Parte II (13 pp)
“Prender
fuego a la llanura” decía el camarada Mao Zedong. A veces una pequeña chispa es
suficiente
Corría el año 2016. El Imperio del Bien relucía como
un sol desde la capital del planeta. Barak Obama seguía dispensando sus
progresistas efluvios sobre las masas liberales de todo el mundo. A pesar de
algún que otro problema puntual –unas primaveras sangrientas por allí, otra
guerra en Europa por allá, un califato terrorista, invasión de refugiados,
Estados fallidos, precarización del empleo, pauperización de las clases medias
(síntomas colaterales, todos ellos, de una evolución global positiva) las
beatitudes de la globalización feliz derramaban su bálsamo sobre los creyentes.
No había nada que pudiera contra la ola de tolerancia y de empatía, de buenos
sentimientos y de extática esperanza que Obama simbolizaba: ¡Yes we can! Al fin
y al cabo, la cruzada contra la xenofobia, el racismo, la misoginia y el
sexismo iban viento en popa. Los gays celebraban su día cada vez en más
capitales del mundo, pronto tendremos cuartos de baño unigender y los niños
podrán elegir su sexo antes de hacerse adultos.
El sirope corría a raudales. Pero entonces algo
ocurrió en el zoológico de Cincinnati.
Un padre desprevenido no pudo impedir que su hijo
cayese en el recinto de un gorila. Para evitar males mayores, los empleados del
zoo tuvieron que matar a tiros al infortunado animal. Su nombre era Harambé.
De forma casi inmediata, una oleada on-line de
indignación animalista cayó sobre el zoo, sobre el padre y sobre el niño,
causantes del asesinato de Harambé. La santa ira animalista llegó a exigir que
padre e hijo fueran llevados ante los tribunales como merecido escarmiento por
el crimen cometido. En change.org se abrió una petición de “Justicia para
Harambé”, que se llenó de miles de firmas.
Y entonces algo comenzó a torcerse.
Internet empezó a poblarse de necrológicas de Harambé,
con su retrato al lado de celebridades como David Bowie y Prince, fallecidos
ese año. El rostro de Harambé apareció tallado en piedra en el monte Rushmore;
se extendieron teorías de la conspiración sobre su asesinato, y una
“Harambé-manía” recorrió todo el país, para alcanzar su clímax con la campaña
“Dicks out for Harambé!” (campaña la traducción de cuyo lema es “¡Pollas fuera
por Harambé!”).
Desde sectores animalistas y políticamente correctos
se reaccionó contra esta descerebrada e insensible parodia, con la acusación de
estar provocada por “varones jóvenes y blancos que disfrutan de sus
privilegios”. La respuesta no se hizo esperar. Internet se inundó de imágenes
con el rostro de Harambé colocado junto al de destacados miembros de la
comunidad afroamericana…
¡Abominación de la desolación! ¡Racismo! El tabú había
sido transgredido, de forma masiva y sin escrúpulos de ningún tipo.
Más allá de la polémica y de la correspondiente
shitstorm (“tormenta de mierda”) virtual, el episodio de Harambé simbolizaba la
consagración de un fenómeno. Un signo de los nuevos tiempos. El “troleo” como
guerrilla cultural y el “meme” como instrumento político.
Del Gamergate a MAGA
El episodio de Harambé es una anécdota, pero de las
que hacen categoría. En realidad, llovía sobre mojado. Que las cosas empezaban
a torcerse en la red –con la emergencia de una subcultura on-line, deseosa de
incurrir en todas las blasfemias antibiempensantes– había quedado claro dos
años antes, con la emergencia del llamado Gamergate.
El Gamergate (algo así como “el escándalo de los
jugadores”) sacudió la industria de los videojuegos a partir de 2014. La
polémica había brotado en la importante comunidad de jugadores on-line con una
serie de acusaciones de corrupción contra la prensa especializada (acusada de
connivencias con los fabricantes de videojuegos). Sea como fuere, el tema
pronto derivó hacia una polémica con algunas feministas, que habían puesto la
industria de videojuegos en su punto de mira. Por ejemplo: la crítica cultural
Anita Sarkeesian, que encontraba “problemáticos” los videojuegos por su uso de
la imagen femenina (cuando la corrección política dice que algo es
“problemático” hay que esperar una llamada a la censura). Sabido es que los
videojuegos suelen recurrir a una estetización de la violencia y de la guerra,
en una atmósfera cargada de machomanes y testosterona. Sarkaasian encontraba
reprensible que en ellos la imagen de la mujer (cargada de sexualidad en el
esplendor de sus atributos) respondiese a estereotipos sexistas y machistas,
ayunos de “perspectiva de género”. En resumen: la subcultura gamer emergía de
su reportaje como una especie de caverna retrógrada, como un búnker de valores
patriarcales y heteronormativos, impermeable a la entrada de ideas feministas y
progresistas.
Lo que ocurrió es que la comunidad gamer (compuesta en
gran parte de varones jóvenes) tiene malas pulgas. El amago de venir a imponer
reglas de género en los videojuegos, de controlar su uso de la violencia o de
reeducar a los jugadores en los valores progresistas y multiculturales, desató
una shitstorm de dimensiones bíblicas contra las feministas y el feminismo.
Ante el acoso a través de los portales virtuales 4Chan y Reddit, Sarkeesian
tuvo que mudar de domicilio e incluso esconderse por amenazas de muerte. Una
medicina que los Social Justice Warriors (Guerreros de la Justicia Social)
progresistas llevaban administrando durante años a sus víctimas.[1]
Un fuego cruzado inmisericorde se abrió entre unos y
otros, dando cancha abierta a los peores usos de Internet. La bronca alcanzó
proporciones de código penal y afectó gravemente a la industria y a los medios
especializados en videojuegos. Pero sobre todo dejó planteada una advertencia.
Una nueva generación de millennials se asomaba por primera vez al mundo a
través de Internet, y no iba a dejarse disciplinar las neuronas por la ideología
oficial. Al menos no fácilmente. Cualquier agresión en ese sentido tendría
respuesta.[2]
El Gamergate ha sido calificado como punto de
inflexión en la disputa metapolítica por el alma de América. La “controversia
de los juegos –señala Angela Nagle– politizó a un amplio amplio grupo de gente
joven, la mayor parte varones, que pasaron a organizar tácticas en torno a cómo
devolver el golpe en la guerra cultural desencadenada por la izquierda”. Los
gamergaters tomaron conciencia de que el movimiento feminista –o más bien, las
feministas radicales de “tercera generación”– intentaban imponerles un cambio
cultural, y fue en ese terreno de batalla, el de sus queridos juegos, donde
decidieron devolver el golpe.[3] Con consecuencias de largo alcance: el enfrentamiento
dio lugar a un engarce estratégico – una “cadena de equivalencias”, en el
lenguaje de Ernesto Laclau – entre esos jugadores millennials y toda la cultura
nihilista e irónica que venía expresándose en portales virtuales como 4Chan,
Reddit y 8Chan. La cadena se extendió además a otros sectores en guerra a
muerte contra la corrección política, el multiculturalismo y el feminismo: toda
esa galaxia de pensamiento disidente que empezaba entonces a ser conocida bajo
el apelativo de “Alt-Right”.
Según Milo Yiannopoulos, el Gamergate “fue la primera
batalla de un movimiento anti-izquierda, culturalmente libertario y por la
libertad de expresión que llevó directamente hasta la elección de Trump”.[4]
Una explosiva cocción estaba bullendo en una extraña marmita, bajo los radares
del Pensamiento Único. En poco tiempo, todo ello iría a coincidir bajo unas
siglas: MAGA (Make America Great Again).
El arte del troleo
Corría el año 1996 cuando Alan Sokal, profesor de
física en la Universidad de Nueva York, remitió un artículo a la revista Social
Text –una publicación especializada en estudios culturales posmodernos–. El
artículo en cuestión se llamaba “transgrediendo los límites: hacia una
hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”. El artículo fue aceptado
y publicado con todos los honores por la revista, dirigida por luminarias
académicas como Frederic Jameson y Andrew Ross. El contenido –repleto de
indescifrable farfolla posmoderna– no tenía ningún sentido, y así lo reveló el
propio Sokal el mismo día de su publicación– para bochorno de sus editores y
regocijo del resto de los mortales. Pero el objetivo principal de Sokal –estaba
claro– no eran los editores, sino todo un establishment académico que, desde la
llegada de la french theory, el deconstruccionismo y los cultural studies,
venía remodelando la filosofía americana desde hacía años. La insolvencia
intelectual de gran parte de ese mundo –envuelta en logorrea pseudocientífica y
oropel culterano– quedaba expuesta a la luz de manera rotunda, sin réplica
posible, de una forma mucho más eficaz que con cualquier refutación sabiamente
construida.
La “broma de Sokal” (Sokal hoax) es un ejemplo
antológico de lo que hoy llamamos “troleo”. En contra de lo que muchos piensan,
el troleo no consiste en escupir insultos en las redes sociales, ni en enviar
amenazas de muerte desde el anonimato. No trolea quien quiere, sino quien
puede. El troleo es un arte. Los trolls del folklore noruego eran criaturas
imprevisibles, empeñadas en travesuras y malicias: unos diminutos Jokers de las
montañas. El troleo está más allá del alcance de los meros mortales.[5]
Milo Yiannopoulos –autodefinido como “troll
profesional”– define el troleo en función de los siguientes elementos: 1) el
troll ideal conduce a su víctima hacia un cebo, del cual no hay escapatoria sin
pasar por la vergüenza pública. 2) el troleo consiste en decir verdades que
otros no quieren oír. 3) el troll crea espectáculo y entretenimiento público.
El troleo –continúa Yiannopoulos– está siempre a medio camino entre el engaño y
la crueldad. Pero no se trata de una crueldad gratuita, sino únicamente
utilizable cuando los argumentos corteses y razonables han fallado. El troleo
es especialmente recomendable contra los justicieros y zelotas que, envueltos
en nobles causas, dan rienda suelta a su condición de energúmenos; o contra
todas esas flores delicadas que, bajo la piel de una víctima, esconden a un/a
activista profesional y sociópata. El objetivo del troll es exponer la
hipocresía a la luz del día. Y ahí reside su fuerza: por mucho que se les
combata, por mucho que se les expulse o se les prohíba de los comentarios de
los periódicos, los trolls “son los únicos que quedan para decir la verdad”.[6]
Sólo la verdad – decía George Orwell– es revolucionaria.
Otra característica del troleo –pero reservada ésta a
la aristocracia de los trolls– es la habilidad para atraer la atención sobre
determinados dichos, hechos o incluso sobre uno mismo, con el objetivo de
provocar explosiones de indignación e histeria virtuosa en los “troleados”. Es
preciso tener mucho talento y una piel de elefante para mantenerse en el tiempo
con este tipo de troleo. Yiannopoulos dio todo un recital durante su sulfurosa
“Gira del Maricón peligroso” (Dangerous Faggot Tour), calificado por la
periodista Angela Nagle como “verdadero logro mediático en términos de táctica
gramsciana y pensamiento de derecha”. La gira del gay británico por las
universidades americanas criticando el feminismo, el Islam, Black Lives Matter,
la corrección política y el fraude intelectual de los cultural studies – en
medio de la cólera de los liberales y “antifa” que intentaban prohibir sus
conferencias– permitió ofrecer ante el mundo un retrato elocuente (los videos
están en la red) de las nuevas generaciones políticamente correctas: una masa
adoctrinada incapaz de ir más allá de una letanía de consignas; una tropa de
cenutrios histéricos y violentos, que ha sustituido el pensamiento crítico por
el dogmatismo y el razonamiento por un amasijo de frases hechas.
Desde sus bien merecidos laureles, Yiannopoulos sólo
reconoce a un troll que le aventaja en talento: el presidente Donald Trump,
quien al trolear su camino hasta la Casa Blanca marcó un hito difícilmente
superable en la historia del género.
El troleo cuenta con una disciplina hermana: el
“meme”.
Las aventuras de una rana fascista
En su artículo “una guía de la Alt-Right para uso del
establishment conservador”, Milo Yiannopulos categoriza lo que él llama “la
brigada del meme” como una familia dentro de la Alt-Right.[7] Para explicar
esta extraña confluencia, Yiannopoulos recurre al siguiente argumento: “si te
pasas 75 años construyendo una pseudo-religión sobre cualquier cosa –un grupo
étnico, un santo de escayola, la castidad sexual o el monstruo de los
espaguetis voladores –, luego no te sorprendas si un espabilado de 19 años
descubre que insultarte es la cosa más divertida del mundo. Porque lo es”.
Cabe suponer que los millennials fabricantes de memes
no están especialmente ideologizados, y “es difícil imaginarlos leyendo a
Julius Evola, meditando en la Basílica de San Pedro o sentando la cabeza en una
familia tradicional”. Su inclinación política se desprende más bien de “un
deseo irreverente de blasfemar, de romper todas las reglas y decir todo lo
indecible. ¿Por qué? Porque es divertido”. Para Angela Nagle “lo que llamamos
Alt-Right nunca hubiera tenido ninguna conexión con el mainstream y con una
nueva generación de jóvenes si sólo se hubiera apoyado sobre largos ensayos en
oscuros blogs. Fue la cultura de humor e imágenes de los portales 4Chan y 8Chan
–las irreverentes fábricas de memes– la que dio a la Alt-Right su energía
juvenil, su transgresión y sus tácticas de hacker”.[8] Casi no hay día que pase
sin que los vigilantes de la moral pública lancen sus gritos de alerta ante “el
sexismo, el racismo, la homofobia y la misoginia rampante en las cloacas de
Internet”. Música en los oídos para la brigada del meme, que lo recibe como una
señal de “misión cumplida”.[9]
Uno de los logros no menores de la brigada del meme
fue conseguir que la América liberal le declarase la guerra a una rana. “Pepe”
–un batracio de extraña sonrisa adoptado por la Alt-Right– se convirtió en el
protagonista de la “guerra de memes” de 2016 y en verdugo virtual de Hillary
Clinton y su campaña electoral. Como era previsible, la rana en cuestión
terminó siendo declarada “símbolo de odio”, en un tratamiento equivalente al de
la esvástica o las cruces del Ku-Kux-Klan.[10]
¿Qué había hecho Pepe para merecer eso? Evidentemente,
lo más importante no era el contenido literal de las provocaciones y escarnios
lanzados en la guerra de memes, sino su valor metatextual, es decir, el
universo de connotaciones que desencadenan, la ruptura del “marco” del
contrincante. Un ejemplo: cuando en 1976, en una entrevista en la cadena
británica Thames TV, Johnny Rotten, Sid Vicious y sus secuaces cubrieron de
insultos al reputado periodista Bill Grundy, lo importante no era el contenido
de los insultos (“viejo bastardo” fue lo más suave que le dijeron), sino el
mensaje implícito que los Sex Pistols estaban lanzando: no os respetamos, no
nos reconocemos en vuestros valores, os despreciamos, despreciamos también a
los televidentes, y además no tenemos por qué razonarlo ni argumentarlo. Bill
Grundy acabó la entrevista con un gesto de displicencia triunfal, como
diciéndole al público: “vean, vean de qué gentuza se trata”. Pero al día
siguiente su carrera estaba acabada, y el Punk estaba lanzado al estrellato.
Los Sex Pistols habían conseguido imponer su marco...
¿Funciona hoy esto todavía, en un momento en el que la
vulgaridad, la chabacanería y la transgresión están a la orden del día?
Rotundamente sí, desde el momento en que hoy –mucho más que en 1976– el
puritanismo ideológico es sofocante y el debate público está lleno de
intocables. Lo que ocurre es que, hasta ahora, la provocación y la transgresión
habían sido unidireccionales: sólo funcionaban en un sentido, y siempre contra
los mismos. Para la nueva cultura de derechas llegó la hora de abrir fuego
graneado en todas direcciones. La hora del Joker.
Situacionismo de derechas
El troleo y el meme, como formas de “guerrilla
cultural”, responden a un mismo objetivo: a “la creación de situaciones
subversivas en forma de escándalo, a la intervención en lo público de una
manera ‘terrorista’, a la interrupción de la cotidianidad mediante una manera
espectacular de no tomar nada en serio y de burlarse de todo”.[11] ¿Qué son el
troleo y el meme sino una reencarnación de las técnicas de agitación ensayadas
por los situacionistas de los años 50 y 60, y más tarde por el movimiento punk?
El “desvío cultural” (détournement) y el “atasco
cultural” (culture jamming) inventados por los situacionistas se reencarnan en
la nueva contracultura de derechas. Cuando el meme utiliza símbolos, objetos y
representaciones iconográficas de la cultura hegemónica –liberal, progresista y
políticamente correcta– lo hace para distorsionar/desviar su significado
original y producir un efecto crítico o hilarante. Y ello es así porque “cuando
al objeto significativo se le sitúa en otro contexto, se construye un nuevo
discurso y se envía un mensaje distinto”.[12] Toda esta estrategia concuerda
con la idea de Roland Barthes según la cual es el aparato mitológico y simbólico
de una sociedad el que mantiene “las cosas en su sitio”. Atacar esa mitología
supone consumar una violación simbólica del orden social: una técnica
subversiva de efectos mucho más impactantes –vivimos en una cultura
audiovisual– que cualquier procelosa elaboración teórica. El objetivo de todas
estas técnicas es provocar un colapso de las verdades oficiales propagadas por
los medios; algunos de sus métodos lindan, en ocasiones, con la desinformación
pura y simple. No en vano la denuncia de la “posverdad” es hoy obligatoria para
todo biempensante que se precie.
Toda esta “guerrilla de la comunicación” supone,
indudablemente, una vuelta a los albores de la posmodernidad, una reactivación
de los oxidados reflejos de la contracultura. Y todo ello en cuanto persigue:
1) una desacralización de la mitología dominante (en nuestro contexto: la
“sociedad multicultural”, la “ideología de género”, la globalización feliz, el
“sinfronterismo”, etcétera); 2) un ataque a la clase hegemónica (las élites
transnacionales globalizadas) y 3) una demostración frente al establishment de
que, aunque su poder es inmenso y tiene todas las de ganar, tampoco es
infalible y es posible engañarle.
Una objeción: así como el discurso de la contracultura
fue fácilmente recuperable para el sistema (a través de su conversión en una
“subcultura” de consumo) cabe preguntarse si toda esta iconoclastia
“anticorrectista” podría ser también desactivada mediante su estabulación en
una subcultura marginal. Se trata de una posibilidad no desdeñable, si bien a
través de métodos diferentes.
La contracultura de los 60 y 70 fue fácilmente
desactivada porque, al fin y al cabo, sus contenidos eran apropiables y se
prestaban a ello. Como hemos visto arriba, el discurso anarco-libertario
respondía, en el fondo, a la misma lógica del capitalismo: la del despliegue de
una sociedad consumista mediante la supresión de cualquier obstáculo
(religioso, cultural, nacional, etc.) a la libre circulación de mercancías. Por
otra parte, la vieja contracultura carecía de una propuesta rupturista seria y
creíble más allá de la retórica posmarxista y de resabios de la Escuela de
Frankfurt– frente a lo que ya por entonces se presentaba como la realidad
objetiva e irrefutable: el capitalismo global.
Por el contrario, la nueva contracultura de derechas
exhibe una incompatibilidad real con los poderes hegemónicos, en cuanto
desacraliza la mitología del mundialismo y, sobre todo, en cuanto demuestra lo
que es capaz de hacer cuando engarza en una dinámica populista.
Para neutralizar esa amenaza, los poderes hegemónicos
sólo tienen una opción: empujar con todas sus fuerzas a esa contracultura de
derechas hacia una identificación sin matices con el Mal absoluto (la extrema
derecha, el racismo, los neonazis, la violencia, etc.), con el objetivo de
ahogarla en una maraña de medidas de censura o en la represión pura y dura. Con
ello el Sistema seguirá su lógica hasta el final, pero también abrirá un
escenario incierto: el extrañamiento progresivo entre las “verdades oficiales”
y todos aquellos que, de un modo a otro, pasen a engrosar todo eso que el
mainstream mediático denomina la “posverdad”, y que no es otra cosa que la
disidencia frente a los paradigmas oficiales. La experiencia nos muestra que
este tipo de brechas sociológicas, de extenderse y ampliarse, no siempre son
fácilmente manejables.[13]
Ésta es la encrucijada en la que se sitúa, en estos
momentos, la Alt-Right americana.
(Continuará.)
1.ª parte del artículo
[1] Social Justice Warriors (o, más comúnmente, SJW)
es el término popularizado por la Alt-Right para referirse a los activistas más
radicales de lo políticamente correcto.
[2] El Gamergate ha sido descrito como la mayor
controversia jamás ocurrida en la historia de Internet, con cientos de miles de
participantes y unos niveles de agresividad jamás vistos hasta entonces. Existe
una polémica sobre hasta qué punto muchas de las amenazas proferidas por los
Gamergaters eran creíbles, o si por el contrario fueron exageradas (o incluso
provocadas) por algunas feministas, para asumir el papel de “víctimas” y
conseguir así determinados beneficios. Se hace difícil ofrecer un resumen
convincente de las subtramas y meandros de esta auténtica saga virtual, un
incendio que sigue sin apagarse del todo. La descripción ofrecida en estas
líneas es necesariamente esquemática y se basa en el libro de Angela Nagle:
Kill all Normies. Igualmente, los siguientes artículos (a favor y en contra del
Gamergate):
- “Qué es Gamergate explicado para españoles”.
- “Gamergate. Los videojuegos en su peor momento”.
- “Feminismo, medios y Gamergate”
[3] Angela Nagle, Kill all normies. On line culture
wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017.
Edición Kindle.
[4] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books
2017. Edición Kindle.
El Gamergate dió ocasión para que los protagonistas de
la guerra cultural que se avecinaba templaran sus armas. Fue en ese contexto
que Milo Yiannopoulos perfeccionó lo que sería su imagen de marca: convertirse
en el hipervillano par excellence de las redes sociales, a base de
provocaciones que le situan en el blanco de los guardianes de la moral oficial.
[5] La broma de Sokal fue reproducida en mayo 2017 por
el filósofo Peter Borghossian (de la Universidad Estatal de Portland) y el
matemático James Lindsay, si bien el dardo iba esta vez dirigido contra la
“ideología de género”. Ambos académicos remitiron el artículo “El pene
conceptual como un constructo social” a la publicación Cogent Social Sciences,
que lo publicó tras la revisión efectuada por Jamie Halsall, filósofo de la
Universidad Huddersfield. El artículo aseguraba, entre otras cosas, que el pene
está detrás del cambio climático.
[6] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books,
2017. Edición Kindle.
[7] Milo Yiannopoulos: “An establishment
conservative’s guide to the Alt Right”. Traducido al español en este mismo periódico como: “El Manifiesto de la
Alt Right”.
[8] Angela Nagle, Kill all normies. On line culture
wars from 4chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017.
Edición Kindle.
[9] Milo Yiannopoulos, Dangerous. Dangerous Books,
2017. Edición Kindle.
[10] La rana Pepe fue creada en 2005 por el dibujante
Matt Furie, con una muletilla que expresaba su filosofía: “feels good, man”
(algo así como: “que bien me siento, hombre”). El personaje fue rápidamente
adoptado por el ambiente 4Chan como icono en todo tipo de gamberradas. Cuando
los usuarios de 4Chan empezaron a apoyar masivamente a Trump, Pepe apareció en
varios memes como uno más de los “deplorables” (en homenaje a la frase de
Hillary Clinton en la que calificaba a Trump y sus seguidores como una “cesta
de deplorables” machistas, racistas, sexistas, homófobos, misóginos, etcétera).
La propia Hillary acusó al bicho de símbolo racista, lo que fue recibido con
salvas de júbilo por 4Chan que, inmediatamente, inundó la red de Pepes vestidos
de Ku-Kux-Klan, con casco de la SS y demás parafernalias malditas. Por
supuesto, Matt Furie tuvo que renegar de su rana e incluso “matarla”
oficialmente en un comic.
[11] Valentina Ivaylova Dimitrova, El punk como
resistencia: el arte, el estilo de vida y la acción política del movimiento
como camino para crear un nuevo mundo. Institut Universitari de Cultura.
Universitat Pompeu Fabra, Barcelona. Septiembre de 2015.
[12] Valentina Ivaylova Dimitrova, Obra citada.
[13] Frente a la Alt-Right, los poderes hegemónicos
recurren a una combinación de métodos represivos: 1) la amalgama (la
equiparación de la disidencia con el racismo y el nazismo); 2) la
judicialización expansiva del “discurso de odio”; 3) la censura en los medios,
redes sociales, servidores de Internet, etc.; 4) la represión violenta, con la
colaboración parapolicial de los grupos de extrema izquierda “antifascista”,
encargados de hacer el trabajo sucio. Lo acontecido en agosto de 2017 en la
localidad americana de Charlotesville (la manifestación en protesta por la
retirada de una estatua del General Robert. E. Lee y la violencia que se saldó
con una muerte) es un ejemplo de esta batalla de la comunicación, que aprovecha
cualquier presencia pública de la vieja extrema derecha (Ku-Kux Klan, neonazis,
etc.) para demonizar a toda la derecha alternativa (y, por ende, al propio
presidente Trump).