Actitud frente al
sistema de partidos
Uno de los aspectos más criticados de la política
contemporánea es el de la representación. La democracia liberal, ha derivado en
lo que se ha llamado “partidocracia”.
La crítica al
sistema contemporáneo de partidos está, obviamente, justificada. Dicho sistema
se basa en la llamada democracia indirecta o representativa, consistente en
que, como todo el pueblo -en quien se supone reside la soberanía- no puede
gobernar por sí mismo, debe delegar en sus representantes la función de
gobierno, sin abandonar por ello la soberanía. Como el gobierno -especialmente
el Congreso- debe representar la Voluntad General, se establece por medio de
una ficción jurídica que cada representante representa, no a los ciudadanos que
lo han elegido, sino a todo el pueblo.
Por otra parte, todos los representantes son propuestos
al electorado por los partidos políticos, únicas entidades que tienen acceso
legal a los cargos públicos electivos, no permitiéndose ni las candidaturas de
ciudadanos independientes ni la representación de otros grupos sociales (CN,
Art. 38).
Es por estar basado en el mito de la soberanía popular y
en una falsa teoría de la representación, que el sistema actual de partidos
políticos carece de solidez y produce efectos negativos en la sociedad.
“Es
ficción considerar al pueblo susceptible de representación, y como unidad
unificada que confiere mandato; ficción es suponer que el parlamento representa
a la totalidad del pueblo; ficción que los actos de los representantes son
actos del pueblo; ficción que el pueblo gobierna”[1].
Durante la vigencia de la monarquía, la actividad
gubernamental estaba a cargo del propio rey y de la nobleza, es decir, el
estamento aristocrático que rodeaba al rey y cuyos integrantes se preparaban
para la guerra y el gobierno. Las cortes o asambleas, ya mencionadas, se
limitaban a informar y asesorar al rey sobre los problemas e inquietudes, y, en
casos excepcionales, a consentir medidas de emergencia como impuestos
especiales, pero la decisión estaba reservada al monarca que representaba la
unidad del reino, al estar por encima de todos los sectores.
Al ser reemplazada la monarquía por el sistema
republicano, surge la necesidad de sustituir a la nobleza en dicho rol, y este
lugar lo ocupan -aunque imperfectamente-, los representantes del pueblo, elegidos
a través de los partidos políticos.
La alternativa que proponen distinguidos profesores y
dirigentes, consiste en sustituir el
régimen de partidos por una participación activa en la vida socio-política de
los cuerpos intermedios.
Los cuerpos intermedios son las asociaciones ubicadas
entre la familia y el Estado, que persiguen un fin común (sindicatos, entidades
profesionales, cámaras empresarias, centros vecinales, cooperativas, mutuales,
cooperadoras escolares, etcétera).
Toda sociedad contiene en su seno infinidad de entidades
y grupos mediante los cuales los hombres tratan de lograr objetivos que sirven
a su perfección. Un sano orden social requiere la aplicación del principio de
subsidiariedad que demanda que el Estado no absorba las actividades que pueden
realizar eficazmente las asociaciones inferiores. En virtud de este principio,
la Iglesia siempre sostuvo que los cuerpos intermedios deben gozar de la mayor
autonomía posible y ocuparse de muchas tareas que hoy el Estado tiene a su
cargo y le impiden ejercer correctamente el rol que le compete como gestor del
Bien Común.
Asimismo, mediante la interconexión y colaboración mutua, los
cuerpos intermedios pueden constituir organismos que resuelvan por sí mismos
ciertos problemas sociales y económicos, evitando la lucha de clases: es lo que
se llama corporativismo u organización profesional.
En este sistema, los grupos intermedios se van
articulando hasta formar un Consejo o Cámara nacional en la que se hallan
representados todos los grupos e intereses sociales existentes en la sociedad,
con la finalidad de asesorar al gobierno, o, incluso, cumplir funciones
legislativas. No cabe duda de que este sistema, recomendado por el magisterio
pontificio -especialmente en la Encíclica “Cuadragésimo Anno”-, permite un
mejor funcionamiento de la sociedad y a la vez impide los posibles abusos del
Estado, pero no puede asumir -en exclusividad- la conducción de éste, ni
ocuparse de la actividad específicamente política.
“Es verdad que estos grupos, si bien necesarios, cada uno
según su propia finalidad específica, representan sólo intereses delimitados y
parciales, no el bien universal del país. No tienen, por consiguiente,
competencia para participar en aquellas decisiones superiores que son
peculiares del supremo poder político, primer responsable del bien común”
(Carta de la Secretaría de Estado del Vaticano a la XXVI Semana Social de España,
18-3-1967).
Hecho el análisis precedente, se advierte que la empresa
de reconstruir el orden social no es sencilla ni fácil. En nuestro país, existe
desde hace 206 años la forma republicana de gobierno, que no podemos
desconocer, como tampoco negar la vigencia de la Constitución que le dio fuerza
legal, sin desviarnos de la doctrina clásica, que fundamenta nuestros
principios. A partir de estas realidades es que debemos desplegar nuestro
esfuerzo por mejorar el funcionamiento de la sociedad en que la Providencia nos
ha colocado.
Por otra parte, la actuación de los partidos no es
necesariamente mala. En efecto, en todos los tiempos, los hombres se han
agrupado en torno a líderes, ideas o intereses, para tratar de influir en la
conducción de la sociedad, incluso cuando regía la monarquía y existía la
aristocracia. La parte no siempre constituye una facción, ni la discrepancia
afecta al bien común, mientras se mantenga dentro de ciertos límites.
Ahora bien, ya hemos dicho que los grupos sociales
intermedios -que por ser intermediarios entre la familia y el Estado, son
infrapolíticos- no pueden asumir la conducción del Estado ni ejercer la
actividad específicamente política.
En primer lugar, porque los intereses sociales
contrapuestos no pueden, en muchos casos, lograr un acuerdo, necesitando
entonces la intervención del Estado, que se halla por encima de dichos
intereses de sector. “No hay más solución que atribuir la decisión definitiva
de los conflictos de intereses entre los grupos profesionales, a una autoridad,
creada con arreglo a una ley ajena al principio corporativo; o bien a un
parlamento elegido por todo el pueblo, o a un órgano de complexión más o menos
autocrática”[2].
Por otra parte, “...cada estructura intermedia no expresa
al hombre en su totalidad. A través de ellas, el hombre se expresa en tanto
trabajador, como jefe de familia, como vecino de un municipio, como empresario,
como profesional, como técnico. Pero para lograr el hombre falta algo; eso
único e incomunicable que constituye la persona; el hombre es más que la suma
de sus expresiones parciales y a veces contradictorias que expresan los grupos.
Me parece imposible, cualquiera sea el lugar que le corresponda a los cuerpos
intermedios en la determinación de la política, eliminar la voz del hombre”[3].
Además, la eficacia de los representantes de los grupos
sociales está dada por el conocimiento, la competencia, que poseen en el manejo
de la actividad que representan, pero la mayoría de ellos no poseen las
cualidades requeridas por la actividad política, ni pueden dejar de defender
los intereses del propio grupo o estamento, sin perder la condición de
dirigentes del mismo. Por ello, la conducción global de la sociedad, que
compete al Estado, debe estar reservada a un tipo de personas con
características especiales.
“El hecho natural de la existencia de un estamento
dirigente de la vida política,...se conecta con la doctrina clásica de la
vocación, según la cual en los hombres existen aptitudes naturales para los
diversos oficios que requiere la comunidad, incluso para el más elevado, esto
es, el oficio político, pues, como decía Aristóteles, hay hombres cuya tarea propia
parece ser la de gobernar a los demás”[4].
Entonces, ¿a través de qué medios puede seleccionarse a
los hombres que habrán de gobernar en un sistema republicano, y en qué tipo de
entidades habrán de agruparse de acuerdo a sus preferencias políticas? En el
mundo contemporáneo, en la casi totalidad de Estados, existen sistemas
pluripartidarios o de partido único; las pocas excepciones consisten en Estados
con gobiernos militares. Pero, aún en esos casos, la experiencia del último
siglo indica que, luego de períodos transitorios, se produce “el eterno retorno
de los partidos”[5].
No se ha logrado articular todavía una forma de convivencia que pueda
prescindir de los partidos en la actividad política.
Como reconoce el Concilio Vaticano II: “Es perfectamente
conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas
que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección
creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la
fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno
de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los
límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes”
(Constitución Gaudium et Spes, p. 75).
El profesor Félix Lamas ha explicado, con mucha claridad,
que los partidos: “Pueden considerarse de existencia necesaria en la misma
medida en que es inevitable una cierta dosis de discordia en toda
comunidad...”, y por ello es que hay “un margen funcional admisible en los
partidos: pueden constituir vehículos de opinión o canales del querer sobre
cuestiones opinables, cuando éstas no encuentren adecuada expresión a través de
las comunidades naturales, vgr.: la postulación de candidatos o el
sostenimiento de un determinado programa conforme con el bien común” (Cabildo,
setiembre de 1982).
Un publicista de tanto prestigio como Messner reconoce
que no se puede negar que: “El derecho de formación y de la actividad de los
partidos en el Estado moderno pertenezcan a los derechos naturales”[6].
Por su parte, Creuzet añade: “Acontece también que su existencia resulta el
único medio de contrabalancear el poder tiránico de un Estado descarriado... En
este caso, los partidos de la oposición se transforman en verdaderos cuerpos
intermedios, apoyo de las personas, de las familias, de los otros cuerpos
sociales, en su justa resistencia contra la tiranía”[7].
Debe reflexionarse, además, en que hoy, más que nunca, la
actividad gubernamental es tremendamente compleja y requiere una formación
adecuada, que se adquiere luego de muchos años de estudio y experiencia.
Precisamente, porque no aceptamos la ilusión populista de que cualquier persona
puede desempeñar un cargo público, ni bastan la honestidad y el patriotismo
para gobernar con eficacia, es que pensamos que resulta imprescindible
constituir grupos de hombres con auténtica vocación política, que se preparen
seriamente para gobernar. Y, por ahora, no hay otra vía idónea que la que
ofrecen los partidos, que se fundamentan -o deberían hacerlo- en una
cosmovisión global y elaboran programas con las soluciones que proponen para
cada uno de los problemas que debe afrontar el Estado.
[1]
Bidart Campos, Germán. “Doctrina del Estado democrático”; EJEA, 1961, pág. 186.
[2]
Kelsen, Hans. “Teoría general del Estado”; Editora Nacional, 1973, pág. 454.
[3]
Rivero. “De la politique des groupes a la politique de la nation”; cit. por:
Montemayor, Mariano. “Las ideas democráticas y el orden corporativo”; Kraft,
1967, págs. 114/115.
[4]
Sampay, Arturo. “Introducción a la Teoría del Estado”; Bibliográfica Omeba,
1964, pág. 490.
[5] Lucas
Verdú, Pablo. “”Principios de la Política”; Tecnos, 1971, T. III, pág. 48.
[6]
Messner, Johannes. “Ética Social, Política y Económica a la luz del Derecho
Natural”; Rialp, 1967, págs. 686/687.
[7]
Creuzet, Michel. “Los cuerpos intermedios”; Speiro, 1964, pág. 101.