Por Pacho O'Donnell
Infobae, 20 de noviembre de 2016
En este 20 de noviembre, Día de la Soberanía, en honor al combate de la Vuelta de Obligado o a la Guerra del Paraná, viene a punto recordar las férreas y ejemplares negociaciones que siguieron al triunfo criollo ante las mayores potencias mundiales de entonces. Actitud que lamentablemente poco se repitió en los tiempos posteriores.
El 2 de julio de 1846, el barco que conducía al enviado británico Thomas Hood, el Devastation, atracó en el puerto de Buenos Aires. La Corona lo había designado para lograr un acuerdo lo más digno posible con Juan Manuel de Rosas y así retirarse de esa campaña tan desafortunada que había comenzado con el combate de la Vuelta de Obligado.
Las condiciones que traía en su maletín eran:
1.Rosas suspendería las hostilidades en la Banda Oriental.
2.Se desarmarían en Montevideo las legiones extranjeras (sobre todo francesas y mercenarias) que se oponían al sitio de la Confederación, establecido por el Restaurador para recuperar la Banda Oriental ominosamente cedida por los unitarios rivadavianos.
3.Se retirarían las divisiones argentinas del sitio.
4.Efectuado esto, se levantaría el bloqueo británico al puerto de Buenos Aires, devolviendo la isla de Martín García y los buques secuestrados "en lo posible en el estado en que estaban".
5.Se reconocería que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina "en tanto que la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río".
6.Habría amnistía general en Montevideo, debiendo excluirse a "los emigrados de Buenos Aires cuya residencia en Montevideo pudiese dar justas causas de queja", en referencia a los unitarios que habían colaborado con la intervención europea.
7.Sería desagraviado el pabellón argentino con 21 cañonazos.
Era una claudicación británica, lisa y llana. Poco y nada quedaban de los presuntuosos ultimátums y las declaraciones de meses atrás.
Rosas exigió que el bloqueo se levantase sin esperar el desarme de las legiones extranjeras y el consiguiente retiro de la división argentina. Entendía, además, que la frase "en tanto la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río" encerraba la posibilidad de una inaceptable independencia correntino-entrerriana, que había sido una de las intenciones de la invasión de las armadas anglofrancesas. También argumentó que el acuerdo debía ponerse a consideración del general Manuel Oribe, presidente uruguayo según la Confederación, de quien las fuerzas argentinas serían sólo "auxiliares".
Hood aceptó las imposiciones argentinas y el 18 de julio se firmó un acuerdo que el Restaurador reivindicaría en cada una de las negociaciones con las naciones europeas. Francia rechazó el acuerdo, que demasiado se parecía a una rendición, acosada por reproches de los chauvinistas del Parlamento que no aceptaban la humillación sufrida. Gran Bretaña fue solidaria con su aliada.
Decidieron entonces probar con sus mejores diplomáticos: Londres eligió a John Hobart Caradoc, barón de Howden, miembro distinguidísimo de la Cámara de los Pares; por Francia iría nada menos que Alejandro Florian Colonna, conde de Walewski, hijo de Napoleón el Grande.
Arribados al Río de la Plata, en mayo de 1847, anunciaron al canciller de la Confederación, Felipe de Arana, que habían viajado para poner en vigencia las bases Hood adaptadas a las formalidades de estilo de la diplomacia europea. Pero Rosas desconfió y cuando le presentaron las nuevas actas, reaccionó con furia: "Los proyectos dirigidos por SS.EE. los señores ministros diplomáticos están tan alejados, son tan diferentes de las bases Hood, como el cielo lo es del infierno".
El protagonismo de los diplomáticos europeos lo asumiría el barón Howden. Se propuso causar una buena impresión en los porteños por su informalidad y su franqueza organizando cabalgatas a Santos Lugares acompañando a Manuelita y vistiéndose como paisano, con poncho y sombrero de ala corta. Montaba caballos con la marca de Rosas, que ensillaba con recado y apero criollos.
Manuelita había ya desempeñado tareas de seducción en beneficio de estrategias de su padre. Así lo había hecho antes con el embajador Mandeville, esposo de Mariquita Sánchez, y lo haría ahora con el barón. Lo de Howden fue un auténtico flechazo y no tardó en manifestarse, convirtiéndose en el cotilleo de Buenos Aires. El 24 de mayo de 1847, cuando ella cumplió treinta años, le dirigió una ardiente nota: "Este día jamás se irá de mi memoria ni de mi corazón". Los exiliados en Montevideo y los opositores en tierra argentina seguían con comprensible inquietud los avatares del romance entre la "princesa federal" y el barón inglés.
Durante una excursión criolla a Santos Lugares, oportunidad en que, vestido de gaucho, Howden galopó por el campo y, entre otras diversiones rurales, encontró tiempo para estrechar las manos de un grupo de caciques y jefes indios, propuso matrimonio a Manuelita, quien le respondió con firmeza que sólo lo veía como a un hermano.
Las negociaciones no avanzaban porque detrás de la falacia del lenguaje diplomático Inglaterra y Francia no eran garantes de la independencia del Uruguay, lo que para el acertadamente suspicaz Restaurador significaba que muy pronto se reanudarían los intentos de anexión por parte de Brasil.
Tampoco aceptaba suprimir el desagravio al pabellón argentino, "estipulación esencial porque a ese saludo circunscribía el gobierno argentino las satisfacciones debidas al honor y soberanía de la Confederación ultrajada por una intervención armada que capturó en plena paz la escuadra argentina, se posesionó por la fuerza de sus ríos, invadió el territorio y destruyó vidas y propiedades en una serie de agresiones injustas".
Además, debería decirse claramente, como se leía en su acuerdo con Hood, que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina, sujeta a sus leyes y sus reglamentos, lo mismo que la del Uruguay en común con la República Oriental.
Otro punto clave: que se mencionara expresamente el rechazo a la posibilidad de una independencia de la República de la Mesopotamia (las Misiones, Entre Ríos y Corrientes), uno de los objetivos de la invasión, sin escaparse con la frase "ley territorial de las naciones". Howden y Walewski adujeron que la fórmula propuesta por ellos "había sido objeto de largas correspondencias entre los gobiernos de Inglaterra y Francia" y que se "consultaron varios jurisconsultos".
El 28 de junio, Rosas dio por terminadas las negociaciones por tratarse de temas gravísimos donde no podía andarse con "medias tintas". No pareció casualidad entonces que el romántico ardor de Lord Howden se fuera calmando poco a poco y cuando, fracasada su misión pacifista, abandonó Buenos Aires, el 18 de julio, escribió a Manuelita desde el Raleigh una cariñosa carta de despedida, en la que la nombraba como "mi vida, mi buena y querida y apreciada hermana, amiga y dama".
Inglaterra, ansiosa ya por terminar con el bochorno internacional, insistió y envió al prestigioso diplomático Henry Southern. Rosas, escaldado y deseoso de fijar sin rodeos las condiciones de lo que era indisimulablemente una capitulación enemiga, se negó a recibirlo hasta tener claras sus intenciones.
En Londres, el primer ministro Lord Aberdeen se indignó, el 22 de febrero de 1850, ante el Parlamento británico: "Hay límites para aguantar las insolencias y esta insolencia de Rosas es lo más inaudito que ha sucedido hasta ahora a un ministro inglés. ¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho? ¿Habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita".
Como si don Juan Manuel hubiera leído a Georges Clemenceau: "Hay que hacer la guerra hasta el fin, el verdadero fin del fin". Finalmente, míster Southern y el Restaurador firmaron el acuerdo que aceptaba todas las exigencias argentinas.
El convenio establecía la devolución de Martín García y de los buques de guerra; la entrega de los buques mercantes a sus dueños; el reconocimiento de que la navegación del Paraná era interior y sólo sujeta a las leyes y los reglamentos de la Confederación Argentina, y que la del Uruguay era común y estaba sujeta a las leyes y los reglamentos de las dos repúblicas; y la aceptación de Oribe para la conclusión del arreglo.
Rosas se obligó a retirar sus tropas del Uruguay cuando el Gobierno francés hubiera desarmado a la legión extranjera, evacuado el territorio de las dos repúblicas, abandonado su posición hostil y celebrado un tratado de paz.
Ante la emoción de los porteños apiñados en la ribera, las naves de guerra enemigas se alejaron del Río de la Plata saludando al pabellón de la Confederación Argentina con veintiún cañonazos.
Francia tardó en rendirse, pues muchos querían continuar la guerra, mientras don José de San Martín se esforzaba por convencer que "todos (los argentinos) se unirán y tomarán una parte activa en la lucha", por lo que la invasión se prolongaría "hasta el infinito".