Pablo Gianera
La Nación, 23
DE NOVIEMBRE DE 2017
Salvo en muy pocos casos (cuando lo que está en juego
es una destreza puramente manual o física), el conocimiento se revela
incompleto si no respira en una atmósfera, si no sabe de dónde viene ni a dónde
va; si no se sabe para qué ni por qué se sabe una determinada cosa.
En la música clásica, la masterclass es un género en
sí mismo. Vale la pena ver siempre las de Daniel Barenboim, pero tan
inteligentes como las del Maestro argentino son las del pianista húngaro András
Schiff. Hay una serie de ellas (disponible para ver online) dedicada, como las
de Barenboim, a las sonatas para piano de Beethoven.
En el video, el primero que comparece ante Schiff es
el joven pianista ruso Pavel Kolesnikov, que llega con la sonata Claro de luna
bajo el brazo. Kolesnikov es un intérprete de veras interesante: vale la pena
demorarse en sus versiones de Schumann, y la propia Sonata opus 27 Nº 2 resulta
en sus manos ajena a cualquier complacencia sentimental. Pero en esa clase
pública Schiff le hace, con una sabiduría de inalterable amabilidad,
innumerables observaciones. Llega un momento en que, para mostrar una
semejanza, Schiff toca un pasaje del último movimiento de la Sinfonía "Júpiter",
de Mozart. Hay perplejidad en Kolesnikov, que ignora por completo qué es eso
que toca el maestro. Pero también hay perplejidad en Schiff, que se resiste a
creer que un pianista hecho y derecho no reconozca la última sinfonía de
Mozart. Es el peligro del tecnocratismo: Kolesnikov lo sabe casi todo del
piano, pero acaso muy poco (aun en el territorio musical) de lo que sucede
fuera de él. Es posiblemente un problema generacional. Pianistas tan distintos
entre sí como Wilhelm Kempff, Claudio Arrau o Glenn Gould tenían una cultura
musical de peso completo. Para ellos, el pasado era radiactivo.
En el conservatorio en el que doy clases, un alumno
deploró una tarde la excesiva carga horaria de las materias más teóricas y la
escasez del tiempo para dedicarse a su instrumento, que era el violín. Le
respondí que era posible que el plan de estudios estuviera desequilibrado, pero
que de todos modos los conservatorios no son escuelas de oficios y que un
músico no es músico por simple dominio técnico. Algo parecido pasa con
escritores que leen la última novedad que publica la editorial de moda, pero
ignoran quiénes fueron ni qué escribieron Thomas Mann o Victor Hugo. ¿Y qué
decir de los mitos griegos y de Las mil y una noches? ¿Qué decir de la Biblia?
No hay artista inteligente que no sepa aprender algo
del pasado de su arte e incluso -redoblemos la apuesta- de las otras artes.
Basta pensar en cuánto aprendió el arquitecto Adolf Loos de los compositores de
su época, o en el modo en que, antes, otros compositores aclimataron la
literatura a la composición musical. El húngaro Imre Kertész, premio Nobel de
Literatura, se formó y trabajó en el aire de esa tradición europea.
Kertész puso en claro su deuda con otra arte, la
música, en las notas que escribió para un disco de, justamente, A Recollection,
que reunía piezas para piano de Leos Janácek. Es un escrito breve (del tamaño
regular de las liner notes) que adopta la forma de una carta a Schiff. En
realidad, habría que leerlo como la declaración de una poética: "Fue
probablemente por medio de la música que me hice escritor. No hablo aquí de
buscar una supuesta «musicalidad» o de la cadencia de las oraciones, sino de un
principio constructivo de composición".
Además de ser prueba de empobrecimiento y
provincianismo intelectual, los agujeros negros del conocimiento resultan
alarmantes. ¿Por qué alarmantes? Porque interrumpen una cadena, la de la
tradición. Sin la tradición, resultan imposibles el juicio crítico, la
conversación civilizada y, desde ya, la ruptura con ella, que se llama novedad.