Eduardo Fidanza
La Nación, 11
DE NOVIEMBRE DE 2017
La transferencia efectiva del poder político, como
está ocurriendo estos días en la Argentina, es una ocasión propicia para
reflexionar sobre el poder. El poder en el plano objetivo y subjetivo. El de
las organizaciones y el de las personas que lo experimentan, con la embriaguez
de disponer a voluntad del destino propio y ajeno.
Para la sociología clásica,
el poder es la posibilidad que tienen unos de imponer su voluntad a otros,
contra toda resistencia. El poder se convierte en dominación cuando el que lo
posee obtiene obediencia.
El acatamiento puede derivarse de tres razones: la
tradición, los valores naturales, las normas del derecho positivo. Esta última,
según Max Weber, era la más corriente en su época: el poder se vuelve autoridad
legítima cuando los individuos creen en la legalidad. Esa es la clave teórica
del sistema democrático: creer en la ley, más que en los gobiernos. En el
derecho, antes que en los líderes.
Es bella y prometedora la teoría pura. Pero
insuficiente para entender cómo funcionan verdaderamente las cosas. A
contracorriente del optimismo de liberales y marxistas, el realismo político
indagó el poder dentro de la estructura social, desarrollando un concepto
ingrato, con pocos adeptos: las elites. Demostró que ellas son un escollo
insalvable para la democracia capitalista y el socialismo: en ambos sistemas el
poder queda en manos de unos pocos, que se lo distribuyen a voluntad, a pesar
del voto o de las demandas de justicia e igualdad.
Véase si no Cuba, o la
Norteamérica retratada con crudeza por Wright Mills en su libro La élite del
poder, que hoy se actualiza con personajes como Trump, un líder denostado por
los liberales que, sin embargo, hace volar a Wall Street. Este fenómeno no
implica igualar democracia y socialismo, pero es una advertencia para los
demócratas ingenuos: las elites tienden a ser homogéneas y cohesionadas,
contraponiendo su interés al de las mayorías. Para eso necesitan complicidades
y ocultamiento.
El sistema judicial constituye un componente crucial
de la elite democrática. Si funciona bien, la población confiará en la ley,
base teórica de la legitimidad. Pero, si funciona mal, comprobará, con terrible
precio, que constituye una estafa. Es lo que sucede en la Argentina: los
ciudadanos no creen en la Justicia y sus administradores, los jueces. La
consideran parte de un engranaje ajeno a ellos, orientado a proteger a los poderosos,
no a los que caminan por la calle. Sin embargo, siguen exigiendo justicia,
espoleados por la corrupción que le muestran los medios. El fin del
kirchnerismo se parece al fin del menemismo: los jueces, antes dóciles, se
desatan para acusar a los que protegían. Agilizan los procesos, que dormían en
los cajones. Subidos a la ola, sobreactúan el bien, aparentando no pertenecer
al mal. Son los mismos de siempre, pasándose de una dimensión a otra. De la
oscuridad a la luz, para salvarse.
Un volumen de reciente aparición, titulado El libro
negro de la Justicia, del periodista Tato Young, desmantela esta hipocresía.
Constituye un retrato implacable de los jueces federales argentinos. La
explicación de sus abusos es una particular configuración del poder, que Young
describe con estas palabras: "Un engranaje invisible donde se dan y se
reciben favores como parte de una comunidad sin nombre y sin contrato más que
el de la autoprotección. Eso era el poder. Funcionarios, legisladores,
fiscales, jueces, empresarios, sindicalistas. Influyentes que comparten su
influencia y la potencian. Núcleos más o menos cerrados. Círculos más o menos
impenetrables". Esta semblanza es una evidencia exacta de lo que sostienen
muchos estudiosos de las elites. Ese es el poder oculto, tras el relato
democrático. Una lacra que no removerá el marketing de los valores de Pro, sino
una acción decidida de regeneración institucional.
¿Querrá encararla el Gobierno? Los antecedentes no
ayudan. Según las evidencias, el menemismo creó el monstruo, que perfeccionaron
los Kirchner. Una justicia federal devenida oscura organización, colonizada por
espías y opacos agentes para todo servicio, que invita a negociar a cambio de
favores. Hasta ahora, los pasos del oficialismo fueron ambiguos en este fango.
Es tentador beneficiarse del doblez de los jueces.
En 1949, el dramaturgo italiano Ugo Betti estrenó una
pieza titulada Corrupción en el palacio de justicia. Con metáforas, el texto
ilustra un clima opresivo, sórdido. Los jueces no investigan, son investigados.
No sospechan, son los sospechosos. Como el centinela de Hamlet, un juez
reconoce: "Se dice que algo está podrido en este Palacio de
Justicia". Buscan un culpable, pero el recelo involucra al conjunto.
Acosado, otro juez admite: "Podríamos estar todos contagiados. Todos
podríamos haber vendido nuestras almas al diablo".
Son las elites y sus códigos, más allá de los
individuos, aunque eso no los exculpa. Son los males, antes que los malos, como
Norma Morandini le enseñó a Young, recordando a Hannah Arendt.