Por Edgardo Moreno
La Voz del Interior, 10-9-17
Mientras la tensión entre Cataluña y el resto de
España aumenta, Ignacio Torreblanca, jefe de opinión del diario El País, de
Madrid, sostiene una mirada optimista.
Asegura que los españoles ya sufrieron tres
nacionalismos. Que dos de ellos, el castellano y el vasco, ya fracasaron, y que
el catalán también lo hará. Todavía más: que de ese fracaso, España saldrá
fortalecida, como la Europa comunitaria nació del fracaso de sus nacionalismos.
Torreblanca recuerda que el nacional-catolicismo de
Francisco Franco intentó sin éxito la dominación cultural de los españoles. Y
que, por el contrario, fue el franquismo el que vacunó a los españoles contra
esa ideología y los condujo a europeizar su identidad.
El nacionalismo vasco, que emergió con furia después
de la transición española a la democracia, perdió legitimidad cuando justificó
al terrorismo. El catalán era uno de los más abiertos e incluyentes. Pero ha
caído en la tentación del supremacismo, que lo lleva a anteponer independencia
a democracia.
Estas derivas desglobalizadoras del primer mundo no
deberían repercutir tan ajenas en Argentina y en Chile. Como si anduviesen
escasos de conflictos, ambos países comparten ahora el desafío de un brote de
nacionalismo inesperado en torno de la identidad mapuche.
Héctor Llaitul dice en Chile que no es chileno.
Facundo Jones Huala repite que no es argentino. La proclama deja de ser
pintoresca cuando quema camiones. Mucho más si se termina comprobando que, para
responderle, algún agente del Estado promovió la desaparición de una persona.
En los glosarios de la ciencia política, se define al
nacionalismo como la demanda de una necesaria correlación entre la unidad
nacional y el Estado, que organiza la política.
Los nacionalistas orgánicos tienden a construir con la
tradición una comunidad mística, en la que nación y Estado separados sólo son
un destino trágico.
Pero como esa idea del “espíritu del pueblo” condujo
siempre a la exclusión de minorías culturales, el nacionalismo liberal no funda
la legitimidad del Estado sobre el legado cultural previo o en la identidad de
una etnia, sino sobre el proyecto político a futuro.
La Constitución de 1853 es el texto central que ordenó
nuestra vida política adoptando esa aspiración. No es plurinacional, como
pretenden imponer por la fuerza Jones Huala y la Resistencia Ancestral Mapuche.
La Nación argentina es una sola. Y lo es precisamente porque su identidad es
reconocida, de manera explícita, como esencialmente diversa.
Esa es la ley. ¿A nadie le extraña en el país que un
juez federal deba abstenerse de ingresar a un territorio bajo su jurisdicción
porque sus habitantes lo consideran sagrado? ¿Se hubiese salvado de la prisión
José López si en lugar de tirar sus bolsos se refugiaba con ellos en un
convento?
En la noche del jueves 11 de agosto de 1994, la
presente generación política ratificó por unanimidad la idea fundante de la
Nación Argentina al aprobar en la última Convención Constituyente el nuevo
artículo 75 de la Carta Magna.
Allí se decidió reconocer la preexistencia étnica y
cultural de los pueblos indígenas argentinos; garantizar el respeto a su
identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la
personería jurídica de sus comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de
las tierras que tradicionalmente ocupan; regular la entrega de otras aptas y
suficientes para el desarrollo humano, y asegurar su participación en la
gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los
afectan, entre otras garantías.
Al momento de su instrumentación, cayeron en el pozo
argentino de la excepción permanente. Desde 2006, rige una norma de emergencia.
Refiere la periodista Norma Morandini que cuando le
cupo la responsabilidad de articular consensos en el Senado nacional para una
legislación definitiva, el kirchnerismo en el poder prefería prorrogar esos
acuerdos de emergencia para manipular la representación de las comunidades con
sus punteros políticos.
Félix Díaz, referente Qom, tenía que enfrentar en una
interna al delegado de Gildo Insfrán.
Mientras el populismo enarbolaba el discurso del
nacionalismo antiimperialista hacia afuera y alentaba hacia adentro las
pulsiones por una Constitución plurinacional, obstaculizaba en los hechos el
progreso del proyecto integrador sancionado con la Constitución.
Que era el más sabio de todos: reconoce la imposible
estatalización de todas las unidades comunitarias ante el inevitable
solapamiento de sus territorios con el de las provincias preexistentes al
Estado federal.
El optimismo de “Nacho” Torreblanca es el de la Europa
que antes tuvo que superar el nacionalismo franquista y el terrorismo etarra.
Es preferible compartir la preocupación de un colaborador de su diario, Jorge
Marirrodriga, que se enojó con una decisión reciente del ayuntamiento de Los
Ángeles, California: la de cambiar la festividad del Día de Colón por el nuevo
Día de los Pueblos Indígenas.
Dice que esa damnatio memoriae sólo ocurre cuando se
combinan el exceso de corrección política y la ignorancia histórica.
Concluye en que no falta mucho para que la inquisición
moderna reclame que la tierra vuelva a ser plana. Que entonces en América todo
era paz.