Julio Montero
Clarín, 15-1-18
Los moderados intentos de Cambiemos por equilibrar el gasto público han
suscitado un acalorado debate. Como siempre, los términos “derecha”, “liberal”
y “neoliberal” son ubicuos en la discusión. La sorpresa es que esta vez algunos
analistas han invitado a la fiesta al libertarismo, un misterioso comensal
usualmente ausente en el banquete vernáculo.
Si bien en el imaginario local liberalismo, derecha y neoliberalismo son
lo mismo, se trata en realidad de categorías bien distintas. El neoliberalismo
designa el conjunto de medidas económicas surgidas del Consenso de Washington:
reducción del sector público, apertura comercial y eliminación de las
distorsiones al mercado, entre otras. En cambio, el liberalismo es una
concepción de la política centrada en el respeto por la autonomía de las
personas que resulta compatible con un Estado activo. La socialdemocracia
europea es liberal e igualitaria a la vez.
Desde una perspectiva histórica, los padres del liberalismo fueron
mayormente igualitaristas. John Locke argumentaba que no se podía privar a los
demás de los medios de subsistencia; Immanuel Kant sostenía que el estado debía
cobrar impuestos para asistir a los pobres si quería que su régimen de
propiedad fuera justo; y John Rawls, el gran filósofo liberal del siglo XX,
alegaba que el ideal liberal es una democracia de pequeños propietarios.
Conclusión, el liberalismo no presupone al neoliberalismo y hasta lo excluye.
Si quieren una buena derecha, hay que buscar en otro lado.
A la inversa, el neoliberalismo puede combinarse con una matriz
filosófica autoritaria, conservadora y profundamente anti-liberal, como sucedió
en los regímenes de Reagan, Tatcher y Pinochet y quizás en la China actual.
El libertarismo es una variante del liberalismo que para muchos niega su
esencia. Propone que el estado sea un mero guardián de la libertad y la
propiedad privada. La provisión de servicios públicos como la salud, la
educación, la asistencia social y la infraestructura representan un robo y un
abuso de autoridad. Su versión extrema, el anarco-capitalismo, aspira a la
disolución del gobierno: hasta las calles deben ser propiedad privada y cada
uno debe velar por su seguridad por sus propios medios contratando la agencia
de protección que prefiera. Después de todo, la policía se financia con
impuestos y eso implica redistribución del ingreso.
En una cultura pública intoxicada por el populismo, el nuevo invitado
nos recuerda que los recursos que el estado distribuye no caen del cielo sino
que son producto del trabajo y que el lema “Más estado, menos impuestos” es un
invento del pensamiento mágico. Todo indica, sin embargo, que se trata de una
postura conceptualmente endeble. No solamente porque en ausencia de gobierno no
hay derechos sino ley del más fuerte, sino además porque la propiedad y la
riqueza son producto de un sistema de regulaciones que exigen la adhesión de
todos y el costo que los excluidos pagan debe ser compensado por los
beneficiarios. Algunos insisten en que si consideramos las guerras, la
represión y las dictaduras , el estado es el mayor asesino de la historia.
Antes de aceptar la conclusión deberíamos estimar cuántas vidas ha salvado y
cuántos inocentes hubieran muerto violentamente en la utopía anarquista.
Si algo queda claro es que Cambiemos no es un partido libertario y nunca
lo será. Tampoco es un gobierno neoliberal porque mantiene impuestos nórdicos
para financiar el mayor gasto social de la historia. En el mejor de los casos,
y con mucha suerte, será un gobierno liberal. Libertarios, neoliberales y
progrepopulistas saldrán corriendo espantados. La ventaja de los liberales es
no tener que pedir disculpas por tener esos compañeros de viaje.
Julio Montero es filósofo, Doctor en Teoría Política y premio Konex a
las Humanidades 2017.