Gerardo Sanchis Muñoz
Clarín, 7-2-17
No es novedad que estamos en la Era del Conocimiento.
Los que toman decisiones lo hacen en un mundo dinámico de máquinas robotizadas,
sistemas informáticos y redes de conectividad, en donde la información
disponible se multiplica en avalancha. Este nuevo entorno impacta al sector
público de manera contundente: los ciudadanos tienen demandas cada vez más
sofisticadas, y capacidades digitales para exigirlas instantáneamente.
Peor aún: los desafíos de las políticas públicas se
hacen crecientemente complicados, sensibles y urgentes, como por ejemplo la
marginalidad irreductible, el colapso educativo, el calentamiento global y
cambio climático, el narcotráfico y el terrorismo internacional, y la lista
sigue, escalofriante.
En este contexto, la preparación de los líderes
públicos y funcionarios nunca será demasiada, ni suficiente. Por eso es
preocupante constatar que muchas cabezas de administraciones difíciles como las
del Gran Buenos Aires, apenas ostentan la escolaridad mínima obligatoria.
Aunque, por supuesto, esto es únicamente lo visible del iceberg, y bajo la
línea de flotación hay un problema mucho más complejo, e incluso
contradictorio.
En una república democrática, la legitimidad de acceso
al mando la otorga la representatividad política, verificada a través de las
elecciones. Presidentes, gobernadores e intendentes, personifican al mandato
popular, y no hay requisitos legales que los obliguen a ostentar títulos
académicos o poseer capacidades técnicas. Incluso en algunas naciones, la
“profesionalización” de la política –en tanto que profesión vitalicia- se está
viendo como un riesgo para la representatividad democrática genuina. Para
asistir al político -ocupación a veces circunstancial que recae sobre un
ciudadano que puede haber ejercido cualquier profesión previa-, está la
administración pública. Un médico, un sindicalista o un actor puede ser
Presidente, porque tiene el respaldo de un Estado. La burocracia permanente
preserva y nutre el saber gobernar, y uno de sus principales roles es
aconsejar, a partir de su experiencia y especialización, al mandatario de
turno.
Excepto en la República Argentina. Nuestro país es
anómalo en el mundo. La carrera pública está congelada hace décadas, los
concursos de ingreso casi inexistentes, o fraguados, y las pocas carreras
públicas que quedan, están en jaque permanente de politización. No se conoce un
país que construyendo cuerpos profesionalizados – Administradores
Gubernamentales, Economistas de Gobierno, etc.- los haya “discontinuado”, ¡como
si se pensara que la profesionalización ya era excesiva!
Hoy la colonización
del kafkiano Estado Argentino es casi total. CIPPEC este año ha calculado que
un 90% de los cargos de director (nivel más alto de la carrera estable en el
Estado) son irregulares, es decir por nombramiento discrecional. No hay país en
el mundo que se acerca a este porcentaje de usurpación de cargos permanentes por
parte de la política.
Arrasada la burocracia competente en la Argentina,
hace algunas décadas se percibió la necesidad de capacitar a los acomodados
políticos que en cada cambio de gestión debían reemplazar en una oleada masiva
a sus predecesores. Capacitar a los políticos es indispensable, como
demostramos en el primer párrafo. Sin embargo, es un absurdo institucionalizar
la formación para los nombramientos políticos ilegítimos que debieran ser
cargos de planta permanente. Ninguna capacitación reemplaza la experiencia de
20 años de un funcionario especializado.
En los países que no arrastran quebrantos públicos
recurrentes y a nivel catastrófico como el nuestro –inseguridad personal y
vial, hacinamiento, desnutrición infantil, contaminación, colapso ferroviario y
energético, déficit habitacional crónico, etc.-, la dirigencia política tiende
a ser competente por necesidad: presidentes, gobernadores e intendentes, y cada
uno con sus respectivos equipos de gobierno, deben ser idóneos porque deberán
poder dirigir burocracias hábiles y altamente profesionalizadas. Este es la
relación virtuosa entre político y burócrata. Si la Argentina pretende quebrar
su espiral de decadencia, deberá terminar con el círculo vicioso del Estado
colonizado.