Fernando R. Marengo
Clarín, 15-6-17
Hace años que cada vez que se publica una nueva cifra
de pobreza, los argentinos reaccionamos de la misma forma: nos alarmamos, nos
escandalizamos y la opinión pública interpela a la dirigencia política (aunque
no necesariamente modificamos nuestros pensamientos ni la forma de encarar este
flagelo). El hecho de que uno de cada tres habitantes del país sea pobre, o
-quizás peor aún -que 9 de cada 10 grupos familiares perciban ingresos
inferiores a los 40 mil pesos por mes –menos de 2.500 dólares mensuales -,
muestran a las claras que el principal desafío para las próximas décadas (y
generaciones) es bajar la pobreza.
Oportunamente propuse un ejercicio en términos exclusivamente
económicos respecto del desafío que supone reducir la pobreza a un dígito, aún
sabiendo que esta tarea es multidisciplinaria, y que abarca muchos más factores
que exceden lo estrictamente económico. En ese ejercicio concluimos que, si se
mantiene la actual distribución del ingreso, bajar la pobreza exige duplicar el
nivel de ingreso por habitante. El tiempo que insuma esta tarea dependerá de lo
que ocurra con la inversión y la productividad. Obviamente, para lograrlo ambas
deben tener un desempeño superior al de los últimos 70 años. La comparación
contra nuestra propia historia sólo agiganta el desafío.
La inversión es el componente más volátil de la
economía porque depende de que la expectativa de rendimiento compense el riesgo
asumido. Es decir, que combina aspectos financieros (tasa de retorno) con otros
campos que son tan amplios que incluyen desde aspectos propios del negocio
hasta fenómenos estructurales del país. Se pueden mencionar como factores
determinantes de la inversión los riesgos institucionales, la gobernabilidad,
el funcionamiento de la justicia, la ética y el cumplimiento de la ley; también
el marco competitivo de la inversión, los niveles de educación de la población,
e incluso la existencia de políticas económicas sustentables.
Además de brindar incentivos adecuados para la
inversión, Argentina debe preparar el terreno para recibir esos fondos. Los
niveles de inversión para bajar la pobreza son tan elevados que es esencial
desarrollar un mercado de capitales local basado en el ahorro doméstico.
Teóricamente, se podría intentar financiar toda la inversión en los mercados
internacionales de capitales, pero en la práctica eso es imposible. Los
elevados niveles de desequilibrio externo en los cuales incurriría la economía
terminarían afectando el financiamiento externo más temprano que tarde,
interrumpiendo el proceso de inversión antes de que pueda madurar.
Junto con la inversión se ha dicho que el país debe
trabajar en mejorar su productividad. Para analizar la competitividad, es muy
útil analizar el trabajo que desarrolla anualmente el Foro Económico Mundial,
al relevar 113 indicadores para 138 países, para elaborar el Índice de
Competitividad Global. En la última medición, Argentina ocupó la posición 104,
en niveles similares a Nicaragua y El Salvador. Los países mejor posicionados
de la región fueron Chile (33), México (51), Colombia (61), Perú (67) y Uruguay
(73). Detrás de Argentina sólo se ubicaron Paraguay, Bolivia y Venezuela.
Argentina tuvo un desempeño regular en prácticamente
todos los indicadores que integran el índice; y sólo en 3 se ubica en el mejor
10 por ciento de las 138 naciones: casos de malaria, impacto de la malaria en
los negocios y matrícula en escuela primaria. En este último caso, si tomáramos
en cuenta la calificación obtenida en la última prueba internacional de
educación PISA -antes de ser excluidos -, veríamos que los rendimientos
académicos nos ubican en el último 10 por ciento. Ahora bien, si enfocamos el
análisis en los 25 indicadores en los cuales el país registra calificaciones
que lo posicionan en el “peor” 10 por ciento, se observan tres grandes
temáticas: funcionamiento y política del Estado, grado de apertura de la
economía y flexibilidad del mercado laboral.
En resumen, el gasto público es elevado e ineficiente,
está asociado a una elevada presión tributaria, que afecta negativamente los
incentivos para invertir; la implementación de políticas públicas no es
transparente, y la población desconfía de los políticos.
Argentina es una de las economías más cerradas del
mundo (en base al cociente de exportaciones e importaciones sobre PBI), y con
una gran incidencia de procedimientos aduaneros que dificultan el intercambio
comercial. Resultado de décadas de incentivar un modelo sustitutivo de importaciones
orientado a fomentar el consumo interno, el país se dedicó a la producción de
bienes en los cuales no tiene ventajas comparativas. La única forma de sostener
este modelo en el tiempo fue cerrar la economía. El resultado fue la pérdida de
competitividad y caída de las exportaciones por el encarecimiento de los
productos nacionales.
Finalmente, el mercado laboral argentino es muy rígido
en términos de las negociaciones salariales y las prácticas de contratación y
despidos -mas allá de lo oneroso que resultan las cargas salariales-
favoreciendo al empleado sindicalizado en detrimento de personas desempleadas o
trabajadores informales.
El estado de situación que presenta hoy el país a la
vez que la comparación con otros países nos dice que el camino elegido en los
últimos 70 años no ha sido el mejor. Cada uno de esos indicadores nos sirve
para trazar una hoja de ruta sobre las reformas estructurales que se necesitan
imperiosamente. El logro de un proceso de desarrollo que permita reducir la
pobreza no será posible hasta que no se implementen estas reformas. Las medidas
de corto plazo pueden ser paliativos válidos, pero inútiles si no se enmarcan
en una estrategia global y multidisciplinaria, que cuente con el apoyo, la
convicción y el trabajo en equipo de toda la sociedad.
Fernando R. Marengo es economista