero ahora, de repente,
el supuesto dictadorzuelo Erdogan es presentado como un serio estadista. Merkel
se desvive por entenderse con él, y hasta se ha llegado a escuchar a políticos
cercanos a la cancillería que afirman que Turquía es «más europea que algunos
Estados de la Unión». Erdogan disfruta del cambio de circunstancias, toma el
dinero que le ofrecen sus nuevos vasallos, y, por supuesto, no hace nada por
detener un flujo migratorio que tan buenos réditos le está proporcionando.
Pero lo peor de todo, sin duda, es el tema
innombrable, el tabú que en ningún caso debe ser cuestionado, pero cuya validez
comienza a percibirse oscuramente como problemática. Y se trata quizás del gran
problema de fondo: el problema de si es viable el ideal europeo de la estricta
sociedad multicultural, integradora de todo tipo de creencias vividas a título
particular. ¿Es integrable realmente el islam? ¿Cabe suponer que un rápido
aumento del porcentaje de población alemana con un fondo cultural islámico
podrá asumirse sin que peligre el orden constitucional y los valores y
libertades occidentales? ¿O estamos entrando, más bien, en una dinámica
destructora de ese orden y de esos valores y libertades? ¿Nos espera la sharía
al término de este proceso? ¿O una libanización a largo plazo de Alemania?
Hasta el momento, los partidos tradicionales han
procurado ignorar los temores de sus votantes, insistiendo en el discurso
políticamente correcto, y demonizando como racistas, xenófobos y hasta neonazis
a todo el que se atreviera a exponer dudas, sobre todo relativas al tema
innombrable. Pero la presión en la caldera alemana aumenta cada día. El próximo
día 13 de marzo habrá elecciones regionales en tres Estados federados:
Baden-Württemberg, Renania-Palatinado y Sajonia-Anhalt. Y en los tres
parlamentos regionales se espera la irrupción del nuevo partido que se está
convirtiendo cada vez más en el aglutinador del sector más temeroso de la
población, la AfD. En Sajonia-Anhalt podría llegar incluso a convertirse en la
tercera fuerza política, por encima del partido socialdemócrata.
¿Nos
encontramos ya en los prolegómenos de un terremoto político? ¿O lograrán las
fuerzas políticas convencionales salvar una vez más la situación? ¿Y por cuánto
tiempo aún?
Mientras tanto, se acerca la primavera, se acerca el
buen tiempo, y se acerca con él (¿inexorablemente?) la próxima gran oleada de
inmigrantes por la ruta balcánica. Y los alemanes, cuyo estado de ánimo depende
tanto del factor meteorológico, por primera vez comienzan a sentir añoranza de
los grandes inviernos helados.