Alain de Benoist
El Manifiesto, 20 de julio de 2017
Desde su elección, Emmanuel Macron ha hecho de la
“moralización de la vida política” su caballo de batalla. A raíz de ello, Richard
Ferrand y la pareja François Bayrou y Marielle de Sanez se han visto obligados
a abandonar el gobierno. ¿Qué piensa de ello?
Francamente, no pienso absolutamente nada. Las
historias de empleos ficticios, de cuentas en Suiza, de agregados
parlamentarios, de mutualidades bretonas y todo lo que quiera sólo están ahí
para distraer al personal. Para distraer, en el sentido que Pascal le daba al
término, a una opinión pública que desde hace ya tiempo no está en condiciones
de distinguir lo histórico de lo anecdótico. Su único efecto positivo es
desacreditar todavía un poco más a una clase política que ha hecho todo lo
posible para estar desacreditada, pero por otros motivos.
Además, llevan a
creer que la vida política debe desarrollarse bajo la mirada de los jueces, al
mismo tiempo que generalizan la era de la sospecha en nombre de un ideal de
“transparencia” propiamente totalitario. Y el movimiento se acelera: pronto se
les reprochará a los ministros que les hayan regalado caramelos y que se hayan
olvidado de declarar, en su declaración patrimonial, su colección de moldes
para gofres.
En cuanto a las leyes destinadas a “moralizar la vida
pública”, seguirán siendo poco más o menos tan eficaces como las que pretenden
moralizar la vida financiera. Desde el escándalo de Panamá (1892) —por
remontarnos lo más lejos posible—, los “escándalos” siempre han salpicado la
vida política. Para ponerle coto, se legisla ruidosamente, pero en el vacío. En
casi treinta años se han aprobado con tal fin no menos de diez leyes distintas:
ninguna ha impedido que se produjeran nuevos “escándalos”. Lo mismo sucederá
con la ley que prepara ahora el gobierno.
¿Sería más inmoral recibir trajes bajo mano (François
Fillon) que atacar a Libia (Nicolas Sarkozy), con sus bien sabidos resultados
políticos?
No, por supuesto. Pero con el ejemplo que acaba de
evocar, está abordando indirectamente la verdadera cuestión que importa
plantearse: la de las relaciones entre la política y la moral. Todo el mundo
preferiría, desde luego, ser gobernado por dirigentes íntegros que por
corruptos. Pero la política no es un concurso de virtud. Es preferible un
franco granuja o incluso un siniestro crápula que hagan una buena política (han
abundado en la Historia) a un buen hombre lleno de indudables cualidades
morales que aplique una mala política (también han abundado), el cual
desacredita, al mismo tiempo, hasta sus propias buenas cualidades.
La política
persigue alcanzar objetivos políticos, no objetivos morales. Lo que le faltó a
Luis XVI fue ser también Lenin y Talleyrand. ¡Los santos o los ascetas raras
veces son maquiavélicos!
Lo cierto es que las cualidades políticas y las
morales no son de igual naturaleza. No pertenecen a la misma categoría. La
política no tiene que ser dirigida por la moral, pues tiene la suya propia, la
cual exige que la acción pública esté encaminada al bien común. No está
encaminada al amor de todos los hombres, o al amor del hombre en sí, sino que
se preocupa ante todo del destino de la comunidad a la que se pertenece. A
quienes piensan que han agotado el tema después de haber proclamado que “todos
los hombres son hermanos”, se les tiene que recordar que la primera historia de
hermanos es la del asesinato de Abel por Caín.
La política moral, emocional y lacrimosa, la política
de los buenos sentimientos es, en realidad, la peor de todas las políticas. La
política consistente en multiplicar las injerencias “humanitarias” en nombre de
los derechos humanos conduce regularmente a todo tipo de desastres, como se
puede constatar actualmente en Oriente Medio. La política que nos impone acoger
con “generosidad” a todos los migrantes del planeta confunde simplemente moral
pública y privada. También es ·igual de invertebrada la política consistente en
perorar sobre los “valores” para ignorar mejor los principios.
Lo políticamente correcto pertenece igualmente al
ámbito del apremio moral, por no hablar de la
“lucha-contra-todas-las-discriminaciones”. Esta política moral adquiere
desgraciadamente cada vez mayor amplitud en una época en la que el “bien” y el
“mal”, tal como los define la ideología dominante, tienden a sustituir lo
verdadero y lo falso. En este campo, al igual que en otros, lo político tiene
que recuperar sus derechos.