Denes Martos
Red Patriótica Argentina, 21-4-17
Solo cabe progresar cuando se piensa en grande
solo es posible avanzar cuando se mira lejos
Los hombres no viven juntos porque sí,
sino para acometer juntos grandes empresas
José Ortega y Gasset
La crisis política que desde años sufre la Argentina,
con la mitad de la población que tironea para un lado y la otra mitad para el
lado contrario, ya se ha convertido en crisis institucional. La famosa
"grieta" de la que hoy tanto se habla no es más que la punta del
iceberg. Además, en rigor de verdad, deberíamos hablar de "grietas",
en plural, porque la sociedad argentina no está atravesada por una línea
divisoria sino por varias.
Por un lado, desde su mismo origen, la Argentina nació
con una división subyacente que se fue metamorfoseando y perpetuando hasta el
día de hoy: realistas contra patriotas; morenistas contra saavedristas;
unitarios contra federales; conservadores contra liberales; peronistas contra
radicales; peronistas contra antiperonistas; peronistas contra gorilas;
militares contra militantes; peronistas contra radicales otra vez;
kirchneristas contra cualquier otra cosa. La lista es larga.
Por el otro lado, la propia cultura demoliberal
implantada en el país – tanto del liberalismo de derecha como del de izquierda
y aun a pesar de las distintas variantes más o menos nacionales – ha aportado
varias otras "grietas": ricos contra pobres; creyentes contra ateos;
cultos contra ignorantes; burgueses contra el "aluvión zoológico" ;
empresarios contra trabajadores; nacionales contra cipayos; "blancos"
contra "negros"… Esta lista también es muy larga.
El hecho es que la proliferación de
"grietas" no es sino el reflejo de profundas fallas sistémicas
subyacentes causadas por una ausencia de valores y una crisis moral que
desembocan en la ausencia de una base de sustentación sólida para el poder
político. Con un poder político eficaz y coherente, sustentado por un pueblo
etnoculturalmente homogéneo, es difícil que se produzcan "grietas"
insuperables.
Por el contrario, con un poder confuso y vacilante tratando de
conducir a una sociedad heterogénea, es prácticamente inevitable el surgimiento
de líneas divisorias que desgarran a la sociedad intentando perseguir múltiples
objetivos contradictorios. Cuando en cualquier sistema político la
heterogeneidad de base no cuenta con una firme y eficaz conducción
centralizada, lo que se impone no es la política sino la entropía por la cual
en todo sistema de equilibrio dinámico el caos es siempre más probable que el orden.
Y ésta no es una opinión emergente de alguna ideología. Es, simplemente, la
aplicación consecuente del segundo principio de la termodinámica a cualquier
sistema, incluso el político.
La crisis del sistema
A lo anterior se agrega la influencia de la actual
política internacional orientada deliberadamente a la debilitación del poder
político de los Estados tradicionales.
En efecto, la estrategia general de la globalización
es dejarle muy poco margen de maniobra a los Estados. Durante los últimos años
esto se ha visto de un modo singularmente nítido. En todas las crisis que ha
padecido el sistema internacional desde el inicio del Siglo XXI, lo único que
ha quedado inmune y confirmado es el modelo económico que el sistema financiero
internacional ha impuesto – o por lo menos tratado de imponer – a escala
global. Lo irónico del caso es que justamente ese modelo es el que ha
contribuido en forma significativa a generar y a empeorar la enorme mayoría de
los problemas que surgieron.
Se ha dado así el caso casi increíble de un criterio
que, por un lado, genera y aumenta los conflictos pero que, por el otro lado,
ante cada conflicto es propuesto como la solución al conflicto que ese mismo
criterio generó. Un círculo vicioso perfecto. "Los problemas de la democracia
se solucionan con más democracia", o bien, "los problemas del libre
mercado se solucionan con más libertad de mercado". Son frases que hemos
escuchado hasta el hartazgo. ¿A nadie se le ocurrió pensar que eso equivale a
decir algo así como "la gripe se cura con más gripe" o "la
ignorancia se soluciona con más ignorancia?
Para colmo de males, los gobiernos, más preocupados
por cosechar votos que por hacer funcionar Estados, no sólo han quedado con muy
poco poder real frente al poder del dinero sino que, además, tampoco han tenido
la idoneidad adecuada para ejercer la escasa capacidad de decisión que les
resta. Así, los políticos no solamente se han mostrado ambivalentes,
dubitativos, lentos, contradictorios y prácticamente hasta complacientes frente
a la crisis sino que, cuando por fin alguno se decidió a actuar, lo hizo mal y,
en lugar de fortalecerse, terminó provocando su propia crisis interna.
A estas horas en el ámbito del mal llamado populismo –
y mal llamado porque no es más que simple demagogia – al menos una cosa debería
haber quedado meridianamente clara: cuando a la confusión se le suma la
ineptitud y ambas desembocan en un resentimiento clasista, la mezcla resulta
explosiva. Las medidas que surgen de este ambiente intelectual pueden calificarse
con tres conceptos: poco, tarde y mal.
La cobardía demoliberal
Muy en el fondo de la cuestión, todo lo que hemos
vivido y padecido puede rastrearse hasta un defecto constitutivo e histórico
del demoliberalismo. La cosmovisión demoliberal se fundamente en un miedo casi
histérico al poder. El neoliberalismo ha heredado esto de la demagogia griega
que mandaba a sus mejores hombres al ostracismo y lo ha institucionalizado
distorsionando el esquema de Montesquieu al particionar al Estado en tres
"Poderes" que, en lugar de cooperar y complementarse, compiten, se
traban, se espían y se denuncian mutuamente.
La tergiversación en la que se basa este sistema es
aquella que, en nombre de una mayor participación, confunde deliberación con
decisión.
Una deliberación participativa es siempre conveniente
y hasta necesaria en algunos casos. Mientras más amplia sea la base
deliberativa, mayores probabilidades habrá de que salgan a luz todos los
aspectos relevantes de una cuestión, porque pocas veces hay algo mejor que
enfocar un mismo tema desde todos los ángulos posibles. Preguntarle a un
gerente qué sucede en la fábrica nos proporciona una respuesta que muchas veces
refleja tan sólo lo que debería suceder. La misma pregunta hecha al jefe de
producción, al jefe de mantenimiento, al contador, al jefe de personal, a los
trabajadores y hasta al portero, nos proporcionará un cuadro muy confiable de
lo que realmente sucede en el establecimiento. Y la situación no es demasiado
distinta en el ámbito político: la participación del Pueblo en la definición de
esa realidad que es, al fin y al cabo la única verdad, resulta insustituible.
Lo que el demoliberalismo esconde sistemáticamente es
que una cosa es participar en las deliberaciones y otra muy distinta es
participar en las decisiones. Una deliberación colegiada arroja luz sobre
determinada cuestión. Una decisión colegiada, suponiendo que la misma sea
posible en absoluto, lo único que hace es diluir la responsabilidad entre un
número aleatorio de personas. Por eso es que la politiquería, sea neoliberal o
de izquierda, ama y adora las decisiones tomadas en asamblea mientras huye como
de la peste de todas aquellas decisiones que deben ser tomadas en forma
unipersonal. Porque la decisión conlleva la responsabilidad. Quien toma
decisiones debe hacerse responsable por las mismas. Quien ejerce el poder debe
hacerse responsable por las consecuencias que ese ejercicio ha acarreado y, por
supuesto, si se le tiene miedo a la responsabilidad, la consecuencia inmediata
es que se termina teniéndole miedo al poder.
Pero, aún con ser fundamental, este no es el único
aspecto a tener en cuenta. Además de ello, si el poder político — al menos
según la teoría demoliberal — está disponible para cualquiera, es prácticamente
inevitable que traten de recortarlo, disminuirlo, constreñirlo, controlarlo,
cercarlo y hasta condicionarlo todos aquellos que esperan su turno en la larga
fila de los aspirantes al puesto. De este modo la crítica política deviene en
chicana — cuando no en sabotaje encubierto — porque, en realidad y por más que
todos se llenen la boca con discursos afirmando lo contrario, el fracaso de un
gobernante abre las puertas para el próximo aspirante al cargo.
El gran argumento que se agita en esto es que, supuestamente,
el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. La frase es
ingeniosa y no del todo carente de ejemplos históricos desgraciados,
concurrentes a abonarla. Sin embargo, como todas las frases ingeniosas pero
superficiales, pasa por alto varios hechos básicos. En primer lugar sólo se
puede corromper a alguien que está dispuesto a ser corrupto. Y, en segundo
lugar, para la corrupción — al igual que para bailar el tango — hacen falta al
menos dos: uno que acepte ser corrompido y otro que elija a la corrupción como
método normal de operación. En última instancia, el dinero también corrompe y
el "dinero absoluto" — aquél que, como nuestra deuda externa, ya
tiene tantos ceros que se vuelve mentalmente inabarcable — corrompe no menos
absolutamente. Resulta por lo menos curioso que el neoliberalismo propugne a
grandes voces un rígido control del poder político y, simultáneamente, se
oponga terminantemente al control del dinero; máxime teniendo en cuenta la
dependencia directa que la política tiene hoy de ese dinero que, cuando no es
la fuente, al menos es el instrumento preferido de la corrupción.
Poder y Estado
El criterio neoliberal con el que hoy juzgamos los
hechos y los acontecimientos políticos está profunda y básicamente errado. En
primer lugar, el Estado no tiene, en realidad, "Poderes"
fundamentales sino funciones esenciales y complementarias. Y, precisamente
porque estas funciones son complementarias, el poder político tiende, en forma
natural, a unificarse. La funcionalidad complementaria exige coherencia de
criterios y para que esa coherencia sea realmente eficaz, se necesita unidad de
decisión o sea — lo que en política es indispensable — unidad de poder.
Lo primero que un Estado necesita es capacidad de
planificación estratégica. Sin un verdadero plan, bien diseñado, bien
estructurado y bien ajustado a la realidad, el discurso político naufraga en
simples expresiones de deseos, declamaciones ideológicas y promesas demagógicas
que después nunca se cumplen. La primera función del Estado es planificar y
prever. Prever un futuro en términos necesariamente positivos y planificar las
alternativas de acción y de opción para alcanzarlo. Y esta es ya la primera
falla que podemos detectar en nuestro Estado actual. Por un lado nuestros insignes
políticos hablan de "nuevas formas" de hacer política y del
"futuro de grandeza" que supuestamente nos espera tras un ingreso al
"primer mundo" en condiciones de "mayor equidad" social.
Pero nadie se ha tomado el trabajo de definir esas metas de una manera
objetiva, como que tampoco nadie ha hecho aunque más no sea un listado de las
acciones concretas y de los objetivos puntuales, verificables, que es preciso
cumplir para alcanzar esas metas.
Por el otro lado, explícita o implícitamente,
hemos aceptado una planificación económica impuesta por la globalización, de
modo tal que no solamente no tenemos un plan político coherente sino, para
colmo, hemos comprado en el exterior un "modelo" económico que fue
construido sin tener en cuenta para nada nuestros propios intereses y nuestras
propias necesidades. Así, no es ningún milagro que tengamos un Estado que
gobierna más para los "inversores" que para su propio Pueblo,
esperando que el capital financiero internacional termine resolviendo todos los
problemas que la incapacidad política y el egoísmo codicioso de nuestros
dirigentes impide resolver.
Lo segundo que el Estado necesita es capacidad para
construir consensos. Nunca, en ninguna parte, bajo ninguna circunstancia
histórica se ha dado el caso de un consenso absolutamente unánime dentro de un
organismo político que abarca a millones de seres humanos. La unanimidad de la
voluntad general es un escollo contra el que se estrelló hasta la teoría de
Rousseau. Pero, para que esa capacidad de síntesis pueda ejercerse; para que el
Estado sea, en absoluto, creíble en su intención de lograr consensos y
sintetizar divergencias, no sólo debe existir la estrategia en nombre de la
cual se construye ese consenso sino que, además, el criterio sustentado por la
política estatal debe estar libre de sectarismos. Tenemos que entender de una
vez por todas que el Estado no gobierna a la comunidad sino en nombre de la
comunidad. Y esto significa que no gobierna en nombre de un sector, una clase
social, una división, porción o fragmento de la comunidad, sino en nombre de
todo el conjunto, entendido éste como un organismo político indivisible.
Y lo tercero que el Estado necesita es capacidad de
conducción. Para ello debe tener, como mínimo, capacidad para tomar decisiones
adecuadas, oportunas y responsables. No es suficiente con que cierta clase
dirigente goce de una imagen de liderazgo mediático, cuidadosamente construido
por los expertos en relaciones públicas y los especialistas en ingeniería de
imagen para su difusión por los medios masivos. Mucho menos alcanza con que
cierta jauría periodística, con el viejo truco de presentar su caprichosa
interpretación personal de la opinión de la gente como Opinión Pública
manifiesta, trate desesperadamente de "preservar la imagen" de
ciertos dirigentes, o de ciertos cargos políticos, o de ciertas instituciones,
con la ya casi universal excusa de "mantener la gobernabilidad" del
sistema.
Si hay crisis de gobernabilidad es porque hay crisis de conducción. Y
si hay crisis de conducción es porque las decisiones se toman mal. Ya sea
porque se tardan meses y hasta años en tomarse; ya sea porque se negocian en
forma colectiva para que nunca aparezca un responsable que pueda ser
individualizado; ya sea porque se toman optando por las medidas equivocadas; ya
sea porque se aceptan bovinamente decisiones que han sido tomadas por otros en
los centros de un poder supranacional que tiene la muy inteligente costumbre de
negar su propia existencia.
Reconstruir al Estado
Tenemos que reconstruir a nuestro Estado. Debemos
abandonar el miedo al poder y atrevernos a ejercerlo en su plenitud, en
beneficio de la Argentina y de los 40 millones de habitantes que viven en ella.
Para ello, lo primero que necesitamos es un verdadero
Proyecto Nacional, con metas claramente definidas, y plasmado en un Plan de
Acción con objetivos coherentes, viables, realistas y verificables. Lo segundo
que necesitamos es construir un consenso auténtico y genuino alrededor de esta
estrategia; sin sectarismos y sin exclusiones
dogmáticas; en el sincero entendimiento de que la Argentina es de todos los que
estén honesta y honradamente dispuestos a trabajar en ella y por ella. Y,
finalmente, debemos ser capaces de aglutinar en una gran fuerza política a personas
con suficiente idoneidad profesional, capacidad de decisión y autoridad moral
como para ejecutar el Plan y alcanzar las metas del Proyecto.
Una Argentina mejor es posible. Pero no es cuestión de
quedarse en soñarla. Lo que hay que hacer es construirla. Lo trágico es que
esto ya debería saberlo todo el mundo porque, de hecho, se viene diciendo por
lo menos desde hace 78 años. Desde que José Ortega y Gasset lanzara en 1939 la
consigna:
"¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!"
Pero parece que nadie se quiere hacer cargo de esa
consigna.
Y ése es el problema.